Cuando Alberto Bouzas recibió la llamada de la señora Freire, con una rapidez profesional se cambió de ropa y se dispuso a cumplir con su trabajo.
A sus cerca de sesenta años, hacía más de treinta que cumplía con eficacia su oficio de exterminador de toda clase de plagas, aunque él disfrutaba especialmente acabando con las ratas. Siempre había aborrecido aquellos roedores, y el hecho de acabar con la vida de una de esas asquerosas criaturas le llenaba de un cruel y morboso gozo. Alberto cogió las llaves de su vieja y destartalada furgoneta Volkswagen y salió de su piso.
Marta Freire Muñoz vivía a las afueras de la ciudad, no muy lejos de la playa de Doniños. Su casa era una de aquellas viejas construcciones que todavía se pueden ver en algunas aldeas y en las afueras de pocas villas. Hasta allí condujo su vehículo Alberto, en un viaje de unos cuarenta y cinco minutos. En aquellos días, Ferrol estaba insoportable con tanta obra y cambio de sentido.
Aparcó frente a la entreabierta verja que daba acceso a la finca y salió de la furgoneta. Frente a él, detrás del oxidado portal, había un pedregoso camino que serpenteaba hasta la entrada de la casa. Abrió el maletero de la Volkswagen y cogió de su interior una mochila que se puso a la espalda. También se colocó una riñonera en la cintura. Después cerró el maletero y recorrió el camino hasta la puerta de la casa. Como no vio ningún timbre ni pulsador, no tuvo más remedio que golpear la puerta con los nudillos. Al cabo de un rato, oyó una cascada voz femenina que procedía del interior. La puerta se abrió hacia dentro y se encontró cara a cara con una anciana de unos noventa años.
-¿Sí? –preguntó con una voz estridente que no le gustó nada.
-Soy Alberto Bouzas, el exterminador –respondió Alberto-. Usted me ha llamado hace unos cuarenta y cinco minutos.
-Sí, es cierto –respondió la señora Freire-. Lo cierto es que tengo un problema gordo, en el sótano. Pase, por favor.
El interior de la casa era tan viejo como el exterior. En una esquina, un viejo televisor en blanco y negro emitía “La ruleta de la fortuna”. Un poco más cerca de la entrada había una apolillada mesa sobre la que descansaba un anticuado teléfono negro de rosca y una de esas radios de madera que tanto gustan a los coleccionistas. Bouzas observó estos detalles con interés y después giró la cabeza hacia la anciana.
-Bueno, usted dirá –dijo-. ¿Cuál es el problema?
-Ratas –respondió Marta-. Ratas en el sótano. Y por el ruido que hacen, parecen grandes.
-No hay rata lo suficientemente grande para mí –aseguró Alberto, esbozando una sonrisa confiada-. Le aseguro que esto no me llevará mucho tiempo.
-No se confíe tanto –replicó Marta-. Ese sótano es muy grande. Mi marido, que en paz descanse, amplió el sótano con un túnel que llega casi hasta la playa. Quizá tenga que caminar mucho, ¿no quiere que le prepare algo? Puedo hacerle unos bocadillos…
-No se moleste, señora. Si hay que andar, se andará, pero le aseguro que hoy acabaré con esas ratas. Me gustaría empezar cuanto antes. ¿Puede conducirme hasta la entrada del sótano?
La vieja asintió con la cabeza y guió al exterminador hasta unas descendentes escaleras que acababan en una descolorida puerta roja, o que al menos parecía que una vez había sido roja. La anciana bajó con cuidado los peldaños y sacó un manojo de llaves de uno de los bolsillos del mandilón que llevaba. Jugueteó un rato con ellas hasta que escogió una especialmente grande. La introdujo en la cerradura de la puerta y la giró. Un sonido metálico curiosamente alto indicó que estaba abierta. La señora Freire empujó la puerta y accionó un interruptor que había en la pared izquierda de la nueva sala. La luz del sótano se encendió al instante, mostrando su interior, hasta aquel momento oculto. Alberto se acercó y miró hacia dentro. Era un típico sótano. Había estado en varios como aquél en numerosas ocasiones. Lo que más le llamó la atención fue un pasillo que estaba al fondo.
