Frankenstein, de Edison
En 1910, J. Searle Dawley da un nuevo paso hacia el horror
En el anterior artículo, Tiempo de adaptaciones, vimos cómo la industria del cine de horror volvía su vista hacia la narrativa literaria y tradicional para encontrar argumentos con los que dar una dimensión adicional a sus películas y convertirlas en algo más que espectáculos de barraca de feria. Con esta adaptación de Frankenstein, esta línea experimental llega aún más lejos.
Hay dos elementos diferenciales con las películas que se popularizaron en la década precedente: la inclusión de fotogramas fijos con texto explicativo, que ayudan aún más al aspecto narrativo de la película, y la elección de los escenarios. Como hemos visto, en películas anteriores primaban los escenarios teatrales, muchas veces meros telones pintados con las distintas estancias o lugares donde transcurría la acción. Incluso en las ocasiones donde se partía de un escenario real, como el monasterio de El diablo en el convento, se añadían elementos propios de la tramoya teatral, bien como parte de los efectos especiales, bien como apoyo.
En esta versión de Frankenstein, por el contrario, tenemos la impresión de que todas las escenas han sido rodadas en habitaciones reales, con muebles reales, e incluso se ha optado por un vestuario contemporáneo (de finales del siglo XIX y no del XVIII como correspondería en la novela) para acercar al espectador la historia y hacerla más palpable. En este sentido se ve una auténtica reflexión sobre la transmisión del terror y un deseo de provocarlo y no ceñirse solo a la maravilla de lo estrambótico y lo macabro. Las interpretaciones, todavía sujetas a las limitaciones del cine mudo, sí que siguen siendo, no obstante, exageradas.
Cabe destacar dos escenas. La primera, la de la creación del monstruo, en la que asistimos a un ritual alquimista con su panoplia de esqueletos, polvos mágicos y marmitas bullentes que desmarcan esta primera adaptación de muchas venideras y que es más fiel, a su manera, a lo contado en la novela de Mary Shelley. Por el contrario, prescinde del episodio del robo de cadáveres para crear a la criatura, quién sabe si por limitaciones técnicas o problemas con la audiencia, lo que le permite diseñar un monstruo distinto —con un aspecto que recuerda a un cavernícola y unos movimientos que lo emparentan con los diablillos de filmes precedentes— y desplazar el dilema moral de la novela a otro: aquí, Frankenstein se ve simplemente traicionado por su ambición y su lado malvado, algo sin duda más maniqueo, pero que se ve compensado por el curioso cierre en el que el monstruo desaparece de este lado del espejo para aguardar al otro lado a ser el reflejo de su creador.
El espejo es igualmente la clave de la segunda escena a destacar: la llegada de la criatura al hogar de Frankenstein. Esta escena plantea —y resuelve con acierto— una de las preguntas del millón del cine de terror: ¿cómo enseño al monstruo? Aquí el espejo permite dar una dimensión extra al plano fijo y conseguir un efecto que en el teatro, por los distintos puntos de vista de los espectadores, no sería tan eficaz o sencillo de poner en funcionamiento. La escena funciona a la perfección también por cómo transmite la sensación de acecho que es el motor de toda la película y que con tanto acierto interpreta Charles Ogle.
Con todos estos elementos, el Frankenstein de 1910 es una obra de lo más interesante dentro del género. Por su brevedad y lo compacto de su narrativa, resulta muy agradable su visionado, aunque, sin duda, llamará y llenará más al espectador interesado en los mecanismos del género que a uno convencional.
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