Nigromancias

Imagen de Brutal Ball

Entra una nueva pieza en el juego: Tumulari, el nigromante

 

En contra de la opinión popular, la nigromancia no va de lo que hay tras la muerte, sino de vivir la vida. Uno no mantiene un ejército de no-muertos en pie para acabar como ellos, sino todo lo contrario: para posponer ese momento todo lo posible, para que le sirvan, para que se ocupen de todo, y con la boca bien cerrada, claro. Esa es una ventaja clave con los cadáveres ambulantes frente a otros tipos de lacayos... siempre y cuando la hechicería funcione como está previsto.

Tumulai nunca había albergado ninguna duda al respecto. Provenía de una rancia familia de necrarcas y no había resquicio en la nigromancia que no conociera de primera mano. Por eso, sabía que para él, como así había sido para sus ancestros, el infierno comenzaría con su muerte, cuando, inevitablemente, comenzase su no-vida. Porque ese es otro aspecto insoslayable de la necromancia: cuando tienes la llave del Más Allá es imposible sustraerse a sus llamadas por horrible que sea el destino que te aguarda. Es algo que va en el negocio. Algo en lo que es mejor no pensar demasiado incluso cuando el viaje al otro mundo vaya a ser en clase VIP.

Hasta cierto punto, es difícil disfrutar de las sedas, las joyas, los manjares y los placeres de la carne cuando te los sirven aquellos para los que estarán vedados por toda la eternidad. Si te descuidas, acaban por saberte a ceniza. Y por eso eso Tumulai estaba de un humor tan terrible aquella noche tormentosa en la que los augurios teñían el cielo: porque había algo que distraía su precario equilibrio mental, un algo que nada tenía que ver con la nigromancia pero que insistía en meter sus narices en sus negocios. Templos, lo llamaban. Aquel maldito mestizo lo estaba volviendo loco.

Cuando había oído hablar de él por primera vez lo había tomado por una excentricidad más de cuantas ocupan a los ociosos que orbitan en torno a las satrapías. A él solían irritarlo, a veces impacientarlo, pues su arte requería de una disciplina y una dedicación que la mayor parte de aquellos emperifollados cortesanos ni comprendían ni experimentarían en su vida. ¡Los no-muertos no realizan su cometido por sí solos! Hay que vigilarlos constantemente, facilitarles la savia preternatural justa y medida, no demasiada para que no se rebelen, pero sí la suficiente para que puedan continuar su trabajo sin languidecer como juguetes rotos. Es un equilibrio sutil. Por eso no se sentía a gusto en aquellas decadentes fiestas en las que todo era exceso y hedonismo sin medida. Cualquier día, se decía, todo ese fasto terminaría en uno de esos ciclos sangrientos a los que tan aficionada es la Historia. Un día quizás no muy lejano, porque el tal Templos había dejado de ser una curiosidad que discutía con pregoneros y retóricos callejeros para convertirse en un líder de masas, y eso, en un lugar como la Ciudadela, donde la paz y el orden son bienes precarios, era como pasear una tea encendida en pajar bañado en aceite.

Sí, le escuchaban. A ese maldito mestizo salido de alguna academia olvidada. Y no solo los escribas y los bibliotecarios con los que suelen codearse los de su calaña, sino también artesanos, guardias, comerciantes, viandantes de todo tipo, ¡incluso algún aristócrata! Su oratoria había calado en mitad del tedio y aquellos pomposos perros falderos de las satrapías le estaban dando alas sin ser conscientes de ello.

Ahora había dejado de hacer críticas generales, había aparcado los juegos dialécticos y había empezado a envenenar a la opinión pública con asuntos concretos. Con sus asuntos, en concreto.

Tumulai no se llevaba a engaño. Los nigromantes suscitaban envidias desde el amanecer de los tiempos. Desde el cacique orco más brutal al más modesto de los comerciantes hobbits, todos suspiraban por tener sirvientes como los suyos: dóciles, baratos, eternos. Obviaban que alzarlos es todo un arte, un peligroso arte que juega con el equilibrio entre la vida y la muerte y que cuesta generaciones dominar... salvo en contadas excepciones, casos aberrantes de advenedizos cuyos experimentos, por lo general, terminan en catástrofes y hecatombes.

Sí, lo obviaban porque eran ignorantes y querían seguir siéndolo. Todos agradecían que existieran los no-muertos para encargarse de las tareas más ingratas, para desatascar los sumideros ahí donde ni los goblins entran, para fabricar pergaminos baratos o túnicas para la plebe, para arriesgarse en las minas olvidadas cuando los propios enanos las abandonan. Por todos los huesos del Supremo Osario, ¡hasta qué punto llegaban a ser ignorantes!

