Hijos de la Rabia: Azareel

Imagen de Whiralais

Primera entrega de la novela de fantasía de Whiralais

 

Beit She’an1, Canaan, año 666 A.C.

Las cenizas aún humeaban un poco sobre la tierra. El hombre, de cabello castaño y algo canoso contemplaba como habían quedado los restos del que fuera su hijo. Lo había matado en venganza contra su madre por no querer seguir soportando sus malos tratos. “Ella se lo ha buscado”, pensó. Con un rastrillo esparció las cenizas entre los árboles para que nadie las encontrara. Ojalá hiciera viento y se las llevara, pero aquella noche todo parecía paralizado, salvo él arañando la tierra. Como en respuesta a su deseo una ráfaga de viento sopló agitando las cenizas. Se le cortó el aliento cuando vio que no se alejaban sino que se arremolinaban frente a él tomando forma humana. Una voz hueca y profunda le habló.

—¿Por qué lo has hecho?

La voz había cambiado pero era la suya. Y en las ondulantes cenizas podía reconocer sus rasgos.

—¿Hijo? ¿Azareel2?

—Ya no soy tu hijo. ¡Responde! ¿Por qué lo has hecho?

—¡Fue culpa de tu madre! –respondió asustado retrocediendo. La figura avanzó hacia él—. ¡No obedecía, quería irse! ¡No tenía derecho!

La figura negó con la cabeza.

—No, no te he preguntado por qué me mataste. Te he preguntado por qué me diste la vida para luego quitármela.

El hombre se quedó sin saber qué contestar. No había pensado en eso.

—Fue tu madre, ella tiene la culpa… —repitió en un balbuceo incapaz de enfrentarlo.

Aún en la oscuridad vio como el rostro se contraía en una mueca de odio y rabia. Las cenizas se agitaron y se alzaron en el aire lanzándose contra él. Se le metieron en la boca, los oídos y los ojos abiertos de par en par. Cuando pasaron todas cayó al suelo, muerto. Volvieron a arremolinarse formando la figura otra vez. El color gris se fue desprendiendo en su mayor parte quedando algo parecido a lo que fuera en vida. La esencia arrebatada al alma de su padre le había conferido un estado semicorpóreo y poder al mezclarse con la rabia y el sufrimiento que sintió al ver a su padre matarlo. Miró a su alrededor. Las cosas habían cambiado; una especie de niebla las distorsionaba y podía ver el ciclo de la vida y la muerte sucediéndose a su alrededor. El ciclo natural, no forzado como había sido el suyo. El dolor y la satisfacción de la venganza pugnaban por apoderarse de él.

—Nunca te dejará de doler –dijo una voz a sus espaldas—. Pero te hará más fuerte.

La figura se volvió. Lo que parecía un hombre lo miraba atentamente. Sus ojos brillaban de color rojo como ascuas de una hoguera sin llamas y lo rodeaba un aura intensa y perversa. Le sonrió con una sonrisa maligna que le recordó el mal visto en el rostro de su padre cuando lo mataba.

—¿Quién eres y por qué estás aquí?

—Soy Mefistófeles, o Mefisto, como prefieras, y estoy aquí para ayudarte.

—No me fío –le espetó—. No sé de dónde vienes.

Mefisto miró hacia arriba esbozando una media sonrisa.

—Bueno, digamos que mi padre tampoco me quería.

—¿También te mató?

—No –contestó el ser aguantándose la risa—. Me echó de casa.

La figura se volvió. No le interesaba aquel desconocido que parecía estar riéndose del mundo.

—Vas a cansarte de esperar –dijo el ser tras él. Se volvió y lo miró de nuevo, con más atención. A él no lo veía como al resto de las cosas. Parecía estar por encima y por debajo al mismo tiempo, como alejado de la muerte. ¿Por qué sabía que estaba esperando?

—¿Qué sabes tú? ¿Qué te importa? Es asunto mío y de Dios.

Esta vez el ser se rió y con ganas.