-Bueno, señora –dijo dirigiéndose a Marta-. Esto ya es cosa mía. Usted vuelva junto su programa, que yo me ocupo de esto y lo arreglo en un periquete.
-Como quiera –replicó la señora Freire-, pero haga el favor de tener cuidado. El último tramo del sótano está bastante oscuro. Mi difunto marido no llegó a instalar bombillas en esa parte.
Alberto miró cómo la anciana subía las escaleras y luego entró en el sótano, cerrando la puerta tras de sí. Lo primero que le llamó la atención fue la cantidad de polvo que había en el lugar. Daba la impresión de que hacía siglos que no limpiaban allí. Había tanto polvo que se vio obligado a ponerse una mascarilla. Después paseó un poco por el lugar, examinado especialmente el suelo. Por fin, encontró lo que andaba buscando desde un principio. Se agachó y cogió algo del polvoriento suelo. Parecía una pequeña voluta de chocolate, pero no lo era. Alberto sabía perfectamente qué era eso. Excremento de rata.
Siguió caminando en círculos, tratando de encontrar un rastro o una pista que le condujera a la madriguera de los animales. Sospechaba que era una plaga numerosa, pues la señora Freire había dicho que hacían mucho ruido, y eso podía darle más bien una idea de la cantidad, y no del tamaño. Tuvo suerte. Había tal cantidad de polvo que las huellas de las diminutas patas eran perfectamente visibles. Siguió el rastro y durante un rato estuvo dando vueltas hasta que descubrió varias huellas que seguían una misma dirección. Fue entonces cuando descubrió que el rastro se dirigía al túnel. El exterminador resopló. No le apetecía internarse en aquel pasillo, pero el deber era el deber.
En esa parte del sótano había más polvo que en el resto del lugar, haciéndose más clara la pista de las ratas. Caminó durante un buen rato, inspeccionando las paredes. No había rastro de lo que pudiera parecer una madriguera. Al cabo de media hora, vio la primera rata muerta. Se agachó para examinarla mejor, una pierna apoyada sobre un pie y la otra sobre la rodilla. Estaba completamente destrozada. Sus ojos muertos estaban abiertos, mirando a ninguna parte. La boca, abierta y llena de sangre, parecía estar soltando un último y estremecedor chillido. Tenía el abdomen abierto, y de éste brotaban sus intestinos desgarrados. Le faltaba una pata delantera y un trozo de una de las traseras. La cola estaba intacta.
Alberto se levantó asqueado y continuó andando. Quizá aquella rata había sido atacada por sus hambrientas compañeras. Aquellas cosas solían pasar. Entonces, mientras pensaba en esto, se encontró con otro cadáver, pero en peor estado que el otro. A esa rata le habían arrancado la cabeza, y parecía que de un solo mordisco. Era posible que la señora Freire tuviera un gato, se lo tendría que preguntar más adelante.
Caminó durante un rato más, hasta que las bombillas que colgaban del techo quedaron atrás. Durante todo el transcurso del camino se encontró con más ratas muertas, todas ellas destrozadas. Como el túnel había comenzado a oscurecerse, sacó una linterna de su riñonera y alumbró a las húmedas paredes. Hacía un rato que había empezado a oír ruidos en ellas, como de garras arañando. El ruido se hacía más fuerte conforme iba avanzando. Eso significaba que se estaba acercando a la madriguera.
El ruido era ensordecedor, no le extrañaba que a la señora Freire se le hubiese ocurrido pensar que era producido por ratas especialmente grandes. Pero eso no preocupaba al exterminador. Muy pronto acabaría con sus odiosos chillidos, no importaba cuántas fueran. Fue entonces cuando llegó a un punto de la pared donde el sonido era substancialmente fuerte. Golpeó la fría roca con los nudillos y escuchó un ruido hueco. Se encontró con que a ras de suelo había una pequeña obertura. Se agachó y escudriñó en su interior, pero estaba demasiado oscuro. Como pudo, alumbró con la linterna el interior de la pared y quedó impresionado y asqueado con una visión que no se esperaba. El habitáculo al que daba acceso la pequeña grieta estaba completamente infestado con ratas. Miles de especimenes se agolpaban unos sobre otros, y se estremecían ante la luz de la linterna.
