Un relato de Proxegenetyc para la vivisección de Calabazas en el Trastero: Creaturas
Con sumo cuidado, el maestro dejó que el cincel se deslizase por la madera, grabando así los símbolos que tanto esfuerzo le había costado aprender. El nombre, que es la clave, quedó al fin terminado. Turriano miró a su aprendiz y no pudo evitar sonreír.
–Esta vivo. ¿No lo ves?
En la mesa de madera, temblando como un niño recién nacido, Hombre de Palo se estremeció cuando la vida entró en él, y abrió los ojos, aturdido, mientras alzaba una mano temblorosa hacía su creador, hacia su Padre.
–Ahora hijo mío, levántate y anda –rió Turriano.
Jorge, su joven aprendiz no pudo reprimir reír a carcajadas ante el chiste de su maestro.
Hombre de Palo observó a los dos hombres que lo rodeaban. Le gustaba el sonido de sus risas y sin darse cuenta, sus labios de madera se curvaron en una sonrisa. Se puso en pie, y tambaleándose avanzó a trompicones por la habitación, al ritmo de las palmadas que el joven profería entre gritos de entusiasmo.
Intrigada por el ruido y la algarabía, la joven Bárbula se apoyó contra la puerta del estudio y silbó una alegre tonadilla, contraseña conocida a la que su padre, si no estaba ocupado en sus estudios, respondería dándole permiso para entrar. Pese al silencio, insistió un par de veces antes de darse por vencida y volver a la cocina.
Juanelo Turriano se llevo uno de sus gruesos dedos a los labios mientras con gestos, instaba al joven para que cesase de hacer ruido.
–No le diremos nada – dijo- Deja que sea una sorpresa.
La multitud se agolpaba en la calle, golpeándose unos a otros para abrirse hueco y poder mirar a la insólita comitiva, un hombre, un joven y un extraño ser de madera que bailoteaba junto a ellos por las calles de Toledo, en dirección al Palacio del Arzobispo. Los niños gritaban extasiados mientras las mujeres cuchicheaban y los hombres rumiaban su asombro. Muchos de estos incluso se animaban a lanzar una moneda hacía la criatura, la cual, con cierta gracia desgarbada la recogía del suelo y, tras una reverencia, tal y como le habían enseñado, la guardaba en un saco que portaba al cinto y que engordaba por momentos.
El hombre, conocido por todos, ya que se trataba de Juanelo Turriano, relojero y matemático real desde los tiempos del difunto rey Carlos I, caminaba sin disimular el orgullo que le producía el asombro que su criatura causaba, y miraba con recelo a los toledanos, a los cuales aún no les había perdonado la deuda por su último y más importante trabajo. Deuda que aún no había cobrado pese a los años transcurridos ni al capital que había invertido y que llenaba su corazón de resentimiento y el tejado de su casa de agujeros.
–¿Ves zagal? Así como estos mastuerzos mezquinos e ignorantes no tienen a bien de soltar la plata por un trabajo bien hecho y terminado, no dudan ni un momento en alfombrar el suelo de monedas cuando se les da circo.
Juanelo se sentía complacido. Había tenido que invertir mucho esfuerzo y el poco dinero que le restaba para que los judíos conversos confiasen en él y le revelasen el secreto de la Palabra, pero el resultado bien merecía la pena. Pese a que era el pueblo de Toledo el que le debía dinero por el Artificio Hidráulico que había diseñado y con el que había conseguido llevar el agua a sus calles, se sentía humillado por tener que mendigar el pago. Era demasiado viejo, demasiado orgulloso para eso. Así que había trazado un plan. El hombre de palo, su autómata, su gólem,los deslumbraría y haría que devolvieran el oro a sus bolsillos.
