Un relato de FAGLAND para la vivisección de Calabazas en el Trastero: Creaturas
La sangre manaba de sus muñecas manchando la colcha de adornos multicolores que le había acompañado toda la vida. Poco a poco las fuerzas abandonaban al joven Filodel, quien se resignaba a la muerte con lágrimas de culpabilidad en los ojos.
Unos golpecitos resonaban contra la ventana, pero el chico los ignoraba, pues se sentía incapaz de mirar a la cara y explicarle lo que estaba haciendo a ella. Siempre la había considerado fruto de su inocencia, y los tristes acontecimientos de las últimas semanas habían destruido su niñez y le habían traído un dolor rayano en la locura. Un dolor que pronto acabaría.
Dicen que cuando la muerte está cerca, toda tu vida pasa ante tus ojos a cámara rápida. Filodel no la vio toda, pero su cabeza sí que dio un repaso a los acontecimientos más importantes de su corta existencia. Nunca había sido un niño normal, de eso no cabía duda, pero no se dio cuenta de lo realmente especial que era hasta que la creó a ella.
Contaba diez años y tenía la mirada melancólica de un anciano de ochenta. Su padre estaba preocupado por su escasa vida social, y es que el niño no tenía verdaderos amigos; sus compañeros de clase no jugaban con él en el recreo, las tardes las pasaba solo en casa con sus pensamientos y sus libros de fantasía infantil, libros llenos de hadas, duendes y elfos de toda clase y condición.
Podía ser un niño especial, pero él no se consideraba una persona amargada; si bien solía caer en la melancolía por tiempos que ni tan siquiera habían sido, predominaba en él la alegría de estar triste. Los mundos imaginarios en los que se sumergía lo llenaban de gozo y maravilla, a menudo jugaba solo como si estuviera acompañado de seres de otros mundos, seres que eran amables con él.
Su primera amiga nació de un sueño. Despertó con la primera luz del alba y la vio allí, recortada contra el marco de la ventana batiente. Entró por un resquicio y le saludó con un simple y musical “hola”.
En un principio Filodel creyó que estaba soñando, pero su mente infantil era muy abierta, así que pronto aceptó que aquel ser de fantasía había salido de sus sueños y se había colado en el mundo real. Era un hada diminuta, con unas alas transparentes que no dejaban de moverse y un cuerpo de muñeca de juguete con un ceñido vestido violeta y azul.
Se posó en la palma de la mano del chico y sonrió coqueta cuando Filodel se acercó para escrutar cada milímetro de su cuerpo con sus ojos gigantes. Su tacto era semejante al algodón, pero estaba caliente como un ser vivo, que es exactamente lo que era.
Le preguntó quién era y de dónde venía y ella respondió que venía de otra realidad y que se llamaba Ithilis. Estaba sumamente agradecida por haber llegado a este Mundo y prometió contarle al chico una historia cada noche. A cambio sólo le pidió una cosa: que mantuviera en secreto su existencia, pues mucha gente trataría de aprovecharse de un hada, o incluso intentaría acabar con su vida, ya que muchos son los que temen aquello que no conocen.
Ese día Filodel fue más contento que nunca al colegio; su padre notó el cambio de humor del chico, pero no logró sacarle el motivo de tan feliz acontecimiento.
El muchacho no creó nuevos seres en un tiempo. Nada cambió su vida salvo las alegres anécdotas del hada, que poblaban su mente de fantasías aún más vívidas que aquellas que encontraba en los libros.
Cierto día, estaba en su lugar secreto, un callejón poco frecuentado del que no hablaba con nadie, cuando se encontró con otra persona. Se sobresaltó al ver que se acercaba alguien, pero recuperó la compostura al ver que se trataba de un chico de su edad con una sonrisa amistosa en el rostro. Dijo que se llamaba Telomar.
—¿Por qué has venido aquí? —Le preguntó Filodel, a quien no le hacía mucha gracia ver a nadie.
—Buscaba un sitio apartado y éste me pareció tan bueno como cualquiera. Luego te he visto y he decidido conocerte. ¿Puedo jugar contigo?
—Supongo que sí. O sea, ya que estás aquí… ¿Por qué no me cuentas qué te gusta hacer? Igual tenemos algo en común.
—Bueno, me gusta mucho leer relatos de terror, me encantan desde que tenía diez años. Mis padres no me los dejan tener, así que tengo que esconderlos debajo de la cama para que no los encuentren.
—Ese es uno de los peores sitios para esconder cosas —respondió con una sonrisa—. Yo también son un buen lector, pero prefiero los cuentos de fantasía.
—¡Eso es estupendo! Así podremos intercambiar libros y hablar de ellos. ¿Qué te parece la idea?
