A nadie le gusta, claro, porque los queremos como hijos.
En esta entrada me voy a meter en un jardín y, seguramente, acabaré hablando más de mí mismo que de algo que se pueda extrapolar o comprobar, pero que espero sea de alguna utilidad para los nuevos escritores (esos protoescritores, que les llamaba el compañero Nachob). A lo largo de los años que llevo rondando por el mundo editorial en muchas y variopintas posiciones he observado que los autores tenemos tendencia a proyectar destinos, más o menos ambiciosos, para nuestros relatos. Es, casi, lo primero que hacemos.
Una analogía recurrente es la de llamarlos “hijos”. Es verdad: salen de lo más íntimo, comparten algo con nosotros y los queremos como una parte de nuestro propio ser. Con matices, es acertada como metáfora. Y, siguiendo la misma y adoptando el rol de progenitores decimonónicos, buscamos colocarlos. A este lo casaremos con tal certamen (con un poco de suerte), al tercero le encontramos una antología donde lucir galones, al de más allá lo desterramos a un monasterio o una vicaría web de cierto renombre... y, con el primogénito, por supuesto, soñamos con dar la campanada que abra camino para el resto de la prole.
Comprensible, sin duda, pero quizás tetanizante. Es por ello que yo voy a recomendar, basándome en mi experiencia, un camino muy distinto: el de inmolar a nuestras creaciones con menos cálculos y más alegría.
Empecemos por el principio: Manto de miseria, rebautizada Cain encadenado, fue la primera novela que terminé y la primera que publiqué. Si en su día hubiera podido saber las ridículas ventas que tendría, la mala fama que criaría el sello que la editó y que, para variar, no vería ni un duro de derechos de autor es más que posible (y encima muy razonable) que hubiera desestimado publicarla... y tras años de dormir en cajones y discos duros, siguiera inédita. Por el contrario, me lancé a la piscina y me estrellé. Eso sí, me llevé dos cosas por el camino: la seguridad de que había alguien (fuera de mi hermano) capaz de interesarse por mis textos y una buena ristra de opiniones de gente que no eran familia ni tenían ningún interés particular en dorarme la píldora. Es decir, me permitió coger fuerzas para seguir y me permitió conocer de primera mano aristas que pulir para crecer como escritor.
El fenómeno se ha ido repitiendo. Salvo honrosas excepciones, muchas de las cosas que he publicado se podrían considerar “quemadas” sin demasiado beneficio. Sí, he ido publicando en sellos más grandes a pesar de lo precario de nuestro tejido editorial, pero la crisis los ha ido devorando más rápido de lo que yo escalaba. También he sido finalista o incluso he ganado algunos premios, pero tampoco nada clave. Entonces, ¿no hubiera sido mejor que me reservara esos cartuchos y apuntara mejor?
Es posible. Ahí cada uno tendrá que juzgarlo por sí mismo. A mí, munición es lo que me sobra. Tengo más ideas en la recámara de lo que escribiré en diez vidas, me temo, así que lo que me hubiera matado como escritor es terminar por aburrirme de tanto apuntar hacia arriba. Además, estoy convencido de que incluso los campeones de tiro olímpico se divierten en una barraca de feria tirando a patos de goma de vez en cuando. ¿Por qué no? Escribimos para que nos lean y para expresar lo que llevamos dentro, para recrear algo que late en nuestro interior. Para conseguir ambas cosas es necesario quemar cartuchos, inmolar relatos (o lo que se tercie). Yo digo que no hay ocasión pequeña para ello. ¿Os imagináis qué lástima si Shelley y Polidori hubieran pensado que era mejor guardarse sus brillantes ideas para otra noche que aquella en Villa Diodati?
La mercadotecnia, en consonancia con los tiempos que corren, nos ha querido vender que el talento viene ya empaquetado y que los autores de bestsellers nos presentan su primera novela, el fenómeno revelación. En muchos casos, es mentira: son pasados borrados porque creen que vende mejor. En la actualidad parece un demérito haberse bregado antes de dar el salto. Yo, sin embargo, me creo más lo que leí una vez a Emilio Bueso: hacen falta horas de vuelo, también en la narrativa. Y las horas de vuelo no pueden ser siempre en simulador. Sacad vuestros relatos y estrellaos.
O no. Como decía al principio, este es un jardín muy personal y esta es mi experiencia. Y, ya puestos a confesar, diré que la entrada viene motivada por el V Homenaje a John William Polidori y las dudas que su naturaleza suscita cada año. ¿Merece la pena participar? ¿Merece la pena hacerlo con algo realmente bueno?
Sí, esos relatos presentados quedarán inmolados para los circuitos tradicionales: todas las puertas para concursos de relatos inéditos quedarán cerradas. Ahora bien, la pregunta no es esa, no es si tenéis fe en que ese relato en concreto vale para un concurso mejor remunerado o de mayor renombre, porque la respuesta entonces es sencilla: mandadlo a dicho concurso. La pregunta de fondo es otra: ¿tenéis fe en vosotros como escritores, la suficiente para sacrificar a uno de vuestros hijos para dar un paso más, confiando en que el siguiente relato escrito será aún mejor?
Yo sí tengo fe en mí como escritor, la suficiente como para sacrificar a uno de mis hijos en el Polidori y donde haga falta. Lo que no tengo es tiempo para escribir tantos como quiero. Aunque, que te voy a contar a tí...
Bastante inútil