Hombre de Palo trotaba a su lado, ajeno a su pesar. Había sentido miedo de la muchedumbre al encontrarse con ellos y con sus miradas inquisitivas al salir a la calle, pero la visión de los jardines que rodeaban el Palacio Arzobispal, y el calor del sol sobre la madera de su cuerpo le tranquilizaron. Acariciaba con suavidad la áspera piel de su padre mientras andaban cogidos de la mano, llenándole de una felicidad tal que todo lo demás dejó de importar.
Su paseo les llevo a la puerta del Arzobispado, donde fue el propio Hombre de Palo quien recogió la medida de carne, pan y sal que correspondía al maestro Turriano por su cargo de aparejador de la Catedral. Guardó con cuidado los víveres en su saca y reemprendieron el camino a casa, donde una asombrada Bárbula les esperaba aún con la boca abierta.
–Padre, ¿pero qué brujería es esta? – la mujer rodeó a Hombre de Palo, asombrada – Este es sin duda uno de tus mejores ingenios. ¡Si incluso parece estar vivo! Tan sólo le falta hablar. ¿Qué engranajes habéis usado? ¿Los mismos que los de la Bailarina del Rey?
Bárbula se arrodilló junto a Hombre de Palo y recorrió su cuerpo con sus manos, buscando una compuerta, los mecanismos que hacían funcionar al artefacto, sin encontrar nada. Sus dedos recorrieron las elaboradas letras que estaban grabadas en la frente de la criatura. Agradecido, Hombre de Palo se dejó hacer, arrullado por las caricias.
Desde los fogones, Antonia, los mandó callar y sentar, y en ese orden, padre, hija, aprendiz y criatura se sentaron a la mesa. La mujer lanzó una mirada severa a su marido, que tuvo que luchar por sostenerla, y sin abrir la boca le reprendió por su nueva locura. Estaba harta de tanto invento. Primero relojes que describían las revoluciones de los planetas, como si eso sirviera para algo, luego sus juguetes, pájaros que volaban, muñecas que bailaban al ritmo de las marchas de soldados que combatían sobre el piso de la casa y mil y una locuras más. Y por último el artificio hidráulico, cuyo funcionamiento no terminaba de entender por mucho que se lo hubiera explicado, y que les había llevado a la ruina cuando al fin empezaban a prosperar. Como siempre le decía, les habría ido mejor si hubiera dejado de lado su orgullo y se hubiera marchado a Madrid con el rey nuevo, como este quería, o hubieran vuelto a la vieja patria, donde príncipes y mercaderes, ansiaban los curiosos relojes de su marido. Miró a este con ternura. Le había dado todo a esta ciudad, hasta su nombre de nacimiento, mucho más musical a sus oídos pues el italiano era más dulce que el seco español, y así se lo habían pagado. Suspiró con pena.
Del otro lado de la mesa, ajeno a sus pensamientos como siempre, Juanelo agarró el pan y lo repartió entre los presentes. Incluso se permitió poner, a modo de guasa, un trozo en el plato de la criatura la cual miró con asombro el mendrugo girándolo entre sus manos sin saber qué hacer con él.
Repasó el rostro de su marido y le pareció leer la preocupación en el. Sin embargo sus miradas se cruzaron, y el hombre le sonrió con ternura. Los ojos de la mujer se iluminaron. Como siempre, su marido encontraría una forma de solucionar los problemas. Así había sido siempre y así continuaría.
Siguieron comiendo y al poco las risas llenaron la habitación mientras Hombre de Palo, torpe e ignorante, trataba de comer con una boca que no podía abrir.
***
El trayecto seguía la misma rutina a diario, sin embargo, para Hombre de Palo, todos los días estaban llenos de nuevas sorpresas.
