En defensa del plurilingüismo
De vuelta al cole, vamos a abordar una cuestión que me ronda desde hace años
A causa de los caprichosos mecanismos que mueven mi memoria, recuerdo con mucha más intensidad cualquier metida de pata, desliz o patinazo que las cosas que salen bien. Así, de la exitosa presentación de nuestras novedades en Gigamesh el mes pasado hay una cosa que no consigo sacarme de la cabeza, y no me refiero a haber arrancado con un par de jarras de más buscando un erudito literario en la sala. No, lo que me reconcome es haber sido incapaz de pronunciar correctamente el nombre de un conciudadano. Que, de hecho, ni siquiera se me pasara por la cabeza que lo estaba diciendo mal.
No el apellido, no: el nombre. El de Francesc Barrio.
La cosa puede parecer chorra, máxime cuando nadie me recriminó nada y todos tuvieron la delicadeza de no darle mayor importancia. Pero yo, que soy muy cabrito conmigo mismo, no dejo de rumiar la cuestión. ¿Cómo es posible que no tengamos los rudimentos para algo así? Hablo con relativa fluidez cuatro idiomas, pero soy incapaz de nombrar correctamente a uno de los autores de mi editorial. ¿De verdad no había hueco en los ocho años de Enseñanza General Básica para, llegados a algo así, cumplir con unos mínimos de cortesía?
Conozco los argumentos que, supongo, alguno esgrimirá hasta para negar hasta esos rudimentos para salvar el tipo y que hablan de mero utilitarismo: un único idioma permite comunicarse mejor, hablar varios idiomas separa a la gente, optimizamos esfuerzos y tal, el castellano tiene millones de hablantes... Suena muy ingenieril: si funciona, no lo toques. Deberíamos seguir con el latín y seríamos todos más felices (y uniformes).
Pero es una falsa imagen. Todos los ingenieros saben que es mejor tener dos modos, o tres, o cuatro, de llegar a una misma solución. Permite tomar caminos alternativos cuando te atascas o incluso comprobar resultados. Conocer varias técnicas frente a una misma problemática no es una pérdida de tiempo, sino un valor añadido. Imaginemos (que nos va la épica) a un maestro de artes marciales; damos por hecho que sabe varios modos de detener un mismo golpe. Aunque alguno fuera menos eficaz (pongámonos pejigueros) a nadie se le ocurriría decir que debería haberlo suprimido para centrase en solo uno.
Las lenguas, poniéndonos en ese punto prosaico que parece ser el ataque definitivo (y que pone de lado cuestiones afectivas, identitarias, atávicas y demás como si fueran menores), son herramientas para abordar una misma problemática: la comunicación. Y así, el escritor (por volver a nuestro redil) que conozca varias estará mejor preparado que el que no las conoce.
Del mismo modo que no me pena en absoluto haber estudiado latín en el instituto a pesar de haber tirado por ciencias puras, echo en falta haber tenido la oportunidad de tocar, en el ámbito académico, no ya todas las lenguas españolas, sino al menos las otras dos que se hablan en mi comunidad autónoma: el catalán y el aragonés. Con la última me he puesto, por mi cuenta y riesgo, por cuestiones afectivas (mi bisabuela, que murió cuando tenía yo ocho años, todavía utilizaba muchas palabras de esta sin saberlo siquiera), pero con la primera todavía consigo hacer el ridículo de vez en cuando. Al menos, esta vez me voy a desahogar con esta entrada.
Cuando era crío parecía una cuestión de vida o muerte saber los kilómetros del Júcar y cuántos afluentes tenía por cada lado. Recuerdo con cariño el Miño porque era el único río que había que saberse de Galicia y no tenía (a efectos académicos) afluentes por ningún lado. Se nos preparaba para el día de mañana, un lugar brumoso del espacio/tiempo en el que no había atlas, los mapas eran mudos y los aldeanos cubrían de pintura los carteles de sus ciudades, ríos y colinas para dejarte en evidencia. Pero en el que, por lo visto, no había ningún problema en no conocer siquiera la fonética de sus topónimos o de sus nombres propios.
Si a un escritor (aparquemos la nostalgia un rato y volvamos a la cuestión literaria) le dijeras que se centrara en una única estructura narrativa te dirían que eres un cabrón, que vaya mierda de consejo. Si sugirieras que prescindiera de todos los sinónimos porque hay algún término más común o extendido, que estás abocándolo a la pobreza léxica. Si dijeras que solo debería ambientar sus historias en el estricto círculo de su existencia cotidiana, que estás limitando sus horizontes.
Nos cabreamos cuando nos dicen que la fantasía es un género menor y somos capaces de defender a capa y espada que escribir para cuatro gatos (a veces literalmente, que sean cuatro y gatos) es adecuado (y loable) porque lo nuestro es el arte. Llega la cuestión cultural y nos escandalizamos porque la literatura anglosajona nos ha fagocitado en escenarios, estructura narrativa e incluso prosa (no solo por los anglicismos, sino incluso por el uso que hacemos de adverbios, gerundios y adjetivos). Somos capaces de desenterrar un vampiro leridano del siglo XVII del que no se acuerdan ni los folcloristas... pero llega la cuestión lingüística y de repente el elemento pragmático tiene un peso insoslayable.
Es que queremos llegar al mayor público posible. De repente, oye, nos veíamos publicando en Latinoamérica. Y lo que nos lo impide (o casi llega a hacerlo de habernos descuidado) no es que escribamos géneros mal considerados por la crítica generalista, que el tejido editorial en España esté deshilachado, que no nos sale de las entrañas ceñirnos a esa extensión que da 400 páginas justas de novela con solapas y sobrecubierta o que nuestros textos son raros hasta para el fándom. No, el peligro supremo viene de que hubiera sido una pérdida de tiempo aprender un idioma más. Uno que, llegado el caso, mejor me pongo con el árabe o el chino. Como si los idiomas solo aportasen valor añadido a la hora de comunicarse única y exclusivamente mediante dicho idioma.
Que sí, desde luego, que cada uno con su tiempo hace lo que quiere. Faltaría más. Pero no me lo vendáis como lo lógico, como lo normal, como lo útil. Yo ya paso de comulgar con piedras de molino. Y, sobre todo, de sentirme mal por no saber pronunciar el nombre de un compañero de editorial. Un nombre de un idioma que se habla en mi provincia natal, demonios. De momento, aproveché el viaje y me pillé algún libro en catalán. Mi chico mayor, que es bilingüe francoespañol, se los lee de tirón. Yo, aunque tarde tiempo, aunque tenga que tirar de Youtube, pienso hacerlo también.
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