—Supongo que está bien. ¿Y si nos vemos aquí mañana, a la misma hora, y hacemos el intercambio?
—Sí, será perfecto—asintió Telomar.
—Y si aún quieres jugar conmigo, escucha…
De esta manera tan sencilla comenzó la amistad entre los dos chicos, y ya no hubo dos días seguidos en los que no quedaran para jugar o intercambiarse sus preciadas historias.
Filodel quedó fuertemente marcado por el primer libro que le dejó su nuevo amigo. Era el volumen uno de las narraciones completas de Lovecraft, y le resultó vívido y aterrador a la vez que fascinante. No podía dejar de leer aquellos relatos llenos de monstruos y con un aura tenebrosa que poco a poco se fue incrustando en su subconsciente.
Entonces ocurrió aquello que cambiaría su suerte para siempre: comenzó a tener pesadillas. Al principio simplemente despertaba con un escalofrío sin recordar nada, pero según avanzaba el tiempo, sus terroríficos sueños fueron instaurándose con más y más firmeza en su mente. Y llegó el día en que le creó a Él.
Despertó con aquel rostro desfigurado grabado en sus retinas. Tenía unos ojos amarillos que brillaban con maldad y hablaban de una inteligencia cruel, no había empatía en ellos sino locura. Su nariz era ganchuda como el pico de un ave de presa, pero formado de carne peluda. Su boca era más bien un hocico en el que brillaban unos dientes de lobo que hacían juego con sus ojos. No era un animal, pero también estaba lejos de ser un ser humano. Más bien parecía un cruce de especies antinatural, una grotesca parodia de un ser vivo cuya única motivación era la destrucción del cuerpo y el alma de sus víctimas.
Todo esto percibió Filodel cuando despertó de su pesadilla, y supo que lo había traído a su mundo al igual que hizo con el hada, pues su mente creaba puentes entre diferentes dimensiones o realidades sin que él pudiera hacer nada para evitarlo.
Ya no volvió a ser el mismo; por las noches le acechaba el ser de pesadilla, cuyos pensamientos oía tan claramente como si le hablara con ese hocico incapacitado para el lenguaje. Supo que venía de un Mundo más indómito y cruel, en el que la civilización era imposible y el único lazo entre individuos era la conveniencia. La amistad, el amor y todos los buenos sentimientos no existían allí, lo único que prevalecía era la ley del más fuerte, y muchos eran los que no tenían más diversión que aplastar a los más débiles, maltratarlos y burlarse de ellos.
También supo que el monstruo no estaba nada contento con su cambio de escenario. El Mundo de Filodel le parecía demasiado poblado y organizado; su única salida era esconderse en los bosques, donde esperaba a sus víctimas. Una idea rondaba constantemente en su cabeza: dar con el muchacho y acabar con él por haber trastocado su realidad.
En un principio, Filodel pensó guardar en secreto su pecado. Sin embargo, su estado cabizbajo y temeroso alertó al hada, quien le sonsacó la verdad. “No hay mucho que puedas hacer, amigo, pero si de verdad quieres plantar cara a ese monstruo, yo te ayudaré”, le dijo.
Semanas después el chico le contó lo sucedido a Telomar, quien se mostró dispuesto a arriesgar su vida para ayudar a su amigo. Así que eran tres, dos muchachos y un hada diminuta contra una bestia acostumbrada a desgarrar y desmembrar con su hocico y sus garras. Ni siquiera ellos daban un duro por su victoria, pero creían que la justicia les acompañaba y soñaban con que la providencia les ayudara en su dura empresa.
Lo primero era localizar a la creatura, para lo cual dependían de los sueños de Filodel. En ellos vio un frondoso bosque y una pequeña cabaña abandonada donde entraba el monstruo de su imaginación, como solía llamarlo. Después de buscar fotos de los alrededores, reconoció el sitio como el bosque Furtherwood, que estaba a tan sólo dos kilómetros al oeste de su pueblo.
Decidieron que necesitaban armarse para ir en busca de la bestia, pero no sería fácil conseguir algo distinto de un cuchillo de cocina… a no ser que Filodel le robara la escopeta a su padre. Éste la guardaba en un armario cerrado con llave, y la llave iba siempre a un pequeño recipiente de cuero donde su padre vaciaba todos los días sus bolsillos. Desgraciadamente estaba en su habitación, que se mantenía cerrada salvo cuando estaba ocupada.
Un día Filodel reunió el valor suficiente para coger la llave. Se levantó a eso de las dos de la mañana. Avanzó tan silencioso como un fantasma hasta la puerta de la habitación. Pese a abrirla con sumo cuidado, ésta emitió un leve crujido y el corazón del muchacho le dio un vuelco, pero la respiración rítmica de su padre resonaba imperturbable.