Por la mañana, bien temprano, Juanelo Turriano y su ayudante, el joven Jorge de Diana, que aspiraba a aprender el oficio de su maestro, paseaban por las calles de Toledo en dirección al Alcázar. Allí, el ingenio hidráulico del viejo maestro, elevaba el agua del rio Tajo, contra natura,una altura superior a noventa metros para calmar las sedientas gargantas de los toledanos. Aunque la ciudad mantenía una disputa sobre sí debía pagar o no el ingenio del maestro, arguyendo para ello cuestiones legales entre el pueblo y el ejército, el viejo maestro seguía fiel a su compromiso, y cada mañana repasaba los canjilones y las poleas, cuidando de que todo se mantuviese en perfecto estado. En muchas ocasiones Turriano había llegado a pensar que tanto trajín era una argucia por no soltar los ocho mil ducados y la pensión vitalicia que le habían prometido, y pese a que montaba en cólera, su ética y honor le impedían dejar que el ingenio se estropease y que aquellos maganceses se buscasen las castañas a su manera.
Durante esos paseos, Turriano aleccionaba a su aprendiz, enseñándole matemáticas, astronomía y gramática, y muchas de las más veces, otras cuestiones que inquietaban al joven y que eran de carácter más mundano. A su lado, silencioso y atento, con su propio cometido consistente en recoger las viandas y limosnas con las que los obsequiaban las multitudes que observaban embelesadas sus paseos, Hombre de Palo aprendía el sentido y el porqué de las cosas mientras que, sin despistarse mucho, se agachaba sobre las monedas para guardarlas en su saca.
En ese tiempo, finalmente se resolvió el litigio sobre el pago de las obras. Los representantes de Toledo se negaron a pagar, alegando que el agua de la que proveía el artilugio sólo abastecía al Alcázar Real y por tanto al ejército. El rey mandó dispensa por la que ordenaba que se pagaría, en tiempo y forma al maestro Turriano. El Ayuntamiento mientras tanto, le encargó la construcción de un segundo artilugio, esta vez pagado por el dinero de los Toledanos, y para calmar la sed de estos. El maestro, ya mayor, aceptó el encargo y él mismo, junto con su aprendiz, su hija, y el propio Hombre de Palo, se encargó de la construcción, sin reparar en gastos, trayendo incluso las columnas de la cantera de granito de Orgaz cuando fue menester.
Y así transcurrieron los días, y como todo en esta vida, lo que un día es nuevo, al tiempo acaba perdiendo el lustre, y poco a poco, las buenas gentes de Toledo acabaron acostumbrándose a la presencia del extraño autómata de Juanelo, al que los hombres llamaban engendro, monstruo y hombre de palo a partes iguales, y los niños, mientras lo seguían cantando y tratando de tocarlo a escondidas, Antonio. Irremediablemente, la calle donde vivían Juliano y su autómata, adoptó el nombre de este último como propio.
***
Juanelo había pasado la noche en vela, odiándose a sí mismo y odiando al mundo entero.
Ya desde joven, en Cremona, había estudiado filosofía y se consideraba una persona inteligente. Sin embargo, había demostrado ser un imbécil, no una, sino dos veces, a pesar de haber vivido más que muchos hombres. Ya lo había dicho Anaxágoras. Si me engañas una vez, tuya es la culpa. Si me engañas dos, es mía.Y él, idiota consumado, había caído en el engaño. La vida lo había traicionado una vez más.
Se levantó de la cama, tratando de no despertar a Antonia, y bajó las escaleras que lo conducían a su estudio. Observó las mesas, aún llenas de planos en los que se había basado para terminar la construcción del segundo Artificio hidráulico y sintió como la bilis le llenaba la boca. Descargó con fuerza sus manazas contra la madera, que crujió astillándose ante el embate del artesano. Los planos salieron volando. Los atrapó, los hizo jirones mientras gruñía de frustración.
No iban a pagarle. Había construido la segunda maquina contando con el dinero que le pagarían de la primera, y ahora todos se desentendían. Nadie le iba a pagar por aquella. Y sentía en el fondo de su corazón, que por esta última tampoco cobraría.
Moriría en la ruina. Pero lo peor es que arrastraría a ese pozo a su mujer y a su hija.