—¡Dios! –Exclamó—. ¿Dónde estaba cuando tu padre te partió el corazón con su puñal? ¿Dónde estaba cuando le rogaste por tu vida con toda tu fe, Azareel?

El rostro de la figura volvió a contraerse de la rabia. Se sintió ofendido, sobre todo porque tenía razón. Nadie había acudido a ayudarlo. Dios lo había abandonado a la maldad de su padre.

—No estuvo antes igual que no está ahora para responder a tus preguntas. Yo sí estoy aquí. Él nos ha abandonado, no le importamos nada.

En el frío que la muerte le había dejado aquellas palabras resultaban muy ciertas. Su fe se rompía golpeada con la fuerza de la evidencia. Dios no estaba y él ya no tenía vida. Miró al cielo, como si fuera a poder verle. Las estrellas brillaban inmutables como siempre, tan lejos como la vida que le había sido arrebatada, como aquella respuesta que no le había dado su padre. Seguía sin entender por qué había sucedido. Su madre siempre le decía que los hombres no podían entender las razones de Dios porque él era muy grande. Tal vez fuera eso, le decía una parte de sí, mientras la otra replicaba burlona que Dios no existía. Una parte que no parecía suya. Estos pensamientos se diluyeron ante la luz que llegó seguida de una ondulación en el aire. Dos ángeles tomaron forma frente a él. El luminoso era tan bello como su madre decía que eran y el otro no tenía un rostro definido, sino miles que se dibujaban y desdibujaban constantemente al igual que sus alas que parecían hechas de niebla densa y oscura. Llevaba un libro en una de sus manos, que eran de plata, de las que colgaban gruesas cadenas. Vestía ropajes ondulantes de colores que cambiaban como su rostro, pero que estaban desvaídos. Al mirarlo daba la impresión de poder ver miles de vidas.

—Vete de aquí Mefistófeles –ordenó el ángel mirando severamente a Mefisto.

—Soy libre de estar donde quiera, Gavri’el3 —miró al otro ángel—. ¿También tú vas a echarme, Azrael4?

—Yo solo vengo a cumplir con mi cometido –replicó éste—. Tengo dos almas que llevarme, sobre las que tú no tienes potestad.

Mefisto rió con ganas.

—¿Y qué hay de eso del libre albedrío? ¿Es que cuando mueres lo pierdes o algo así?

Unos ojos tomaron forma en el rostro nebuloso de Azrael. Formaban dos vorágines que parecían poder absorberlo todo. Mefisto retrocedió un poco.

—Nadie que comete un crimen queda impune, en este mundo o en el otro. Ambos deben presentarse ante nuestro Padre.

—Pero el muchacho mató a su padre justamente, puesto que él lo mató primero.

—¡Un demonio hablando de justicia! –exclamó Gavri’el con desprecio—. No tienes ni idea de lo que es eso, Mefistófeles.

—¿Ah, no? Explícame entonces por qué ambos van a ser juzgados.

—He dicho que ambos deben presentarse ante el Padre, no que ambos vayan a ser juzgados –corrigió Azrael.

Mefisto se volvió hacia Azareel.

—No tienes que ir si no quieres.

Azareel había escuchado todo en silencio, sopesando lo que decían. No quería saber nada de ellos, ni de Dios, ni de nadie. Quería estar solo.

—Tiene razón, no tengo por qué ir –replicó—. ¿Dónde estabais cuándo mi padre me mató? ¿Dónde estaba Dios cuando le rogué por mi vida? –gritó por último.

Mefisto sonrió para sus adentros. Sus palabras habían calado todo lo hondo que él quería.

—No puedo contestar a eso. Son asuntos del Padre –contestó Gavri’el en voz baja pero firme, mirándolo a los ojos.

—Yo no debo interferir en ningún asunto, ni humano ni de Dios –explicó Azrael—. Azareel, ven conmigo –ordenó, extendiendo una mano de plata hacia él.