Alberto se recuperó de la impresión inicial y se puso manos a la obra. El número de ratas era muy superior al que había imaginado, pero eso no era problema para él. Agarró la mochila que portaba y la apoyó sobre el suelo. Corrió cuidadosamente la cremallera y extrajo un curioso artefacto. Parecía una pequeña bomba que funcionaba con gasolina. Conectado a la máquina, un largo tubo grisáceo se retorcía en el suelo. También cogió de la mochila una botella de plástico verde que tenía en el centro una etiqueta con una gran “X” impresa. Sacó con cuidado el tapón de la botella y vertió un poco del líquido que contenía en un depósito del artefacto. Después de cerrarla, volvió a guardar la botella y procedió a introducir el tubo en la abertura de la pared. Conectó la bomba al segundo intento. El líquido empezó a calentarse y a producir un gas verdoso, que salió disparado por el tubo hacia el interior de la madriguera. El exterminador esperó diez minutos, con la máquina bombeando, y la apagó. Cuando volvió a mirar hacia el habitáculo, todavía quedaban restos del gas. Vio el mismo número de ratas que antes, pero ya no se movían ni chillaban. Las pocas que quedaban con vida se arrastraban temblorosas y delirantes, y era evidente que pronto morirían.
Alberto guardó la máquina y caminó de regreso a la casa. Alguien tenía que ocuparse de tirar la pared y recoger los cadáveres, pero él no se iba a ocupar de eso. Él había cumplido con su obligación. Fue entonces cuando oyó el ruido. Era un sonido como el que había escuchado en la otra madriguera, aunque algo más suave. Eso significaba que había otro escondrijo. El exterminador se volvió para internarse aún más en el túnel y buscar la otra guarida, pero frenó en seco. A unos cien metros, la luz de su linterna iluminó la enorme silueta de un animal. Ocupaba todo el ancho del pasillo, y lo miraba con viciosos ojos rojos. Alberto retrocedió dos pasos, y la criatura avanzó tres más. Con un terrorífico chillido, el animal empezó a correr hacia el exterminador, y éste dio media vuelta e inició la huida. Corrió con todas sus fuerzas, pero podía sentir que la bestia estaba cada vez más cerca. Cuando dejó atrás los primeros cadáveres de ratas, echó una mirada hacia atrás y vio que el animal se detenía a devorar alguno de ellos. No sin esfuerzo, llegó a la parte iluminada del túnel, así que se deshizo de la linterna y volvió la cabeza. Ya no podía ver al animal que le perseguía.
El exterminador salió del túnel y cayó al suelo, agotado. Se quedó de rodillas y se apoyó con las manos, recuperando el aliento. Un momento después, se incorporó. A pesar de que aquel extraño animal parecía que ya no le seguía, todavía estaba en peligro, y lo estaría mientras permaneciese en el sótano. Se abalanzó sobre la puerta y trató de abrirla, pero para su sorpresa, estaba cerrada con llave. Aporreó como un loco la madera, hasta que una voz del otro lado de la puerta le habló. Era la señora Freire.
-¿Ha terminado, señor Bouzas? –dijo con un tono de voz pausado y sereno.
-¿Por qué ha cerrado la puerta? –replicó furioso el exterminador, ignorando la pregunta-. ¿Está loca? ¿Tiene idea de lo que hay aquí abajo?
-Sí, la tengo –respondió Marta-. Y por eso mismo he cerrado. No podrá salir de ahí hasta que haya acabado con las ratas, y me refiero a esas grandes que parece que acaba de conocer.
-¿Qué? –exclamó Alberto-. ¿Ese animal tan grande que me ha atacado era una rata? ¡No es posible!
Transcurrió un silencioso y angustioso minuto antes de que la señora Freire volviese a hablar.