La rabia y la frustración se clavaron como un hierro al rojo en su corazón y lo retorcieron, pegándose a las paredes de sus entrañas, desgarrándolas.
Por un momento vio la solución en su cabeza.
Los mataría a todos.
Era inteligente y había trabajado muchos años para el ejército. Tenía planos, armas que no había desarrollado y que serían capaces de hacer que un solo hombre pudiera arrasar ejércitos enteros. Buscaría a los comuneros que aún continuasen luchando, y los uniría como un solo hombre. Los equiparía, los haría temibles. Y se vengaría. De Toledo. Del Rey. De todos ellos.
¿Te estás escuchando? Lo que dices son locuras, y aunque pudieras, no tienes los arrestos para hacerlo. No eres un malandrín, ni vales para la lucha. Eres sólo un mendrugo idiota y viejo, sin fuerzas ya para nada que no sea gruñir y tirarte vientos.
Se dejó caer sobre su taburete y se sirvió una medida de vino jumillano que corrió amargo por su garganta. Nunca había llorado pero sentía como le escocían los ojos bajo las pobladas cejas. Se atusó la barba pensativo, sin ser capaz de ver solución alguna a su dilema. En el ínterin, volvió a llenar la jarra y la apuró de un trago.
Su vista paseó por el estudio, recreándose en cada plano, en cada tratado amorosamente escrito y apilado en estanterías, en los ingenios que reposaban por todos lados y que tantas alegrías le habían dado. ¿Y de que te han servido? Tu vida entera no ha sido más que un pasatiempo para ti y un espectáculo curioso para los demás. Lleno la jarra por tercera vez y de un manotazo lanzó al suelo el prototipo de un reloj que estalló en una lluvia de engranajes y tuercas.
Entonces notó movimiento en el rincón y lo vio.
Hombre de Palo estaba erguido en la esquina donde había acabado instalándose una vez que dejó de ser novedad y se convirtió en otro habitante silencioso de la casa. Una casa en la que habían dejado de oírse risas hacía mucho tiempo. El gólemlo miraba en inmerso en un silencio solemne, casi reverencial.
Lo llamó con un ademán y por un momento creyó notar sorpresa en el autómata antes de que este comenzara a andar hacia él. La escasa luz que se filtraba por la ventana dibujaba su tosca forma a contraluz, bañando su cara de rasgos pétreos, resaltando las letras que estaban grabadas sobre su frente.
–¿Qué hay de ti? ¿Qué tienes que contarme viejo amigo? ¿Sigue vacía tu saca?
El autómata asintió con pesar, pero Juanelo, ocupado en apurar la jarra no se dio cuenta.
El maestro extendió uno de sus gruesos dedos y recorrió la depresión de las letras con la yema.
–Me costó mucho dinero ¿sabes? Dinero y paciencia conseguir el conocimiento de esta simple palabra. Emet. ¿sabes lo que significa?
Hombre de Palo, extasiado por el sonido de una voz que hacía mucho que no oía, no supo que contestar, y aunque lo hubiera hecho, no tenía voz con la que expresarlo.
–Verdad. Eso es, la palabra que es la Verdad de todas las cosas. El sello de Dios es la Verdad –recitó Turriano- Y por esta palabra, amigo mío, tuve que encontrarlos, cuando ya estaban escondidos entre nosotros, rezando a nuestro modo, pero estudiando su cábala en secreto. Y fue difícil, aunque mucho menos que convencerlos para que compartieran el secreto. ¿y todo para qué? Apenas sí recuperé el dinero que me costaste, y poco más, aparte de problemas con la Inquisición me trajiste, monstruo, maquina idiota.
Hombre de Palo sintió tristeza y ese sentimiento, nuevo para él, le habría partido el corazón si algo hubiese latido bajo su pecho de madera.