El muchacho anduvo muy despacito, descalzo y de puntillas. Cada pasa le acercaba un poco más a la mesa que era su objetivo. Estaba casi delante cuando su padre se dio la vuelta. Filodel se mantuvo quieto como una estatua de piedra. Cuando volvió la calma cogió las llaves del recipiente y se marchó por donde había venido.
Al día siguiente, Filodel hizo una copia de la llave y, mientras su padre se vestía, dejó la original en su sitio sin que se diera cuenta. Así que tenían un arma de fuego a su disposición. Si aprendían a usarla, aumentarían exponencialmente sus opciones de victoria.
Pasaron dos tardes practicando con la escopeta en la cima de una pequeña colina a la que no solía ir nadie. Filodel tenía una destreza innata que le convertía en buen tirador. Podía alcanzar una botella a quince metros de distancia, aunque no siempre acertaba.
Así que decidieron que Filodel llevaría la escopeta y tanto Telomar como él un cuchillo de cocina. El hada no participaría en la lucha, pero les daría la posición exacta de la creatura en cuanto la viera; el poder volar y su aguda vista les daría un margen de seguridad. Si todo salía bien, Filodel abatiría a su enemigo desde la distancia y no tendrían que arriesgar sus vidas en un cuerpo a cuerpo en el que partirían con desventaja.
Salieron en busca de su presa a eso de las doce de la mañana de un calurosísimo sábado. El Sol reinaba solitario en el cielo despejado, tomándose muy en serio su doble labor de estufa y lámpara planetaria. El camino hacia la vieja cabaña abandonada no era largo y no tenía pérdida posible. Tras apenas diez minutos de travesía, un letrero de madera plantado en medio de un camino de tierra les indicó “Bosque de Furtherwood a un kilómetro”.
A partir de ahí extremaron las precauciones. El hada iba de avanzadilla y retrocedía a intervalos regulares para indicarles que podían continuar. Por desgracia, la vegetación era espesa y era imposible descubrir un ataque desde los bordes del camino, donde las ramas de los árboles se entrelazaban cubriendo el terreno.
El sendero comenzó a serpentear y a inclinarse cuesta arriba. El sudor humedecía las frentes de los dos muchachos y una sensación de inquietud los embargaba; las tripas les cosquilleaban como si tuvieran el vientre lleno de hormigas. Finalmente, el hada les anunció que la cabaña estaba detrás de la última curva del camino, a tan sólo cien metros de su posición.
Llegaron al final del trayecto sin haber visto rastro alguno de la creatura.
La cabaña era de madera y no tenía mal aspecto, al menos para estar abandonada. Dos ventanas filtraban la luz del exterior; tan sólo había una habitación además del baño, al fondo del salón había una puerta con el cerrojo echado que constituía la única vía de acceso descontando la puerta principal.
Decidieron vigilar desde cada una de las ventanas. Si, como Filodel creía, la creatura se escondía en la cabaña, llegaría allí tarde o temprano. Y qué mejor momento para pillarla por sorpresa que cuando volviera de lo que quisiera que estuviese haciendo y se dirigiese confiada a la puerta.
El hada se quedó vigilando el camino, mientras que Telomar dividía su atención entre la puerta trasera y la ventana derecha del frontal de la casa; Filodel mantenía la vista fija desde la otra ventana.
El silencio de la cabaña era denso, siniestro y opresivo, o así lo percibían los dos muchachos desde su puesto de guardia. Un ligero crujido los sobresaltó como el estruendo de un terremoto. ¿Podía ser que la creatura se acercara sin ser vista? El pomo de la puerta trasera comenzó a girar. Filodel contuvo el aliento y dirigió hacia allí el cañón de su arma.
Sin embargo, la puerta no llegó a abrirse. Pasaron unos segundos sin que el ruido se repitiera, y después, completando la trampa, la ventana izquierda se hizo añicos cuando el cuerpo del monstruo se lanzó sobre ella.
Filodel trató de reaccionar, pero cuando tuvo al monstruo enfrente dudó; no es lo mismo disparar a una lata que a un ser vivo, por muy malvado que éste sea. Y Filodel era sólo un niño. La creatura le golpeó con su brazo derecho lanzándolo dos metros hacia atrás. La fuerza sobrenatural del atacante le aturdió y el arma se le escapó de las manos y rebotó en el suelo de madera. Telomar aprovechó la ventaja de su posición y lanzó una cuchillada a la espalda peluda de su adversario. El cuchillo profundizó en la carne y un aullido terrible brotó del hocico sobrenatural. La bestia se dio la vuelta y se abalanzó sobre el muchacho, sedienta de sangre.
