Una serie de consideraciones que me sugirió la lectura de “The Drake-Halleck Review” de Edgar Allan Poe.
A estas alturas de la vida todavía no sé si las musas existen o no. Lo que sí sé a ciencia cierta es que la lectura suele estimular la inspiración. Cuando dicha lectura es de un autor clásico, las posibilidades de plantearse una reflexión más o menos interesante aumentan. Edgar Allan Poe, en nuestros tiempos, es un clásico indiscutible. No es de extrañar, por lo tanto, que uno de sus ensayos me incitara a escribir este artículo.
El caso es que Poe no fue siempre considerado como tal por sus contemporáneos, ni siquiera en poesía, sino que tuvo que batirse el cobre como ahora nos toca a nosotros. Su indignación es comprensible cuando los mecenas de aquellos tiempos centraban su atención en otros autores. La situación que atravesaba la literatura, como siempre, era muy particular, especialmente en Estados Unidos, y considerando ese entorno es cómo nació mi reflexión.
Para explicarla, expondré algunos antecedentes, aclarando por adelantado que no soy historiador y menos aún experto en historia americana. Esto no me ha impedido, no obstante, colegir algunas cosas del texto de Poe. La primera, y tal vez principal, fue que, durante varios siglos, los colonos, y después de los inauguradores de los Estados Unidos de América, volvían su vista a Europa para buscar no ya referentes literarios, sino la aprobación del viejo continente.
De hecho, al parecer, los norteamericanos no se atrevían a considerar bueno un autor compatriota hasta que los escritores y críticos europeos, más concretamente los ingleses, diesen el visto bueno a su obra. Las referencias a los viajes por el viejo mundo o las cartas de recomendación con matasellos del mismo parecían ser determinantes hasta, más o menos, los tiempos de Poe. Hawthorne (La letra escarlata, 1850; La casa de los siete tejados, 1851), uno de sus coetáneos, es considerado, de hecho, el primer novelista moderno estadounidense, el primero en crear un estilo “autóctono”.
Llegados a este punto, siguiendo uno de esos movimientos pendulares tan propios de la sociedad humana, el ámbito literario estadounidense pareció tomar la decisión de prescindir por completo de las apreciaciones transatlánticas. Fue entonces cuando sus propios críticos se centraron en sus autores y, poniéndose la opinión europea por montera, empezaron a hablar de las maravillas de sus compatriotas, gustasen o no en el viejo mundo. La opinión de esos retrógrados europeos no estaba, a partir de ese momento, capacitada para entender la magia del nuevo continente.
Poe, que destacaba por ser un crítico mordaz, no se contuvo a la hora de censurar dicha política en la introducción de su artículo “The Drake-Halleck Review”. Imagino que a muchos de sus contemporáneos se les pasarían por la cabeza los viajes del poeta a Inglaterra y su buena acogida en Francia gracias a las traducciones de Baudelaire. Las lenguas maledicientes han existido siempre, y más si se estimulan con algunas verdades.
En contraposición a estos mecenazgos políticos, destinados a ensalzar los autores nacionales para asentar las letras del neonato país, Poe, siguiendo su espíritu pragmático de científico, expone que únicamente los poetas están cualificados para juzgar la poesía -lo que no quiere decir que lo hagan correctamente por otros factores personales- y que ésta debería medirse según la intensidad con la que despierta la naturaleza poética intrínseca del lector.
Resulta obvio que con estos parámetros para medir la calidad de un poeta, o de un escritor, poco debería contar su nacionalidad. Pero también deja en evidencia lo poco adecuados que son los mecenas clásicos, cuya única característica indispensable es la riqueza, a la hora de juzgar a aquéllos que protegen.
La importancia del mecenazgo a lo largo de la historia es indiscutible. Su poder, a día de hoy, también. Es por ello que me parece interesante compartir la reflexión sobre su esencia que despertó en mí “The Drake-Halleck Review”.
Hemos leído sobre la indignación de Poe al ver protegidos a autores por un motivo equivocado -su nacionalidad- y estamos de acuerdo en la incapacidad a priori de los mecenas para juzgar correctamente las obras de sus protegidos. Este callejón sin salida se complica, además, al tener en cuenta las motivaciones del mecenazgo.
En la antigüedad, ésta era una actividad destinada a aumentar el prestigio de los pudientes. No era una actividad lucrativa, sino, en cierto modo, publicitaria. La gloria, la fama, el fasto eran los objetivos buscados al incluir un nuevo artista en la corte.
Al evolucionar la sociedad con el tiempo, y con ella las estructuras subyacentes, el objetivo del mecenazgo cambia y adquiere matices más propios de la modernidad: el patriotismo y la exaltación de la propia cultura.
