Arpías
Oda primera a la mitología grecolatina
Siete navíos de guerra atracan
en playas frías de las Estrófades.
Cual ánimas náufragas del Hélade
por Caronte abandonadas aran
con sus pies enfundados en sandalias
las arenas negras y heladoras
en donde solo las arpías moran
en sus propias pesadillas estigias.
¡Atención! Escucha sus aleteos.
No son las bellas y rubias ladronas
que a Fineo robaban sus copas
sino horrores surcando los cielos.
Desfiguradas por la implacable
violencia de esos alados Boréadas,
hasta que Calais oye “¡perdónalas!”
y Zeles depone raudo su sable,
son ahora monstruosas criaturas,
tan solo monstruos sedientos de sangre
que esperan a que su suerte cambie
y su perdón no se torne locura.
¡Oh, Iris, ¿por qué imploraste piedad!?
Tus súplicas fueron escuchadas
y qué horrores sufren tus hermanas
convertidas en rapaces sin beldad.
Aelo, el viento tempestuoso,
Ocípete, la del rápido vuelo
con Celeno, la oscura, al suelo
rival arrojan con grito luctuoso.
Podarge, la silenciosa, con ellas
atormenta al viajero perdido
en este triste rincón recogido
donde las maldiciones hacen mella.
“¡Tiempo es de acabar con el horror
que infesta estas costas baldías!”,
aúlla el guerrero que soñaría
batirlas con su hierro, ganar el honor
con la hazaña de dar muerte rauda
a estas bestias, completar la gesta,
pero la cizaña no está presta
para la cosecha. La isla jaula
deviene y en la trampa mortífera
los temerarios valientes sucumben,
lanzas quiebran y las almas se hunden,
chillan, bajo su furia flamígera.
Tras la tempestad queda un sembrado
de hierros rotos, de cráneos mellados,
ecos de alaridos, apagados,
confundidos con graznidos, hurtados
a las ánimas que sus garras crueles
han mancillado. Los cuervos rondan
hambrientos e irritados se posan,
mas las arpías ariscas de sus hieles
los privan. ¡Cruel costumbre de robar
los manjares a estos condenados
como Fineo de su festín fue privado!
Si esta locura pudiera cesar...
Despedíos sin más de las arpías
cumplidoras del mandato de Zeus
y no las convirtáis en reos
de su bestial apariencia impía.
No es su voluntad quien encadena
sus propios espíritus a la tierra
de los torpes hombres, sino las guerras
de los dioses que a todos condena.
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