Un artículo de intolerancia ortográfica de Weiss
Soy un intolerante, un fanático, un talibán, un extremista con la conciencia más negra que la pez. Miro por encima del hombro y desprecio abiertamente a gente que no es como yo. Gente no, perdón, ¡gentuza, canalla! Creo ser sincero, sin embargo, cuando aseguro que tengo alguna que otra virtud —pocas—, pero este defecto que ya es parte de mí desde hace décadas eclipsa cualquier vestigio de bondad que mi espíritu siempre displicente pudiera albergar. Para que me entendáis, soy una mala persona. «¿Qué dices, Ernesto, con lo encantador que tú eres?». Pues sí, soy una mala persona: detesto las faltas de ortografía.
Coincidiréis conmigo en que sí, que las faltas de ortografía están feas, pero no es para tanto. No, no lo es. No lo es cuando comentas en el muro de Facebook de un amiguete y pasas de poner tildes; cuando chateas por el whatsapp y no te molestas mucho en regalarles a tus mensajes el improbable detalle del rigor lingüístico. No lo es incluso cuando en el trabajo le mandas un presupuesto a un cliente sin pararte a mirar si se te ha colado alguna burrada ortográfica. Pero en el campo profesional de la comunicación… Ahí ya hago yo un distingo. Si te dedicas a los seguros, a la odontología o a la venta minorista de pescado fresco, todavía tiene un pase. Pero si te dedicas a escribir… Ay, amigo.
Hace mucho, mucho tiempo —yo como siempre tan épico; hablamos de veinte años atrás, en mi bachillerato—, tenía yo un profe de matemáticas que te suspendía los exámenes por mala ortografía. Eh, matizo: a mí no, nunca; me los suspendía, uno detrás del otro, por mi incorregible torpeza con los números, pero nunca, NUNCA, por mi ortografía. El profe en el fondo era un buenazo, así que no cateaba realmente a los alumnos: les ponía un 4’5 para que fueran a revisión. Entonces los estudiantes suspendidos se presentaban ante su despacho, un punto entre indignados y ofendidos, exclamando «¿¡Pero cómo me ha podido poner un 4’5, si el examen me ha salido “clavao”!?». El tipo les preguntaba: «A ver, ¿tú qué quieres estudiar, qué quieres ser de mayor?». Y ellos solían contestar: «Yo voy a hacer ingeniería industrial, yo informática, yo arquitectura». Y entonces llegaba su respuesta: «Muy bien. Ahora ponte en el papel: eres un genial arquitecto, un magnífico ingeniero, un brillante informático. Tú tienes talento, tío, haces cálculos de estructuras como los mismos ángeles celestiales. Pues bien, piensa en qué cara se le queda a tu jefe/cliente/proveedor cuando le mandas una carta como ésta:
Estimado señor X:
Emos realizado el hinforme que nos solicito respesto a su prollecto. La obra segun emos bisto requiere conplejos calculos asi que el presupuesto que le ofrecemos aora biene a ser un poco mallor del que orijinalmente le embiamos…»
Cabeza gacha y un con 5 raspón, todos abandonaban el despacho. Huelga decir que nadie le replicó jamás.
Aun teniendo su punto avergonzante, no llega a ser para cortarse las venas que un arquitecto, un ingeniero o un informático no sepan escribir en riguroso castellano. Lo que a mí personalmente me flipa, es encontrarme con gente que se hace llamar “escritor” (yo desde luego no me atrevo) y que no es capaz de redactar correctamente su propio nombre. Vale, la mayoría no os habréis fijado en eso, pero es que yo, de los ciento y largos contactos que tengo en Facebook, la mitad más o menos se vienen dedicando a esto de juntar letras, así que es habitual que de hilo en hilo, de conversación en conversación, me cruce con personajes que se definen como “escritor/a” y que firman como —léase fonéticamente— “Ívan Rodriguéz”, “Luís Gárcia”, “Angél Peréz”, “Jésus Míllan”… Cuidado, que también me he encontrado con a algún que otro so-called “agente literario” que ignoraba la existencia de las tildes y que tampoco sabía que a las comas y a los puntos les sigue un espacio antes de la siguiente palabra (imaginaos el aura de profesionalidad que proyecta un individuo con tamaña destreza cuando te comunica, mediante una redacción merecedora de la más atroz corrida a gorrazos, que se dispone a evaluar tus escritos).
Que soy un intolerante, un fanático, un talibán y un extremista sin alma ni conciencia… Sí, ya os lo he dicho. Que si sois camareros, contables o taxistas os lo paso, eso también lo he subrayado. Pero que si vais por la vida de “escritores”, por Dios o por el Demonio —el que mejor os caiga, lo mismo me da—, por favor, tratad de escribir correctamente. Aunque sólo sean vuestros nombres. Si a mí, lo que es vosotros, me da igual. Es por vergüenza ajena.
Tenemos ganas de marcha, ¿eh, compañero? Pues bastante, sí, bastante de acuerdo. Es verdad que los nombres tienen su propia ortografía y que a veces no responden a lo que uno espera. Pero no es menos cierto que hay mucha dejadez. En ocasiones me he visto colgando la nota de prensa de una antología o de una lista de finalistas de un concurso y no sabes si la ausencia arbitraria de tildes se debe a que todos tienen apellidos y nombres raros o a que la ortografía empieza a ser cosa de otros dominios y no del literario.
Un colega -ingeniero- me dijo una vez, cuando supo que me dedicaba a escribir, que escribiera bien siempre. Emails, apuntes, lo que fuera. Así practicaría e interiorizaría los gestos. Tenía más razón que un santo. Que sí, que a todos se nos va la mano en un momento u otro, sobre todo cuando hay prisas, bebés en los regazos o demasiadas cervezas en el cuerpo, pero, al menos, deberíamos hacer el esfuerzo.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.