Azareel se sintió atraído hacia esa mano, pero aún estaba demasiado dolido.

—No –negó moviendo la cabeza—, reniego. Reniego de mi nombre, de Dios y de vosotros. ¡Dejadme en paz! –gritó con todas sus fuerzas.

Una ola de energía los derribó a los tres. Cuando se levantaron Azareel ya no estaba y ellos tampoco estaban juntos.

 

Lejos, dos figuras apenas iluminadas por una pequeña lámpara de aceite lloraban arrodilladas ante un bulto que yacía en el suelo. Batraal5 sonrió saboreando su sufrimiento. Habían matado a su hijo de veinte años para que no sufriera. ¡Qué compasivos eran los humanos! Con razón Dios los adoraba tanto. Aunque a Batraal le seguía pareciendo desconcertante que no tuviera compasión ante casos así. El pobre muchacho estaba loco, se hacía daño a sí mismo y a los que lo rodeaban, además de que a veces era consciente de su situación y sufría mucho. Él mismo había intentado quitarse la vida pero sus padres no lo habían dejado creyendo que no entraría en el reino de los cielos si lo hacía. Por lo tanto, habían decidido cargar ellos con el pecado de arrebatar una vida sacrificando su estancia junto a Dios para que él no sufriera más. ¡Pobres ilusos! Se acercó a ellos despacio, saboreando su caza. Si se creían aquello del reino de los cielos también le creerían a él si les decía que podía devolverle a su hijo cuerdo a cambio de sus almas. No había entrado aún en la casa cuando una fuerza lo lanzó hacia atrás. Gavri’el estaba frente a él blandiendo su espada de luz.

—Apártate, Batraal —le ordenó—. O te aparto yo.

El demonio rió.

—¿Tú y cuántos más?

La respuesta fue una finta lanzada directamente a la cabeza que lo hizo saltar hacia atrás al tiempo que desenvainaba su clava con púas. Eran enormes; casi tan largas como sus antebrazos. Sonrió ante la pelea que le esperaba.

—Venga, échame –le instó.

Gavri’el no volvió a hablar más. Siguió atacando buscando los puntos débiles de Batraal. Éste se dio cuenta de ello y de que perdería ante la superior habilidad del ángel, que además lo conocía por haber luchado juntos en más de una ocasión. Luchando, entraron en la casa. Mientras rechazaba ataques, Batraal movió la mano libre con disimulo. El cadáver se convulsionó un momento haciéndoles creer a los padres que iba a resucitar. Gavri’el no lo vio pero la oleada de dolor que sufrieron le llegó como un golpe directo en el pecho que lo dejó sin respiración. Cayó de rodillas y Batraal aprovechó para asestarle un golpe en la cara que le dejó varios agujeros y lo tumbó de espaldas, todavía sin aliento y paralizado por el dolor.

—¡Vaya, cómo ha quedado tu bonita cara! –se burló el demonio pero Gavri’el no lo escuchaba. Aquel dolor era insoportable. Los padres volvieron a moverse, confusos y llorando aún. Los vio y sintió más dolor aún por no poder ayudar. Eso fue lo que le hizo reaccionar y sacar fuerzas para detener a Batraal. Se levantó de un salto y le pegó una patada que le acertó en el estómago pues Batraal se había acercado para asestarle el golpe final. Eso lo hizo trastabillar y le dio tiempo a Gavri’el para recoger su espada que se le había desprendido de la mano al caer. A un movimiento de sus dedos el arma voló hacia su mano y después al cuello de Batraal. Su clava chocó a mitad de camino con la espada. Durante un rato ninguna se movió con sus dueños determinados a no ceder. Batraal jugó sucio y le lanzó una patada a las espinillas. Lo que creyó una argucia fue un error que ayudó a Gavri’el a liberar la espada y desarmarlo.

—¡Te he dicho que te marches! –gritó al tiempo que extendía una mano para hacerlo volar lejos. Con un rugido de rabia, el demonio se alejó.