Ahora el tal Templos decía que los contratos de ultratumba era abusivos, que en el epicentro de la civilización que es la Ciudadela resultaba impensable que pudieran mantenerse condiciones de trabajo como aquellas. ¡Igual pretendía que hicieran sus negocios aún más ocultos, igual incluso extramuros! Qué osadía...

Pero, ¿es que había protestado algún no-muerto? Por supuesto que no. Quizás alguna momia descarriada o algún tumulario bajo el influjo de nigromantes de medio pelo, nada de lo que se pudiera establecer una generalidad. Sin embargo, toda excusa era buena para apretar las tuercas a los de su gremio. Eran el sostén de toda la economía, el catalizador que hacía que la maquinaria siguiera funcionando, pero eso no les importaba a la hora rondarlos como buitres. Estúpidos. ¡Qué fácil era criticar a los nigromantes! Sus rostros adustos, siempre tensos por las preocupaciones, resultaban menos simpáticos que los de los aristócratas benévolos, esos malditos evergetas con sus malditas termas, sus malditos estadios y sus malditas competiciones deportivas. Pero eso también iba a cambiar, por supuesto. Tumulari tenía un plan maestro en marcha. Sus Campeones de la Muerte.

Él era lo bastante inteligente para jugar con sus reglas y derrotarlos. Satisfacer al populacho no era, a sus ojos, patrimonio exclusivo de las satrapías. Nada le impediría erigir su propio equipo y cosechar las simpatías de la gente sencilla. Entonces verían esos malditos cortesanos a quién extorsionar y frente a quién humillarse. Además, reclutar una formación completa no debería resultarle en exceso oneroso. ¡Él no tendría que pagar carretadas de oro a sus jugadores! Tan solo había que encontrarlos y, para ello, había destacado a dos de sus acólitos. Era cuestión de tiempo que dieran con un osario en condiciones, quizás con una cripta que contuviese los despojos de algún antiguo lanzador estrella cuyos derechos de identidad hubieran ya prescrito. Una mera cuestión de tiempo, se repitió mientras acariciaba su bola de cristal oscuro convencido de que este siempre juega a favor de los de su ralea. Y entonces, al sintonizarse sus pensamientos con el mistérico mineral del artefacto mágico, la imagen de los susodichos acólitos se materializó en el interior de la esfera.

Caminaban cabizbajos por uno de los corredores inferiores de su palacio, cuchicheando nerviosos entre sí. Sin embargo, aunque siempre lo complacía percibir el temor en sus siervos, aquella vez no se regocijó; no le gustaba ni un pelo lo que iban diciendo.

—Los esqueletos no le han durado ni un asalto, ¡y eran de la última remesa!

—Si llega a enfrentarse a los primeros que alzamos los hubiera hecho astillas —susurraba el jorobado—. No sé cómo vamos a decírselo al amo.

—Quizás sea mejor no mencionar esa parte. Tal vez baste con decirle lo del espía y la intrusión en sus catacumbas.

—¿Y cómo explicar los desperfectos en el material? No se va a tragar que se lo han hecho entre ellos si montamos un entrenamiento de demostración. Están a años luz de conseguir esa potencia de juego...

—Tienes razón —admitió el alto, más pálido aún que el instante precedente—: nunca conseguiremos resultados así trabajando con estos malditos sacos de huesos.

La ira de Tumulari se concentró de tal manera que la bola de cristal estalló entre sus dedos liberando una bruma espectral y robándole unas gotas de sangre mustia. Aquello no podía quedar así. La naturaleza traicionera de sus lacayos era aceptable, por supuesto, pero no que sus planes deportivos se vieran frustrados antes siquiera de arrancar.

Tendría que ocuparse de ese intruso, y tenía medios más que suficientes para conseguirlo.

 

¿Sabías que...

...un buen puñado de jugadores de Brutal Ball debutan en el terreno de juego después de muertos?

La legislación de la Ciudadela permite que aquellos trabajadores que no hayan cotizado lo suficiente en vida a la Tesorería Unificada cedan sus cuerpos a los colegios de nigromantes para su utilización como sparrings o, si tienen madera, incluso como jugadores. Muchos, de hecho, prefieren este destino a la alternativa prevista por la ley: que sus cuerpos terminen como materia prima para fabricar osamita ¡o incluso piensos compuestos!

Comixininos

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