–Así que nada. Aceptemos, amigo mío, que algunas cosas no cambian jamás. Yo soy un perdedor, y tu un trozo de madera que sabe andar, mendigar y bailar – apuró el resto de la jarra, derramando el vino sobre su barba y su pecho- Baila al menos para mí. Baila como hacías para los niños y anima a este viejo que ha desperdiciado su vida en sin sentidos.
Y Hombre de Palo comenzó a bailar. Un baile triste, sin garbo alguno, con el único publico de un viejo borracho y roto.
–Si pudiera lo derribaría con mis propias manos ¿sabes? – Juanelo miró sus manos encallecidas y llenas de ceniza- Si aún fuera joven, haría trozos mi invento y los inundaría, los dejaría morir de sed.
Cogió la jarra con fuerza e hizo el ademán de arrojarla contra el suelo, pero en el último momento, suspiró y la poso sobre la mesa.
En el silencio de la noche se escuchó una alegre tonadilla. Tras pensarlo unos segundos, Juanelo silbó la respuesta.
Bárbula bajó y no necesitó palabras para entender lo que sucedía. Abrazó a su padre y le secó la barba con las manos. En silencio subieron las escaleras y apagaron la luz.
Hombre de Palo continuó bailando, solo, en la oscuridad.
***
-Padre, tú tienes más dignidad que ellos. Más orgullo. Eres más fuerte de lo que nunca serán– Su mano se posaba sobre la de él, y no necesitaba más consuelo que ese- Haz lo correcto y terminemos de una vez.
Turriano asintió y con su callosa mano acarició la cara de su hija. Colocaría la última pieza y se iría de allí, para siempre. Recogerían sus cosas y se marcharían de aquella ciudad maldita que solo les había traído dolor y tristeza. Pero lo haría como un caballero. Con la cabeza alta. Que no le pagasen si no querían, ya le daba igual, pero que nadie pudiera poner macula alguna al nombre de Giovanni Torriani. Los españoles, como siempre, acabarían retratados tal y como eran por sí mismos.
Ajustó el último engranaje y, con un movimiento orquestado, los cangilones comenzaron a impulsar agua desde el Tajo, regalándola a un pueblo que no la merecía.
La gente se asomó a las ventanas asombrada. Los niños comenzaron a correr y a gritar, haciendo corrillos alrededor de él, cantándole. Hacía mucho tiempo que no lo veían y se alegraban de hacerlo pero a Hombre de Palo ya no le importaban las risas ni las canciones. Todavía sentía dolor por las tristes palabras de su padre. Había pasado toda la noche pensando sin llegar a ninguna solución. Desesperado tuvo que reconocer que su padre tenía razón. Sólo era un monstruo, un muñeco idiota de madera creado para bailar y recoger monedas. Su vida no tenía otro sentido.
Entonces había encontrado una respuesta a sus preguntas.
Tenía claro lo que debía hacer.
Así, a primera hora de la mañana, tal y como había hecho tantas otras veces junto a su padre, se dirigió a la obra de la máquina hidráulica, y poco a poco, con esfuerzo, se elevó sobre esta, alcanzando el punto más alto de la construcción.
Una vez allí, bajó su mirada y observó al pueblo que había roto el corazón de su padre.
Y golpeó.
Una y otra vez, destrozando las columnas y los engranajes de hierro, astillando madera y rajando piedra. En su cabeza resonaban las palabras de su padre, palabras que dejaban claros sus sentimientos. Había deseado tener la fuerza para romper la obra de su vida. Su cuerpo viejo no podía, pero el suyo sí. El tenía fuerza de sobra para hacerlo.
Golpeó con todas sus fuerzas hasta que el rumor del agua se convirtió en un estruendo que cayó, como la ira de Dios, sobre la ciudad.
Turriano escuchó el retumbar del agua e incrédulo se quedó petrificado, incapaz de reaccionar ni de tan siquiera pensar. El agua lo golpeó como un mazo enorme, convirtiéndolo en un muñeco que giraba sin control. Sintió como los pulmones gritaban en una agonía sin fin mientras la corriente lo arrastraba, hasta que al fín, la misericordia de Dios llenó su cabeza de oscuridad.
