Pasteles de barro
Reseña de la novela de Carlos Martí Mezquita publicada por Autores Premiados
A causa del título, estaba convencido de que Pasteles de barro nos iba a llevar, de alguna manera, a algún infierno mitológico mesopotámico. No obstante, si bien el lado infernal sí que está presente, la novela de Carlos Martí Mezquita, ganadora del II Premio de novela de terror Ciudad de Utrera, bebe de fuentes mucho más contemporáneas.
El planteamiento es simple: una familia se despierta encerrada en una sala con otras personas que, a todas vistas, están sufriendo el mismo cautiverio desde hace tiempo. El escenario es minimalista. No hay apenas nada en él, un recurso utilizado para aumentar la sensación de encierro y aridez de los protagonistas. Un recurso, en definitiva, para transmitirnos la claustrofobia que estos han de sentir.
Hablar de esta novela corta sin entrar en algunos detalles es casi imposible, por lo que a continuación es posible que revele más información de la que sería deseable. Al mismo tiempo, no tengo la impresión de que el autor haya jugado en ningún momento al despiste o a la sorpresa propiamente dicha. El mismo argumento nos lleva hacia un final inevitable en el que, lo sabemos, la salida no es más que un espejismo. Ha de serlo, pues son las propias reglas de la historia.
Pasteles de barro es, así, una novela que se apoya en su propia forma, lo cual, a mi entender, funciona mejor como concepto que como narración propiamente dicha. El escenario, como ya hemos dicho, es crudo, porque lo importante no es la prisión en sí, sino el arquetipo de la prisión. Del mismo modo, la familia protagonista es anodina, porque han de ser identificables con cualquier familia. Esto hace que no tengan demasiado interés por sí mismos y queden desdibujados, paradójicamente, frente a algunos secundarios (de los cuales tampoco se indica demasiado). Las emociones que suscitan no están personalizadas porque así pueden identificarse con más facilidad: la pérdida de un hijo, el miedo a la separación, la incomunicación, etc. Del mismo modo, los intentos de fuga se saben condenados de antemano, lo que acentúa la sensación de desesperanza frente a la emoción de la aventura. Esta tónica general, salpicada con algunos elementos pop (encarnados con mayor claridad en el hombre de la bata), desemboca, sin remedio, en una metáfora en exceso directa.
No es que la novela no funcione. De hecho, funciona a la perfección incluso al optar por unos diálogos explicativos que tienen ecos teatrales. Sencillamente, el concepto eclipsa la narración y el gris de la prisión cubre la lectura. El encierro sensorial, el aislamiento, contaminan el placer narrativo, porque se da más importancia a la idea que a la historia que la acerca al lector.
Es por ello que, a mi parecer, Pasteles de barro es una novela más interesante que, paradójicamente, emotiva. A pesar de encerrar reflexiones muy necesarias y apelar a dramas genuinamente humanos para generar terror, por el escenario aséptico y su estilo distante consigue llegar más a la psique que al corazón. Una obra, en cualquier caso, meritoria por su coherencia.
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