Gavri’el se volvió hacia los padres que lloraban desconsolados. La madre cogía la mano izquierda del muchacho y el padre le acariciaba la frente, como recordaba haber hecho cuando era pequeño, antes de que enfermara de aquella locura. Una lágrima resbaló por el bello rostro de Gavri’el. Una luz verde se agitó en un rincón de la pequeña habitación. Debido a la lucha no la había visto. Tenía la forma del muchacho muerto, un poco mayor que Azareel. En el rostro espiritual se apreciaba claramente el dolor que había sufrido, por él y por sus padres. A través de su figura transparente, Gavri’el pudo ver los recuerdos que pasaban por la mente del espíritu. Terribles y dolorosos, iban dejando marcas refulgentes que latían a cada punzada de dolor que fustigaba aquella alma atormentada. Con el recuerdo final, el dolor alcanzó un punto tan alto que incluso a Gavri’el le dejó una marca, antes de ser sustituido por una misericordia tan grande que borró todas y cada una de los estigmas. Entendía la acción de sus padres y los perdonaba, dejándolos libres de culpa. Gavri’el sonrió al ver que el espíritu se volvía más luminoso y el dolor se disipaba poco a poco.

—Por favor –le pidió, con una voz que recordaba al murmullo de un arroyo en el deshielo—. Ayúdales con su dolor.

Gavri’el volvió a sonreír.

—Mejor hazlo tú mismo.

La estancia se llenó de luz y los padres alzaron la vista. El espíritu del muchacho dio un paso hacia ellos. Percibieron la luz y alzaron los rostros. Sus caras se transfiguraron al ver a su hijo, envuelto en luz, ante ellos.

—¡Mordejai6! –Exclamaron rompiendo a llorar otra vez. Extendieron las manos hacia él hablando entrecortadamente. Los acalló la voz serena con que les habló.

—No lloréis más. Ahora estoy mejor. No sufráis, porque yo no sufro tampoco. Ya no le hago daño a nadie –su voz vibró levemente con los recuerdos que afloraron de nuevo a su mente y leía en sus ojos. Se recobró cuando empezaron a alejarse—. Nunca he querido haceros daño, no cuando era de verdad yo. Voy a estar bien. Descansad.

Retrocedió sin dejar de mirarlos y sin saber qué más decir. Gavri’el le puso una mano en el hombro cuando se situó a su lado. Ambos contemplaron en silencio como la luz se apagaba ante los padres. Viéndolos llorar, Mordejai supo que jamás se consolarían, aunque estaban algo más aliviados. Su rostro se entristeció. Pensaba que su muerte no había servido de nada. Gavri’el sintió su tristeza y su pensamiento y le sonrió.

—No pienses eso. Sí que ha servido. Su sufrimiento se aliviará aunque necesitarán tiempo. Y no te preocupes por sus almas. Están a salvo.

Mordejai sonrió, pero solo levemente.

—Quisiera hacer más. Me parece muy poco sabiendo todo el tiempo que llevan sufriendo.

—No está en nuestras manos –percibió que no quedaba satisfecho y tuvo una idea—. Para ayudar como lo deseas puedes unirte a nosotros.

El rostro espiritual de Mordejai se iluminó.

—¿Puedo?

Gavri’el le sonrió y alzó una mano. Las lágrimas que aún derramaban sus padres volaron hacia ella y quedaron suspendidas ante ellos. A otro gesto de la mano tomaron forma de hombre y absorbieron el espíritu de Mordejai. Una suave luz verde cubrió la forma espiritual y unos rayos de luz salieron de su espalda formando poco a poco las alas. La figura entera del nuevo ángel se iluminó con una luz pura y bellísima. Se sintió mejor y lo sintió todo con más nitidez y claridad que cuando estaba vivo, incluso tenía sentidos que no tenía antes. Sintió más sufrimiento, lejos de allí. Miró a Gavri’el y vio que también lo había sentido. Asintieron en silencio y echaron a volar hacia allí.

