Un artículo sobre la intensa existencia de este escritor
Entre Poe y Lovecraft, Horacio Quiroga (1878-1937). Es, indudablemente, uno de los mejores cuentistas de terror de todos los tiempos. Sus relatos no asustan, sino que se agarran a la garganta, se mueven en la memoria arañando el cráneo desde el interior y reaparecen en sueños y vigilias cuando menos se espera.
Insolaciones, fiebres y picaduras que alteran la conciencia; animales que son casi humanos y hombres animalizados por el agotamiento, el alcohol y la falta de oportunidades; parásitos que se ocultan en la comodidad de almohadones rellenos de lujosas plumas; supersticiones fundidas con realidades en un entorno donde ambas no se distinguen; niños que no terminan de entender la diferencia entre sacrificar animales y personas; amores que se cambian por un revólver de gran calibre, o terminan con un disparo... Las ideas más macabras a pleno sol, con la humedad reblandeciendo los huesos e impidiendo pensar con nitidez. Horacio Quiroga escribía con técnica impecable sobre hechos primarios, brutales.
En cualquier taller literario o curso de bachillerato con profe de literatura enrollado, lo primero que se enseña a los alumnos es su decálogo del buen cuentista. Una tabla sagrada con diez mandamientos que todo aspirante a narrador debe conocer. Unas reglas establecidas, que pueden saltarse, ignorarse o seguirse a pies juntillas, pero que siempre deben estar en la cabeza.
Sin embargo, puede que no sean suficientes. Acaso no baste con conocer las reglas, seguir con la propia vida y aplicarlas —o no— en los propios escritos realizados desde el ordenador, con todas las comodidades, durante el tiempo que dejen libre el resto de las ocupaciones cotidianas.
A Quiroga no le fue suficiente con eso, con la técnica literaria, para transmitir la indefensión, la fragilidad del hombre frente al entorno salvaje, entre humano y animal, si es que hay tal diferencia, o la descomposición del mundo o de su percepción. Tuvo que sentirlo en sus propias carnes y, si encuadernó un ejemplar de Anaconda con una auténtica piel de serpiente, también dejó su propia piel en cada una de las palabras que ahora nos estremecen.
Su padre se disparó accidentalmente y murió cuando él era un niño; su padrastro se disparó intencionadamente y murió cuando él era un adolescente; él disparó y mató accidentalmente a su buen amigo Federico Ferrando cuando ambos eran muy jóvenes. Su primera mujer, dos de sus hijos y él mismo se suicidaron ingiriendo veneno. Pocos meses después de su muerte, dos de sus compañeros y amigos de redacción también se quitaron la vida. Antes de eso, sus dos hermanos murieron víctimas de fiebres tropicales.
Quiroga, ya en vida, era un autor de éxito. Al contrario que la mayoría, ganaba más que suficiente con sus escritos para vivir con cierta comodidad a la que no quiso o no supo amoldarse hasta sus últimos años. Había viajado a París tras la muerte de su padrastro. Después, una vez alcanzado cierto reconocimiento, podría haber vuelto para ahogar sus penas entre cocottes, pastís y absenta. Sin embargo, decidió instalarse en Misiones y fundirse con la naturaleza entre los animales y los hombres.
Se machacó a fuerza de trabajo físico, aprendió mecánica, hizo agotadoras travesías en bicicleta, construyo su propia casa y educó a sus hijos en contacto con la selva, obligándolos a sentarse al borde de precipicios o a sobrevivir y orientarse solos en medio de ningún sitio.
Al pararse a escribir, según sus propias palabras, sentía náuseas; al terminar cada relato, un gran alivio. Se ha especulado mucho sobre las razones por las cuales necesitaba esa clase de estímulos, físicos e intelectuales. Lo suyo era lo inmediato, los relatos cortos, el esfuerzo diario del trabajo de peón, que dejaría a cualquier otro baldado, fue lo que le permitió vivir durante cincuenta y ocho años, sin ceder a las angustias que, muy probablemente, le atormentaban en cuanto tenía un momento de asueto.
En sus últimos años, aceptó un empleo estatal y cambió la brutalidad de la selva por la floricultura, decidió no escribir más, porque ya había hecho lo que quería hacer, retirándose con su segunda esposa y sus hijitos. Pero los cuentos de Quiroga muy raramente tienen un final feliz. La Enfermedad le atrapó, y decidió morir en lugar de marchitarse lentamente; los monstruos acechan escondidos en el interior de los más cómodos almohadones de plumas. Su vida, aparentemente, era una carrera contra sí mismo, debía ser más rápido que la tendencia autodestructiva que le acosaba. Debía convertir esta en palabras.
De ser descubierto por algún productor cinematográfico espabilado, podría ser objeto de un biopic que parecería una película de aventuras exageradamente brutal, siniestra y oscura.
Los diez mandamientos de Quiroga son imprescindibles. Sin embargo, para escribir como lo hizo Horacio Quiroga, quizá sea necesario escoger la vida que él escogió. Ese es el precio que tuvo que pagar.
Magnífico el artículo, con toda la intensidad de este escritor. Los relatos de Quiroga me impresionaron desde el primer momento. Era como leer algo muy distinto a lo que estaba acostumbrado. Después de muchas ghost stories, esto era algo nuevo y no solo por los escenarios, sino por el propio encuadre. Un grande, sin duda.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.