Cuando pudo abrir los ojos rezó para que la muerte los cerrase allí mismo para siempre.
A pocos metros, el cuerpo roto y sin vida de su hija flotaba en un charco de agua cristalina.
La enterró cuando ya caía la noche, y junto con ella enterró los restos rotos de su propia vida.
***
Hombre de Palo volvió al estudio y esperó ansioso el regreso de su padre. Sin duda ya habría visto la máquina rota. El agua correría libre por las calles de Toledo y él sabría que había sido su hijo el artífice de aquello. Recordaría las palabras dichas en la noche anterior. Y lo entendería. Estaba seguro.
Las horas se acumularon una tras otra, pero Hombre de Palo tenía paciencia. El tiempo era algo desconocido para él.
Los días se acumularon, uno tras otro.
Y nadie volvió.
Una mañana de Noviembre, Hombre de Palo salió de la Hacienda de Turriano y comenzó a andar. Sus pasos resonaban con fuerza en la calzada de piedra. De nuevo la gente salió a saludarle, pero había algo siniestro en su manera de andar y de moverse que hizo que nadie se le acercase. Atravesó los jardines del Arzobispado sin mirar más allá de sus pies ni prestar atención a las cosas que antaño le habrían maravillado. Se dirigió al pequeño cementerio que había junto al convento del Carmen.
Allí desapareció.
***
Juanelo apenas se tenía en pie.
Sus ojos, inyectados en sangre, permanecían fijos en la jarra de vino que, frente a él, iba vaciándose poco a poco, sin respiro. Tragó con fuerza y eructó, limpiándose con las gruesas manos la barba. Se puso en pie, y tambaleándose consiguió apoyarse en el alfeizar de la ventana. Su odiada Toledo le devolvió la mirada.
No había tenido los arrestos suficientes para marcharse de allí. Antonia volvió a Cremona pocos días después del entierro de su hija. Ya no quería saber nada de los españoles. La muerte de Bárbula la había marchitado. Pero él no podía irse. Una pregunta que aún no tenía forma ni respuesta lo anclaba aquí.
La había querido más que a nada en el mundo y ese día murió junto a ella pese a que su cuerpo continuaba funcionando. Aunque ninguno de ellos era joven ya, ningún padre debería enterrar a sus hijos.
Lloró al recordarla, y sus gemidos hicieron temblar la mole de su cuerpo.
Entonces lo oyó.
Tan flojo que pensó que su imaginación le gastaba una mala pasada. Guardó silencio. En la habitación sólo se escuchaba el sonido de su corazón galopando en su pecho.
Y lo escuchó otra vez. Muy tenue, apenas audible. El sonido de una vieja tonadilla, conocida contraseña, que servía como santo y seña para entrar a su taller.
Sintió que moría allí mismo y miró alrededor buscando al negro ángel de la muerte.
Silbó la respuesta.
La puerta se abrió con un crujido y despacio, la criatura que reptaba tras ella trató de ponerse en pie entre crujidos, apoyándose en la jamba de la puerta. La blanca mortaja que la cubría se escurrió por su lánguido cuerpo, mostrando la herida del tiempo en la que una vez fue su bella hija. Sus ojos lechosos le enfocaron con reconocimiento, y entre sus labios resecos surgió con esfuerzo una vez más la melodía.
Turriano gritó de terror y sus piernas le fallaron arrojándolo al suelo al tiempo que la criatura avanzaba con dificultad hacia él, cayendo al piso y reptando sobre sus huesos rotos por la fuerza del agua. Las gruesas botas del hombre taconearon y resbalaron sobre el limo que surgía de la criatura y cubría el suelo mientras trataba de alejarse de ella.