 

Azrael tenía las manos vacías y no veía el libro por ninguna parte. No percibía el alma del asesino cerca y no podía dejarla abandonada. Mefisto o cualquier demonio podría apoderarse de ella y torturarla o peor. Pocos sabían que los demonios extraían así el poder que se albergaba en cada alma, ese que los humanos no podían saber que tenían. Ya eran demasiado peligrosos sin poder, con ese conocimiento destruirían el universo. El libro también era urgente, también entrañaba peligro en manos de cualquiera, ya fuera demonio o humano. Creía que los humanos no podían verlo, pero nunca estaba de más tomar precauciones. Percibió a Mefisto no muy lejos cerca del alma del asesino. La voz de Mefisto le llegó pronto, con su tono envolvente y seductor tratando sutilmente de atraer al asesino. En realidad no lo necesitaba, aquel hombre había nacido malvado, aquel acto no había sido fruto de un momento de desesperación o de ira, era producto de muchos meses de planes, de muchos años de hacer su absoluta voluntad y de toda una vida de maldades más o menos grandes. Las marcas de abusos sobre él estaban claras en cada rincón de su alma. La maldad no solo era suya, también lo habían empujado a ello. Era de esa clase de personas que con apenas motivación dejaban salir el lado oscuro de su alma, aquella que tras su muerte se mostraba en toda su negrura. Aminoró la velocidad para acercarse a ellos sin que se dieran cuenta. Las cadenas se agitaron y Azrael las acalló.

—Tenías toda la razón en castigarla –decía Mefisto—. Todo el mundo sabe que las mujeres son seres rebeldes y desobedientes, inferiores con mucho al hombre. Tienen que ser castigadas para que no se les olvide su inferioridad. Tu hijo solo fue una víctima necesaria…

—Que me odia y quiere destruirme –constató con miedo el espíritu.

—¡Y su odio te fortalece!

Alzó una mano y le transmitió un poco de poder. Muy poco, no requería mucho. Aquello los hacía sentirse tan importantes que aceptaban cualquier trato. Y el alma de un asesino era muy codiciada en las filas demoníacas.

—¡Sí! ¡Lo siento! No podrá destruirme –susurró para sí. Se sintió convencido y exclamó: ¡No podrá destruirme!

—¡No! –Lo animó Mefisto—. Nunca podrá hacerte daño. Mira allí –le señaló las estrellas—. Puedes ir allí y mucho más –le señaló la ciudad—. Y puedes tener todo lo que quieras.

—Si estoy muerto –replicó decepcionado el espíritu.

Mefisto lo miró y le sonrió.

—Eso puede solucionarse, Zahav7. Puedes volver a la vida.

¡Ah! Le encantaba decir eso. Todos absolutamente se lo creían, lo cual hacía que luego las cadenas fueras más poderosas. Como convocadas, unas cadenas aparecieron en el aire tras Zahav y se cerraron en torno a él arrastrándolo hacia atrás. A unos pasos apareció Azrael mirando a Mefisto a los ojos, sosteniendo el espíritu de Zahav fuertemente aprisionado con sus cadenas.

—¡Tu eres neutral! –Lo acusó señalándolo con un dedo—. ¡No puedes inmiscuirte en las decisiones de nadie!

Los ojos de Azrael volvieron a oscilar.

—Yo tengo una orden que cumplir y eso es lo que estoy haciendo.

—¡Siempre cumpliendo órdenes! –Se burló Mefisto—. ¿No te…?

—Ya hemos tenido esta conversación –lo cortó Azrael con frialdad—. No voy a tenerla otra vez.

Con un gesto parecido a una reverencia desapareció con el espíritu.

Mefisto renegó con rabia. Odiaba y envidiaba a Azrael. Cumpliendo órdenes pero era más libre que él. Se olvidó de eso. Tenía que buscar otra alma rápidamente. Sí, era muy buena idea. Su sombra se diluyó mezclándose con las sombras del amanecer que empezaban a volverse azules.

