Fuegos fatuos
Un breve artículo sobre este inquietante fenómeno de ultratumba
Los fuegos fatuos son la quintaesencia del fenómeno fosco. Su manifestación, la aparición espontánea de una luz inquietante en ocasiones dotada de movimiento autónomo, así como los escenarios en los que se da de un modo natural, zonas pantanosas y cementerios, piden a gritos una buena colección de leyendas a su alrededor... como, efectivamente, han coleccionado.
La base físico-química del fenómeno no parece revestir demasiado misterio a pesar de las dificultades de reproducirlo artificialmente: parecen implicar material orgánico en descomposición y/o material óseo, lo que provocaría la liberación de gas metano y/o fosfinas. De ahí que se den con más frecuencia en cementerios y pantanos, donde la materia orgánica ha podido macerarse convenientemente, aunque tampoco los vertederos estén libres de fenómenos similares. Por seguir con la tradición, nos centraremos en los primeros.
La vinculación con la muerte en el caso de que un fuego fatuo aparezca en un cementerio es evidente, como una metáfora hecha realidad: de la materia muerta (en apariencia) surge un espectro vivo (la llama) desafiando el orden natural de las cosas. De ahí que los fuegos fatuos se vinculen con muertos inquietos, con los que aun después de la muerte no aceptan el descanso que les corresponde, quizás por tener las conciencias intranquilas, haber sido agraviados o haber jugado con fuerzas sobrenaturales que hubiera sido mejor dejar en paz.
En el segundo caso, la aparición de fuegos fatuos en zonas pantanosas, las lecturas se abren a nuevas posibilidades. Aun sin descartar el lado fantasmal (véase la correspondencia inmediata que podemos encontrar entre, por ejemplo, la leyenda de la Santa Compaña y sus velas y los fuegos fatuos), encontramos un elemento adicional: una luz suele ser sinónimo de seguridad, una referencia que guía, pero en este caso se convierte en una trampa. El fuego fatuo ilumina un camino que no es tal, sino más bien lo contrario, una zona peligrosa, pero no como advertencia, sino como reclamo.
Tradicionalmente se ha señalado que los fuegos fatuos se mueven, a veces en contra del viento, como demostración de que tienen vida propia. Desde luego, tienen un motor propio distinto del viento, como ocurre cuando de un leño escapa alguna sustancia más inflamable, alguna resina vaporizada: una reacción química de cierta virulencia. La propia presencia humana puede perturbar el fenómeno: si una bolsa de gas fluorescente o incandescente se ha liberado en un terreno fangoso, alguien que se acerca transmitirá presión a ese lecho de barro, afectando al movimiento de la llama. No obstante, visto de improviso, en la soledad de la noche, en un cementerio o pantano, la sensación debe de ser difícil de racionalizar.
Así, mezclando el movimiento propio de la llama, que se aleja, con la sensación de estar siendo engañado, da pie a leyendas como las de los duendes celtas, que buscan extraviar a los viajeros usando sus linternas encantadas, conduciéndoles, como cabía esperar, a terrenos escabrosos. Poco importa un barranco o una ciénaga, ¿no?
Con todos estos elementos, no es de extrañar que los fuegos fatuos hayan inspirado numerosas leyendas y, también, que hayan tenido su protagonismo en obras literarias, desde Goethe a Tolkien pasando por Italo Calvino y, por supuesto, por Bram Stoker, que en su Dracula los utiliza unidos al mito de que indican tesoros ocultos. No solo la narrativa ha bebido de ellos: compositores como Manuel de Falla trabajaron con fuegos fatuos para algunas de sus obras... como fuente de inspiración, no de iluminación, claro.
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