La mano de Filodel palpaba el suelo buscando la escopeta, ya que el golpe había embotado sus sentidos, incluida la vista. Por desgracia, lo que sí pudo ver fueron las fauces babeantes de la creatura cerrándose en el cuello de Telomar, quien apenas pudo emitir un pequeño quejido de agonía. En un segundo su cuerpo se desplomaba inerte en el suelo, cubierto de sangre y con la yugular totalmente seccionada.
“¡Aaaaah!” Gritó Filodel con una rabia enfermiza. Finalmente sus dedos encontraron el arma y la escopeta tronó tres veces. Las balas impactaron en el pecho de la creatura asesina, quien, herida de muerte, huyó por la ventana rota con una funesta carga: el cuerpo del malogrado Telomar.
El muchacho habría deseado levantarse y dar caza a la bestia, pero estaba demasiado débil para hacerlo. Sólo pudo quedarse en el suelo, lloriqueando impotente. Ithilis llegó volando y, dándose cuenta de lo ocurrido, trató de consolar a su amigo.
—No lo vi venir —se lamentó—. Debió coger algún camino alternativo, un sendero oculto entre los árboles que yo no pude encontrar. Ha sido culpa mía.
—No. La culpa de todo esto es mía, sólo mía —gimoteó Filodel, inconsolable en medio de la cabaña de madera.
La mente de Filodel volvió al presente cuando escuchó cómo se abría la puerta de su habitación. Su padre vio lo que ocurría y exclamó asuntado:
—¡Dios santo, hijo! ¿Pero qué has hecho?
Llamó a la ambulancia y después trató de frenar la hemorragia vendando las heridas con trozos de una sábana. Por fortuna, actuó lo suficientemente rápido para salvar la vida del muchacho. El viaje que siguió fue como un sueño, impreciso y extraño. Ya en el hospital, los médicos se ocuparon de coserle y hacerle una rápida transfusión de sangre.
Poco después de su intento de suicidio, Filodel fue tratado por psicólogos y psiquiatras que se alternaban con su mirada comprensiva y un gesto adusto. El diagnóstico fue unánime: el paciente había sido víctima de un brote psicótico; eso sí, la medicación le devolvería la salud mental.
Por lo que a Filodel le contaron, no existía ningún Telomar, y aún menos un monstruo con cuerpo humano, garras y hocico de lobo. La cabaña del enfrentamiento no mostraba rastros de sangre. Los libros de terror los había comprado él mismo, aunque su memoria selectiva no lo recordaba.
Por su parte, el chico se sinceró con los médicos casi completamente, pero guardó para sí mismo su más íntimo secreto. Tal y como había prometido: nadie supo jamás de la existencia de Ithilis, su querida hada. El muchacho pasó innumerables horas junto a la ventana con mirada anhelante, esperando paciente que ocurriera un milagro. Ella no volvió.
Después de todo lo ocurrido, Filodel se convirtió en un joven algo más sociable, aunque en ningún caso extrovertido.
Jamás volvió a leer.
Estupendo relato.
Se ve venir un poco el final desde que se ponen en la búsqueda del mosntruo. No es que importe mucho porque he disfrutado mucho la lectura. Quizá no hubiese hecho falta ser tan explicativo con el final. Siempre es difícil situar la barrera entre lo obvio y lo que queda confuso para el lector.
Y ahora pequeños detallitos que me han llamado la atención (motivado quizá por un exceso de celo al tratarse de una vivisección):
Podía ser un niño especial, pero él no se consideraba una persona amargada; si bien solía caer en la melancolía por tiempos que ni tan siquiera habían sido, predominaba en él la alegría de estar triste. Estas líneas las he tenido que releer hasta 3 veces para enterarme. Es muy probable que su comprensión se deba a mi "espesez" natural pero con el resto del texto no me ha pasado nada parecido.
Mencionar a Lovecraft no me ha gustado. No está en sintonía con ese con ese mundo real del relato donde hay niños que se llaman Telomar o Filodel (un gran acierto estos nombres).
Y la última puntillita es meramente gramatical. El muchacho anduvo muy despacito, descalzo y de puntillas. Cada pasa le acercaba un poco más a la mesa que era su objetivo. Estaba casi delante cuando su padre se dio la vuelta. Filodel se mantuvo quieto como una estatua de piedra. Cuando volvió la calma cogió las llaves del recipiente y se marchó por donde había venido.
Sin más, reitero mi disfrute al leer este relato y el gusto y arte de Fagland para escribirlo.
Es probable emitió su esperma de una forma muy descuidada.