 

Maayane8

El viento susurraba su nombre con voz acariciadora. Era tan dulce cada vez que sonaba que se olvidaba de todo y deseaba conocer el rostro del viento. Una caricia tan suave como la voz la despertó de su sueño. Un hombre se hallaba parado ante su ventana, mirándola desde las sombras. Se asustó e iba a gritar pero otro susurro dulce la hizo callar.

—No temas, mujer –habló—. No he venido a hacerte daño.

Maayane lo miró detenidamente. Era alto, más que su esposo. Tenía el pelo corto y bien peinado, muy oscuro. Una pequeña barbita le salía de debajo de los labios para terminar cubriéndole la barbilla. Bajo unas cejas arqueadas, tenía una mirada penetrante y seductora que la tranquilizó.

—¿Quién eres?

—Alguien que sabe de tu pena. Puedo ver tu sufrimiento en tus ojos, y sentirlo, ahora que estoy cerca –dio dos lentos pasos hacia ella.

Ella negó con la cabeza.

—No entiendo como puede ser eso.

—Porque es tan grande que inunda el aire, como tu hermosa mirada –ella sonrió levemente y Mefisto avanzó otros dos pasos hacia ella—. Esos ojos, no puedo apartarlos de mí.

Maayane bajó la mirada sonrojada y Mefisto siguió avanzando. Aquello solía ser una señal de que empezaba a caer en sus redes.

—Tienes unos ojos muy hermosos, acorde con tu rostro, el rostro de un ángel… no puedo dejar de mirarte.

Aquella voz era tan cautivadora que Maayane sintió deseos hacia ese hombre. Hacía mucho tiempo que no escuchaba palabras como aquellas ni en ese tono. Su marido le decía que era hermosa, pero como si eso fuese un pecado. Sin embargo aquel hombre le hablaba como si fuese la más bendita de las criaturas.

—No quiero ser hermosa. Es malo –rechazó avergonzada.

—¿Qué es malo? ¿Iluminar la mañana como los rayos del sol? ¿Embellecer este mundo feo y triste?

Maayane se sonrojó. Ansiaba tanto que un hombre le hablara así… Echaba de menos la dulzura del enamoramiento. Al principio, cuando su esposo empezó a cambiar pensó que era lo normal en los hombres, que solían cambiar tras el matrimonio. Fue empeorando y le pidió ayuda a su madre, que le respondió que debía ser buena esposa y resignarse; su deber consistía en complacer a su esposo hiciese él lo que hiciese. Había jurado unos votos y estaba obligada a cumplirlos.

—No tienes por qué sufrir, por algo que no has hecho. Tu belleza es un don, no un pecado.

Lo miró y sin darse cuenta acercó los labios a los de él.

—Ven conmigo y lo tendrás todo.

Se separó de él bruscamente cerrando los labios.

—No puedes darme lo que quiero.

Lo miró a los ojos y él retiró los suyos mostrándose apenado.

—¡Te daría la luna, el sol, las estrellas, el mundo si hace falta!

—Solo quiero que me devuelvan a mi hijo.

—¿Se ha ido?

—Lo han matado.

—¿Quién ha cometido semejante maldad? –Exclamó Mefisto fingiéndose horrorizado.

—Mi esposo –respondió ella contundentemente.

—Yo podría traerlo de vuelta.

—¡Eso es imposible!

Volvió a acercarse.

—¿Qué darías por él?

—Mi vida –respondió ella sin dudar.

Muy pocos dudaban. Ante la muerte de un ser querido solo había un deseo. Muy pocas personas, contadas con los dedos de una mano habían preferido su vida a la de su familiar o amigo. Sintió los lazos en los dedos, deslizándose por ellos listos para cogerlos y atarlos. Sin demorarse más, tiró de ellos.

—Si me la das, tu hijo volverá a ti, sano y feliz como estaba antes, sin él para haceros daño. Nunca más sufriréis.