Apelando a Dios se abalanzó sobre la mesa de un salto y derribando la jarra de vino, estrelló el candil sobre la criatura.
El fuego inmisericorde consumió el cuerpo reseco en apenas unos latidos.
Turriano permaneció en silencio, mirando las cenizas que se desparramaban por el suelo y salían volando por la ventana, arrastradas por el viento.
No podía moverse, apenas podía respirar. Su corazón se había convertido en un bloque de hielo al comprenderlo todo. Al ver el estigma que marcaba el cuerpo corrupto de su hija.
En toscos caracteres una palabra brillaba, color carmesí, grabada sobre la carne podrida.
Emet.
***
Hombre de Palo esperaba ansioso en su rincón del taller.
Sólo la providencia quiso que hubiera acabado descubriendo lo que debía hacer. Había permanecido horas pensativo en la oscuridad, recorriendo el grabado de su frente hasta que dio con la solución por pura casualidad.
Por una vez había hecho algo bien, lo había arreglado todo y no aguantaba más. Deseaba con todas sus fuerzas volver a ver la cara de padre, otra vez alegre, por fin feliz.
La puerta se estrelló con violencia contra la pared y Turriano bajó los escalones de dos en dos. Su cabeza giró, buscando en la penumbra hasta que sus ojos encontraron la figura de Hombre de Palo. En ese momento comenzó a correr hacia él.
Hombre de Palo hubiera dado su vida por poder hablarle. Padre estaba otra vez allí. Volvían a estar juntos. Todo estaba bien otra vez. Abrió los brazos y bailoteó hacia Padre para fundirse en un abrazo con él.
El hacha golpeó con fuerza en el pecho de madera astillándolo hasta el hombro. Turriano tiró con todas sus fuerzas y una gran astilla saltó por los aires.
Hombre de Palo cayó al suelo confundido y Juanelo se abalanzó sobre él.
Descargó el hacha sobre su cuerpo, destrozándolo, arrancando gruesos trozos, rompiéndolo en tiras, pero la criatura continuaba impasible ante su ataque, alzando tan sólo los brazos hacía él.
Lloró mientras golpeaba y recordando a su hija cerró los ojos y apretó los dientes hasta que sintió como estos se astillaban dentro de su boca. Gritó de rabia y dolor y con todas sus fuerzas golpeó la cabeza del gólem. gran trozo de esta cayó al suelo y se deslizó rebotando hacía la pared.
Y así, la palabra que es la Verdad de todas las cosas, se convirtió en la palabra que es el fin de todo.
Hombre de Palo alzó los brazos hacía su Padre por última vez, ansiando por una vez en su vida el abrazo de su creador. En su frente, refulgiendo en suaves tonos dorados, la palabra Met destellaba con la cadencia del latido de un corazón que latía por primera vez mientras la vida que su cuerpo había tomado prestada se extinguía.
Turriano arrojó el hacha lejos de sí y se llevó las manos a los ojos. Gruesas lágrimas corrieron entre sus dedos, creando surcos en su cara llena de ceniza al tiempo que se dejaba caer de rodillas sobre el autómata.
Hombre de Palo atrapó una de ellas y sonrió.
Turriano le miró a los ojos mientras estos se apagaban, y entonces lo entendió todo. Gritó hasta que la sangre llenó su garganta.
Lanzó la antorcha a la casa, que ardió con voracidad, quemando los restos de su vida y de su cordura.
Se marchó de allí para nunca volver.
Y nadie supo más de él.
Un merecido homenaje a un genio olvidado como Turriano. Me ha alegrado ver la tematica del relato. Y la verdad me ha gustado mucho. Me he liado un poco en la escena de la niña volviendo del cementerio, al principio del parrafo pense que era el hombre de palo que trais en brazos el cadaver. Pero releyendola ha quedado claro. Es impactante.
Lo unico no se si será suficientemente fosco. Pero a mi me ha gustado!!
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