Muchas gracias, Morgan: me alegra que te haya gustado.
La que se esconde bajo el polvo del bazar
Un relato onírico de Patapalo
Nuestros pasos inciertos resonaban, telón de nuestras respiraciones desacompasadas, en el interior de aquel polvoriento corredor. Respirar resultaba difícil, como si una losa oprimiera el pecho. El árabe, sin embargo, avanzaba a un ritmo endemoniado; parecía que nada pudiera o debiera frenar sus pasos. Al final, después de un tiempo indeterminado caminando sin otra perspectiva que el mismo caminar, llegamos a un pórtico bellamente trabajado con intrincado arabescos. Allí, mi guía se detuvo para dejarme paso.
—A partir de aquí —me dijo en su lengua sibilante, que extrañamente no tuve problema en entender—, solo tú puedes continuar.
Aquella declaración me hizo sentir una mezcla de temor y excitación, de esa curiosa emoción que nos embarga de niños cuando entramos por primera vez en un solitario desván o descubrimos una cueva que bien hubiera podido pertenecer a algún bandido. Sin embargo, una nota más funesta vibraba bajo ella, pues sabía, en lo más hondo de mi ser, que lo que iba a encontrar no iba a ser un juego infantil, sino algo mucho más trascendente.
Descendí los escalones en los que desembocaba el pasaje, dejando atrás a mi guía —ese árabe loco—, y frente a mí fueron apareciendo los más inusitados tesoros del mundo: alfombras del Lejano Oriente, hermosas e inquietantes esculturas de ojos rasgados, urnas funerarias delicadamente talladas, bestias disecadas, amarillentos pergaminos y gruesos volúmenes de épocas olvidadas, sugerentes osamentas, tal vez triunfos de trepidantes cacerías, y mil objetos más que solo podían estar compuestos por la más voluble de las materias. Sueños.
—¿Qué lugar es este? —inquirí a mi acompañante sin percatarme de que se había esfumado. Si había una respuesta, debería encontrarla por mí mismo.
Dejé el farol en el suelo, pues no me parecía adecuado perturbar el reposo de ninguno de aquellos tesoros, y me dispuse a inspeccionarlos con atención. Pero, ¿por cuál empezar? Era tan desconcertante aquella amalgama…
Mis dedos acariciaron el lomo de algunos libros, siguiendo las letras de sus títulos, pero estas no arrojaban ninguna luz sobre su naturaleza. La oscura majestad de la Dama Cuervo, La soga, La casa del ahorcado y otros cuentos para no dormir… ¿Qué querían decir aquellos títulos? ¿Por qué me resultaban familiares y, al mismo tiempo, no conseguía reconocer las obras que ocultaban?
—No existen —susurró el pesado aire de la estancia.
Me giré sobresaltado, pero mis ojos no captaron ni el más leve indicio de aquel misterio. Decidí entonces continuar mi marcha. No tenía sentido pararse tanto tiempo frente a aquellas extrañas mercancías. Podría volver más tarde si no encontraba nada de mayor interés en mi deambular. Tenía tiempo. O, al menos, eso creía.
Dejándome llevar por un impulso momentáneo, me acerqué a lo que creía una extraña momia. En la penumbra me había parecido una muchacha, pero los amarillentos huesos que asomaban entre las vendas pronto desmintieron aquella impresión. Se trataba de un ser más retorcido, más complejo y tenebroso. Por sus formas se le adivinaba una naturaleza mestiza, mitad animal, mitad persona. Resultaba aterradora y atractiva al mismo tiempo, como un cofre maltrecho lleno de sorpresas tal vez no muy agradables.
Sin previo aviso, un brusco movimiento entre las sombras me sacó de mis ensoñaciones. Presa de un pánico indescriptible, pues en la paz de los sepulcros no se espera tener compañía, busqué algo con lo que defenderme; un arma, un bastón, cualquier objeto contundente me serviría. Y entonces, cuando me eternizaba en mi errática búsqueda, sumiéndome en la desesperación que solo los sueños pueden tejer, una voz me detuvo.
—No encontrarás ningún arma en el bazar; no ahora.
Miré hacia el rincón del que provenía la voz y mi sorpresa fue mayúscula cuando descubrí a mi interlocutor: ¡un gato! Me sentía tan confuso que me pareció más extraño el no haberlo visto antes —reposaba con indolencia sobre una mullida alfombra persa— que el oírle hablar. Ajeno a mis pensamientos, el felino continuó con su discurso.
—Hay otras cosas que reclaman tu atención en este momento y que no desean esperar. Descorre la cortina de terciopelo. Revela su secreto, pues ya es la hora.
Sin plantearme siquiera desobedecer aquella orden, me acerqué a una gruesa tela de araña que cubría uno de los muros. En mi perturbada lógica, aquella era la cortina de terciopelo, y sabía que tras ella encontraría la respuesta. El gato se sonrió complacido cuando, al fin, mis dedos trémulos retiraron el velo dejando al descubierto un espejo.
Vi su rostro entre manchas de azogue mal curado y polvo de siglos no transcurridos, y al reconocerlo —cómo no reconocer a quien tantas horas de inquietantes lecturas me había brindado— sentí una particular conmoción. No era miedo, ni sorpresa, aunque, por supuesto, supiera que aquel rostro no era el mío. Era una extraña sensación de naufragio, de deriva en un mar demasiado inmenso para ser abarcado siquiera por el pensamiento, de un océano violento e implacable, encrespado, del cual, no obstante, no quería alejarme. Entonces, el gato volvió a hablarme, quizá con una nota de complicidad en la voz.
—No te engañes, escritor, porque nunca has sido él, ni lo eres ahora a pesar de lo que muestra el espejo, ni nunca lo serás; pero es importante que veas este reflejo tuyo, porque la que se esconde bajo el polvo del bazar querrá negar que eres él, que lo fuiste y que siempre lo serás.
Al comprender lo que me decía mi anfitrión, una nota de melancolía tiñó aquellos ojos que no eran míos pero que respondían a mi mirada. ¿Sería cierto? ¿Qué horror era aquel que quería librarme del inmenso mar negro cuyos pecios escupía en este bazar? La misma voz del gato me dio la respuesta, pero esta vez no era él quien hablaba.
—No hace falta que te lo diga porque ya lo sabes tú bien: algún tendrás que dejarte de estas tonterías. —Me volví para enfrentarme a la criatura y un intenso escalofrío me recorrió la espalda al verla en todo su esplendor: prosaica, una anodina persona apilaba impresos al lado de un sencillo ordenador. Sus ojos cínicos no mentían; eran estériles, pragmáticos. Bajo su mirada, todos los tesoros del bazar se volvían tramoya barata, esperpénticos objetos de un todo a cien—. Algún día —continuó triunfal—, tendrás que dejar de escribir.
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¿Dónde fue mi comentario?
Decía que es un relato escalofriante y a la vez hermoso. La pesadilla de todo escritor.
http://literatura-con-estrogenos.blogspot.com
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