Ella tembló un poco. Mefisto acercó sus labios un poco más.

—Acepta y vuelve a ser feliz –susurró.

—Sí… murmuró ella soñando con las imágenes de su hijo que aparecían en su cabeza.

A través de los hilos le llegó su alma. La guardó preparándose para utilizarla cuando más le conviniera. Maayane se quedó como dormida, con sueños que eran mitad recuerdos mitad mentiras.

 

Un buen rato antes, Azareel estaba solo contemplando a su madre en la casa a la que nunca volvería. Era doloroso y tentador a un tiempo entrar y mirarla de cerca. Así dolía menos y la veía de cuando en cuando pasando por la ventana. Dolía aún más ver su rostro alterado por la preocupación. Hacía horas que su padre se lo había llevado aprovechando que ella había ido a ver a sus padres. Solo de pensar en que cuando supiera de su muerte, si alguna vez lo sabía, se arrepentiría el resto de sus días de aquella visita, sin ser de ella la culpa. Las palabras de su padre aún resonaban en su mente, de una forma más clara que si hubiera estado vivo, pero jamás las creería. No, su madre no tenía culpa de nada. Mejor marcharse, allí no quedaba nada salvo pesar. Quizá en alguna parte pudiera aliviar aquel tormento. Una sombra se plantó ante él cerrándole el camino. Sintió rabia por eso. Odiaba que le pararan.

—¿Quién eres y qué quieres?

—Saludos, soy Urakabarameel y vengo a ti en nombre de mi señor.

La sombra terminó de tomar forma y lo miró directamente. Era alto Azareel alzó la barbilla para en señal de desafío.

—Te advierto que no te será tan fácil como le fue a mi padre.

Uarakabarameel hizo un gesto con las manos.

—Tranquilo, no vengo a eso. En realidad vengo a hablar de mutuo beneficio.

Azareel arqueó una ceja. Se sentía contrariado e irascible. Aquel demonio apenas se había presentado y ya tenía ganas de golpearle.

—Ni sé a qué vienes ni me importa. Lárgate –le espetó.

—Lo que tengo que decirte te interesa –insistió—. Tiene que ver con venganza –añadió rápidamente para evitar que Azareel, que ya estaba dando media vuelta, se fuera. En efecto, volvió a mirarlo, aunque con mirada amenazadora.

—Te has vengado, pero quieres más. Yo vengo a ayudarte en eso.

—¿Cómo? –Preguntó Azareel, con cierta curiosidad. Sí, aunque hubiese matado a su padre quería vengarse todavía más.

—Torturando el alma de tu padre. Se lo merece por haberte matado, por haberte hecho sufrir. Matarle no fue suficiente.

—Eso estaría bien –admitió Azareel—. Pero no sé cómo voy a torturarlo, si no encuentro su alma.

—La tiene Azrael.

—¿Azrael? Creo que lo recuerdo.

—Sí, el Ángel de la Muerte –corroboró Urakabarameel—. Se encarga de llevar las almas ante Dios, bueno, de robarlas, no a todas les corresponde estar allí.

La ceja de Azareel volvió a arquearse. Aquello sí que era interesante.

—¿Y eso por qué?

—Verás –comenzó a explicar Urakabarameel—, en algunos casos, como en el de tu padre, esas almas no merecen ir al cielo y los castigos de Dios suelen ser, cómo diría, bastante suaves.

—¿Suaves?

—¡Sí! Dios es demasiado compasivo. Todo lo entiende, todo lo perdona –dijo en tono de burla, remedando cuando Dios le hablaba—. Nosotros pensamos que un crimen no debe de quedar sin castigo, y es por eso que ayudamos a quienes desean castigar tales actos. A quienes desean vengarse justamente como tú.

Eso tenía sentido. Su padre merecía ser castigado muy severamente. Matarlo había sido poco. Dio unos pasos hacia el demonio, dispuesto a pensárselo.

—¿Y qué tengo que hacer?

