Visión hórrida
Un relato breve de terror de la mano de Patapalo
Todos tenemos que morir algún día. ¿Cuántas veces había oído esa frase? Seguramente muchas. Incluso la habría dicho él mismo en alguna ocasión. Pero, a veces, la muerte toca más cerca. Y entonces aparece más siniestra, más cruel.
Nadie le reprocharía aquella noche el mal color, ni el leve temblor de sus manos. Nadie reprobaría su actitud. Puede que, eso sí, le recordasen la máxima; todos tenemos que morir algún día.
El día de todos los santos. La noche de todos los muertos. Los santos difuntos. ¡Qué extraña atracción y qué extraño día para salir con los amigos! Qué extraña resulta la rutina algunos días, y algunas noches.
Las llaves sobre la cómoda, a la entrada. La familia en el salón, de negro. Se les puede ver, a través de las vitrinas, entre el humo y los suspiros. Sollozos, manos cálidas que se apoyan sobre hombros conmocionados. Es el llanto. A él, quieto en la entrada mirando las llaves, le queda el rechinar de dientes. Desearía no haber bebido tanto.
Un tanto avergonzado enfila el pasillo, sin encender las luces. No quiere saludar todavía. No quiere recibir palabras de consuelo. No quiere saber lo ocurrido. Es muy pronto y muy triste. Apenas ha dejado la fiesta, los gritos, las risas; y, sin embargo, parece que la vida ya ha quedado fuera. Es el tiempo del velatorio.
Pero no para él.
Abre la puerta de la habitación, silencioso. La lámpara de la mesilla arroja una claridad amarillenta. Una conmoción le sacude. Sus cabellos se erizan. El padre está ahí. Vela el cuerpo. Su cuerpo. Su rostro pálido sobre la almohada. Su rostro gris de muerte. Polvo al polvo.
Ha encontrado el rostro de la parca. Y es el suyo propio. ¿Quién hubiera pensado que la visión más terrorífica pudiera ser la de nuestro propio rostro?
Todos tenemos que morir algún día.
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