-Escuche, señor Bouzas –dijo-. No es usted el primer exterminador que contrato, pero todos se comportan de la misma forma. Acaban con las ratas comunes, pero cuando se encuentran con esas dos grandes, huyen de mi sótano para no volver más.
-¿Cómo dice? –dijo Alberto-. ¿Quiere decir que hay dos grandes?
-Eso es lo que me han dicho los otros –respondió Marta-. Ahora no me interrumpa y escuche. No pienso permitir que otro exterminador se marche sin solucionar el verdadero problema. Así que no abriré la puerta hasta que no acabe con esas dos ratas.
Alberto aulló como un loco y exigió a la anciana que le abriese la puerta, pero la única respuesta que recibió fue el ruido del televisor a todo volumen. Se volvió y miró hacia la entrada, aterrorizado. Estaba encerrado con dos voraces ratas gigantes, se merecía más que los veinte euros que le iban a pagar.
Estudió con atención el interior del sótano, buscando algo que le pudiese ayudar. En una esquina había una manguera enchufada a un grifo, y eso le dio una idea. Miró por un enchufe en las paredes, y no tardó en encontrarlo. Lo que ahora precisaba era una alargadera, y la localizó en uno de los estantes. Con un cuchillo que llevaba en la mochila, cortó uno de los extremos del cable y el otro lo enchufó en la clavija eléctrica. El próximo paso fue mojar con la manguera el suelo que se extendía ante él, hasta que se formó un gran charco. Entonces, se recostó contra una pared y esperó.
Unas tres horas más tarde, empezó a distinguir el sonido de las garras arañando, y sabía que algo se estaba acercando. Contuvo el aliento, expectante, mientras el ruido se hacía cada vez más fuerte. Agarró con fuerza el cable y miró el inmenso charco que había delante de él. Sabía que sólo tenía una posibilidad para salir con vida de aquella situación y, ¡maldita sea!, la aprovecharía.
Poco a poco, le fue llegando el sonido de una respiración jadeante y furiosa, y asió con más fuerza el cable. Del túnel surgió una enorme mole de pelo grisáceo. Su hocico rastreaba con nerviosismo el aire, mientras emitía pequeños chillidos. Era la rata más grande que había visto en su vida, mucho más grande que cualquier perro que conociera. Se detuvo ante el charco y miró directamente al exterminador. Alberto estaba tan asustado que casi había dejado caer el cable, pero se repuso en seguida y aguardó. En el momento en que la rata se internó en el agua, el exterminador soltó el cable, cuyo cobre se hundió en el charco. El agua actuó como transmisor de la electricidad y traspasó el cuerpo de la rata. La corriente empezó a recorrer el cuerpo del animal, haciéndolo temblar con violentas sacudidas. El pelo del roedor entró en llamas, y un humo negro comenzó a salir por sus orejas, boca y fosas nasales. Tal como Alberto se había imaginado, el sistema eléctrico estaba tan anticuado como el resto de la casa, y por eso no saltaban los plomos. Cuando quitó el enchufe, la rata cayó al suelo sin vida, de lado y todavía en llamas.
El exterminador lanzó un grito de júbilo. Ya había logrado acabar con una, y sospechaba que la otra no tardaría en tener el mismo final. Su alegría cesó cuando otro enorme animal llegó a través del túnel. Tenía una espesa mata de pelo negro, y le observaba con unos ojos tan rojos como los de la otra rata. Alberto se acercó al enchufe, cogió el cable y gritó a la bestia.
-¡Venga, acércate, hija de puta! ¡Tengo un regalito para ti!
Pero el animal no se acercó. Desplegó dos grandes alas membranosas, negras como la noche, e inició el vuelo por encima del charco. Mientras el monstruo se abalanzaba sobre él, Alberto se sorprendió pensando en una vieja adivinanza de su juventud:
“¿Cuál es el único animal cuyo nombre contiene las cinco vocales?”
Me encanta el terror que encierra este relato: el de la señora que se empecina en no abrir. Es tan real, y tan cotidiano, que tiene algo de terrible tragicómico. Sin duda, mi relato preferido de cuantos te he leido. Me encanta como se precipita hacia el final, y esa escena con la puerta de por medio.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.