Urakabarameel sonrió.

—Quitarle el libro a Azrael.

—¿Qué libro?

—Aquel donde aparecen los nombres de las almas que tiene que llevarse. Lo lleva siempre consigo.

—¿Y cómo se lo quito? No me lo va a dar de buena gana –sintió una especie de cosquilleo interior. No podía fiarse—. Además, él es un ángel, yo un simple espíritu recién fallecido. No creo que pueda contra él.

Si quería que se encargara de Azrael que le diera algo con lo que luchar. Algún poder especial o algún arma.

El demonio se dio cuenta. No le daría gran cosa, lo mínimo para engatusarlo.

—Te daré fuerza para que puedas derribarlo y golpearlo. Luego solo tendrás que quitarle el libro y el alma de tu padre será tuya.

—De acuerdo –aceptó Azareel.

Él tenía su propio plan. Cuando el demonio le estaba transmitiendo el poder no esperó a que acabara y atacó. Vinculado todavía mediante el poder del demonio el ataque fue muy efectivo. Éste quiso retirarle el poder y dejarlo sin nada. No pudo vencer la determinación de Azareel que no estaba dispuesto a perder de ninguna manera, aunque fuera un demonio poderoso como aquel que enseguida lo tenía tumbado en el suelo aprisionado bajo las rodillas y con una gran garra en el cuello deshaciendo la forma semi corpórea que había conseguido. “No, no, no”, pensó y resuelto a no perder, lo descubrió. Era poder, más grande que aquel que el demonio fuera a darle. Se revolvió contra él lanzándolo hacia atrás y golpeándolo en cuanto lo alcanzó a unos metros. Descargó su puño una y otra vez a la par que conseguía más solidez corporal. El demonio volvió a contraatacar, tarde. Azareel acabó con él y observó con tranquilidad como los restos del demonio se mezclaban con las sombras de la noche. Sintió un cosquilleo por todo el ser y vio con satisfacción como adquiría cada vez más consistencia. Sintió una extraña presión en su espalda y cayó de rodillas cuando le salieron las alas; unas alas oscuras y rojizas más anchas que sus brazos extendidos. Sus ojos adquirieron una luz rojiza y ondulante que parecía exhalar fuego de sus ojos. Su figura se recubrió de una especie de piel oscura y de aspecto férreo. Miró al suelo, a lo que había quedado de Urakabarameel. Un largo mango acababa en un martillo que por un lado tenía una cuchilla en forma de ala replegada y por el otro una cabeza con forma humana. La boca de la cabeza estaba abierta en un grito eterno y los ojos refulgían como dos zafiros. Fue a cogerla y el arma saltó a su mano. Una descarga lo atacó al cogerla; como si del cielo hubiese caído un rayo y lo hubiese atravesado. Al parar el arma seguía en su mano y parecía que ya no le iba a hacer más daño. Por su torso, en diagonal, había quedado una especie de tatuaje en forma de rayo luminoso que iba desde el hombro izquierdo hasta su mano derecha. Al blandir el arma como si fuera a atacar un rayo salió de su mano y recorrió el arma entera. Oyó un grito de dolor y se volvió a mirar. Salvo las sombras, nadie había alrededor. Probó otra vez y volvió a oír el mismo grito. Esa vez localizó la procedencia: venía del arma. Debía de ser algún alma torturada; a juzgar por el ala y los ojos tan azules, podría ser un ángel. El poder recorría su interior como una inmensa marea que lo llenara todo. Se olvidó de su madre, del que fuera su padre y de su vida pasada. Quería más. De un impulso se elevó en el aire buscando poder.

 

Notas:

1. Beth-Shean en hebreo

2. Azareel significa la ayuda de Dios o Dios te ayuda. Se lo puso su madre.

3. Gabriel en hebreo

4. Ángel de la Muerte

5. Uno de los ángeles que cayeron junto a Lucifer.

6. Aires de libertad o el que se rebela

7. Oro

8. Manantial

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