Más o menos loables, más o menos incorrectos, ninguno de estos objetivos se alcanza más fácilmente si el mecenas engaña. Necesita a buenos artistas, tiene el poder para aglutinarlos a su lado -de modo directo o indirecto dependiendo de los tiempos- y lo hace en función de cuánto pueden lucir. No existe impedimento para que pida consejo a otros artistas o a gente cualificada para emitir un buen juicio. Con errores como los que señala Poe, el sistema, tarde o temprano, va funcionando, y de un modo u otro, a veces a título póstumo, los mecenas uniendo sus nombres a los de sus “protegidos”.
Sin embargo, a día de hoy todos estos motivos han cambiado. Ahora ya no existe, al menos en el ámbito literario, un mecenazgo por alcanzar la gloria, el esplendor. El único parámetro que cuenta en nuestro sistema global capitalista es el económico. Y esto ha hecho que el mecenazgo se vuelva hipócrita.
En la actualidad, cuando un mecenas decide poner bajo su manto a un autor, es para que éste rinda económicamente el máximo posible. Su calidad literaria es un factor secundario en el mejor de los casos. Las críticas son elementos de marketing, no púlpitos para opinar. Los premios no son galardones a las letras, sino etiquetas para aumentar las ventas. Ésa es, a mi parecer, la degeneración que ha hecho que el mecenazgo ya no proteja al arte, al menos en nuestro ámbito. ¿Cómo dejará un mecenas que el autor desarrolle su obra libremente si espera un beneficio económico inmediato de la misma?
En principio, el límite que controlaría las malas actuaciones del mecenazgo sería la propia opinión pública libre. Sin embargo, no se puede ser optimista a ese respecto viendo la poca memoria colectiva de estos tiempos y el escaso efecto que tienen los fiascos descubiertos en dichos patrocinadores.
Lo cierto es que el mecenazgo es posible y podría dar buenos resultados si, precisamente, el público consumidor, real baremo actual del fasto de los patrocinadores, mantuviese una postura crítica. Hay, de hecho, mecenas que sí siguen interesándose en mantener buenos artistas bajo su protección.
Sigue en pie el problema de discernir quién es y quién no es buen artista y, por lo tanto, susceptible de ser “protegido”. Se podría pensar que en el libre mercado un buen autor no necesita a nadie que le respalde, pero esto es un simplismo. Es importante que existan galardones, así como es importante que éstos no queden marcados por el factor económico. Es necesario, también, que existan críticas literarias independientes.
¿Será posible que en una sociedad donde todo se mide a través del beneficio económico existan mecenas que no pretendan disfrutar del mismo o todo mecenazgo se habrá convertido en una burda inversión? Quizá la única solución viable sería que las instituciones públicas asumieran el rol que los particulares ya no están, mayoritariamente, interesados en asumir. Si no existiera la sospecha de que también éstas han caído bajo el influjo del rendimiento económico, podríamos ser optimistas.
Sin embargo, y se me perdone la digresión con los puntos precedentes, no quiero cerrar el artículo con este aire derrotista e inflamado. Este año pasado participé, en Francia, en un interesante coloquio sobre el mecenazgo en el arte contemporáneo en el que quedó claro que sí es posible conciliar todos estos elementos dispares que son intrínsecos a nuestra sociedad. El modelo que presentaron tal vez fuera aplicable al ámbito literario.
Según el mismo, la selección de artista se realiza por un comité especializado, pagado por el mecenas quien, además, corre con los gastos de la obra, en este caso la edición y promoción. El autor, en caso de éxito, devuelve la inversión al mecenas, fijándose de antemano la cantidad para evitar especulaciones en caso de un éxito inesperado. ¿Una solución moderna a un problema clásico?
No hace falta ser muy avispado para percibir la cantidad de puntos débiles que tiene este modelo aplicado a escritores, especialmente adaptándolo a nuestra cultura. Quizá pudiera ser, no obstante, el punto de partida de un nuevo enfoque del mecenazgo. Se abre el debate, espero.
Vayamos por partes.
La primera es la defensa de los autores propios por motivos nacionalistas. En España realmente lo normal es lo contrario, que los nombres extranjeros creen mayor confianza. Bueno, entre los nacionalismos sí que existe el mecenazgo de la literatura escrita en otras lenguas españolas. Habría mucho que decir de esto pero no voy a descentrar el tema.
Lo segundo es el mundo editorial. El editor de una pequeña y nueva editorial me comentó que lo mejor de este mundo eran los escritores pese al tópico del autor arrogante y frío. Su opinión de los editores había empeorado notablemente con su trato con éstos. Ah, el libro es negocio y yo no consideraría que exista un mecenazgo privado más allá de ciertas tapaderas. Ahí está el último premio Minotauro, que es una completa vergüenza y desprestigia un premio que se supone que debería servir para defender la cantera.