El primer amor del Príncipe Valiente
Antes de terminar el primer año de andadura de la colección, la doncella Ilene se cruza en el camino de Val para marcarlo de por vida
El romance amoroso, el denominado amor cortés, es uno de los puntos cardinales de las novelas de caballerías y, sin duda, también de las leyendas artúricas. No es de extrañar, por tanto, que Harold Foster introdujera el tema en Príncipe Valiente en los días del Rey Arturo ya en sus primeros compases por mucho que su protagonista fuera todavía apenas un escudero y poco más que un adolescente. Lo hace, sin embargo, siguiendo la lógica y la calma con la que ha abordado su obra, sin precipitación alguna: este primer enamoramiento transcurre bajo la mirada condescendiente de Sir Gawain, quien se presta al juego, a pesar de sus recientes heridas, para que su joven amigo pueda lucirse frente a la dama.
Lo que a priori podrían haber parecido limitaciones se transforman rápidamente en una excusa perfecta para dar una dimensión nueva a una aventura clásica. Tras quedar fuera de juego Gawain frente al Caballero Rojo en el inevitable duelo inesperado en el bosque, Val toma todo el protagonismo de la historia. Arranca entonces una de las mejores aventuras del personaje, quien se verá en la tesitura de liberar un castillo tiranizado por un extraño personaje: el ogro del bosque de Sinstar.
En un principio, este arco argumental podría recordarnos al precedente: supuesto ogro, liberación de un castillo, dama en apuros. Harold Foster consigue darle vida nueva al jugar más con la idea de las supersticiones, dejar más espacio a los ingeniosos ardides puestos en escena por Val y al permitir que sea él quien resuelva toda la aventura, en la que encontramos giros más que insospechados, a pesar de no perder de vista que es un adolescente. El año terminaba con el listón muy alto, pero seguiría la tónica en 1938.
Liberado el Thane de Branwyn, nos encontramos con un interludio feliz que se ve abocado a la tristeza con la irrupción del Príncipe Arn, hijo del rey de Ord, en escena: la dulce Ilene está ya prometida y Val se ve obligado a elegir entre luchar por su amor o correr al rescate de Sir Gawain, quien ha sido secuestrado por uno de los grandes personajes de las leyendas artúricas: la hechicera Morgana le Fay.
Esta aparición permite disfrutar de un interludio donde se da una tercera vuelta de tuerca al episodio del rescate en un castillo encantado. En esta ocasión, sí da la impresión de que estamos asistiendo a algo sobrenatural, o al menos de un paganismo tal que es más que simple tramoya, gracias, en gran medida, a grotescos caprichos de inspiración goyesca. Es más, en la torre de Merlín, quien termina siendo el responsable mayor del rescate, tenemos un pie todavía metido dentro de la fantasía más tradicional: elfos, hadas y criaturas extraordinarias habitan entre las flores. En los primeros acordes de Príncipe Valiente en los días del Rey Arturo su creador no terminaba de desvincularse de una visión relativamente convencional del escenario a pesar de todos sus apuntes costumbristas, con los que ya marcaba cierta distancia con los relatos de caballeros propiamente dichos.
Esta etapa es muy peculiar en este sentido, sobre todo si tenemos en cuenta que, originalmente, Foster había pensado en llamar Arn a su protagonista. Cuando Val parte a su encuentro no es solo un enfrentamiento entre personajes de ficción, sino casi entre modos de concebir el modo de abordarla. A posteriori, lo que no deja de adulterar cualquier impresión, podríamos ver en este nudo toda la conflictividad creativa, en cuanto a planteamiento, que supuso la obra. Había varios senderos a partir de esta encrucijada —toda una gama entre el del príncipe en la Tabla Redonda de dragones y hechiceros y el del príncipe aventurero buscando su sitio en un mundo en conflicto— y el artista optaría por uno que todavía no había sido transitado, no de aquella manera. La plasmación de este conflicto, de esta penumbra, es una de las etapas más interesantes y trágicas del personaje y su cristalización, su talismán, se podría ver en la presencia de una espada mágica, la Espada Cantarina, prestada por el propio Arn a Val, que, según el autor, rivalizaría con la propia Excálibur.
La trama, que parte de una premisa más bien sencilla, se va embrollando en sí misma de un modo magistral: el encuentro de los dos fogosos jóvenes termina liando al Caballero Negro —Foster evita dar nombres innecesarios a los secundarios—, y ambos tres se ven engullidos por una incursión vikinga comandada por el pirata Thagnar, y como arrastrados por una resaca marítima enfurecida, van dando tumbos por persecuciones en alta mar, batallas campales, duelos a manos desnudas y un sinfín más de peligros que, como es habitual, se resuelven tanto por el valor como gracias al ingenio.
Durante este arco argumental que cubre buena parte del año, el universo del Príncipe Valiente toma forma. Los vikingos, que siempre aparecerán ligado al pasado escandinavo del personaje, tienen su primer gran protagonismo, así como la navegación, algo menos frecuente en el imaginario de los caballeros andantes. Los escenarios nos sacan de Britania para llevarnos de nuevo al norte y no se trata solo de un cambio aparente: podemos palpar el cambio cultural, los distintos modos de vida.
Gracias al tratamiento de los personajes que hace Foster, quien evita maniqueísmos y busca siempre dar con las motivaciones de todo el reparto, la epopeya resulta tan fresca como sorprendente a pesar de transitar terrenos tan resbaladizos como Thule, a donde se encamina Val, aun a riesgo de cruzarse con el usurpador del trono de su padre, solo por el deseo de encontrar a la amada Ilene. El final, trágico como no podía ser de otra forma, es otro de los pilares del carácter del personaje. En cierta manera, hemos asistido al paso de la adolescencia a la juventud del personaje. Sin embargo, y a pesar de todo lo ya vivido, para nuestro Romeo no ha llegado el final, sino que se abre ante él todo un mundo por seguir descubriendo.
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