La biblioteca de Doña Angelines

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Pequeño momento de nostalgia que me he animado a compartir con vosotros con la esperanza de que, entre línea y línea, se entrelacen algunas reflexiones interesantes para todos

Se podría decir que escribo por muchos motivos –cabezonería, instinto de narrador, desarrollo incontrolado del ego…-, y nunca sabría del todo a cuál de ellos responde esta afición. Lo que sí que tengo más o menos claro es que, si escribo con una corrección más o menos aceptable, se lo debo en gran parte a una profesora: a Doña Angelines.

 

Por supuesto, no lo digo sólo por su sistema de enseñanza, que sin duda era efectivo –amen de algo prusiano-; no se me ocurre quién podría haber olvidado aquellas listas de verbos que copiábamos, y que, sin duda, son las que me han salvado del empobrecimiento lingüístico sufrido por gran parte de mi quinta. Además de simplificar mucho el asunto, creo que no haría justicia tampoco a la labor de otros educadores que han pasado por mi vida, y a labor de ésta en concreto.

 

Más bien, creo que Doña Angelines ha sido una pieza determinante en mi pasión por la escritura, que viene, como es natural, de los libros, por dos cosas muy simples y, a la vez, muy complejas: me encantaba cómo leía en clase y, gracias a ella –según mi propia cosmogonía, jamás contrastada con una investigación de los hechos-, teníamos una magnífica biblioteca en nuestro colegio. Sobre lo de oír leer a los profesores en clase podríamos desarrollar otro artículo y muchas teorías peregrinas, pero hoy me gustaría hablar de esta biblioteca.

 

Quizá sea natural que para mí se haya convertido en un símbolo, pues ya lo era en mi época de colegial: los del Alierta teníamos la biblioteca, y los del Azúa un polideportivo. Supongo que aquello ya demarcaba como una filosofía, como una especie de lucha de castas. Ya se sabe que las mentes de los niños son muy impresionables y, quizá por ello precisamente, deberían abundar más las bibliotecas escolares bien surtidas.

 

La nuestra, en concreto, tampoco es que fuera la de Alejandría; supongo, de hecho, que no tendría ni más ni menos libros que muchas otras. Sin embargo, funcionaba muy bien. Y creo que era, precisamente, por Doña Angelines.

 

Esta profesora, como ya he comentado, tenía un fuerte apego a la disciplina. Era de las que diríamos “de la vieja escuela”. Con ella el “doña” adquiría un matiz especial, y no sonaba ni excesivo ni accesorio precediendo su nombre. De algún modo, encarnaba lo que creo que debería ser la dignidad de un profesor, algo que, desgraciadamente, se está perdiendo.

 

Bien es cierto que en algunos aspectos era excesiva. Supongo que podría haber vivido igual de bien sin haberme oído ese “no eres ni la sombra de tu hermano”. Sin embargo, estos pequeños excesos para nuestra mentalidad actual se disculpan y se relegan a lo anecdótico frente a dos hechos para mí incontestables: había pasión en su trabajo y éste estaba muy bien hecho.

 

La biblioteca no sólo estaba siempre bien ordenada y con los libros en buen estado –lo que podría parecer carente de mérito si no fuera por que la visitábamos todos los alumnos una vez a la semana, como mínimo, para cambiar de libro-, sino que, además, invitaba a la lectura. A parte de los libros de primera fila de batalla (estudios sobre dinosaurios o animales, libros de cómo ser detective, y otros volúmenes llenos de dibujos a modo de canto de sirena), había un buen grueso de buenas novelas juveniles e infantiles perfectamente clasificadas y, lo que es más inusual, conocidas por la bibliotecaria, que no era otra que la propia Doña Angelines.

 

Sí, esta profesora que podía resultar aterradora desde su aura de maestra era capaz, asimismo, de leer lo que luego nosotros leeríamos. Y así, de este modo tan sencillo pero que tan pocos profesores ponen en práctica, era capaz de hacernos recomendaciones con conocimiento de causa. Aquello era una bendición para los buenos lectores, entre los que me contaba, pero una pesadilla para los malos: no sólo no les dejaba leer por quinta vez “Teo en la granja”, sino que, si copiaban como resumen cualquier fragmento del libro, o tiraban de adaptación cinematográfica, ella siempre les cazaba.

 

Es curioso: puede que no fuera como aquel profesor del “Club de los poetas muertos” tan carismático que acababas subiéndote a un pupitre y declamando aquello de “oh, capitán, mi capitán”, pero, con todo lo dura que podía ser, emanaba un magnetismo igual de fuerte.

 

En mi memoria se inscribieron los libros que leí durante los dos años que me dio “lengua”, y las fichas que entregábamos a modo de reseñas (aunque fueran poco más que un resumen más o menos bien hilado). También los días que nos llevó a conocer a algunos autores -lo que sembró, seguramente, algunos sueños peregrinos en mi cabeza- y también sus frases lapidarias y sus anécdotas implacables. De estas últimas, hubo una que quedó grabada a fuego en mi cabeza, la del alumno que, años después de terminada la EGB, no le saludó al cruzarse por la calle. Su decepción ante aquella falta de consideración me conmovió, sin duda, y durante años creí que la suerte me brindaría una oportunidad semejante para mostrarle que, aunque todavía unos niños, algunos éramos capaces de apreciar su labor.

 

Ahora que vivo en Francia, muy lejos de las calles de mi infancia, sé que las posibilidades de tal encuentro fortuito se reducen. Quizá es por ello que me he animado a escribir este artículo, o quizá porque me pregunto qué le debió parecer a ella Harry Potter –estoy seguro de que lo leyó, si es que no estaba ya jubilada-, o quizá, simplemente, porque cada vez que veo un niño maleducado, u oigo hablar de lo mal que está la enseñanza, me digo que sí, que tuve suerte de tener algunos profesores algo prusianos que, al mismo tiempo, tenían una gran pasión por lo que hacían y una energía tal que permitía mantener una biblioteca en la que aprender a tejer sueños, y a escribirlos correctamente.

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