Un relato de sharkbook para Supersticiones
Decididamente nunca he sido supersticioso, jamás en mi dilatada vida he pensado ni creído que algo ajeno a la razón pudiera influir en nuestra existencia. Sin embargo no puedo, qué menos, intentar relataros esta historia para que no quede relegada a ese oscuro cajón donde guardamos lo que no nos importa ni nos sirve o no nos emociona. Algunos afirmareis que es mentira, otros pensareis sobre lo que en ella pueda esconderse, quizás otros la conozcáis y otros, simplemente la ignorareis, pero aquí la dejo con la única intención de que quede constancia de ella y no quede enmarañada en las telarañas del olvido. Vosotros la juzgareis.
Los hechos que os voy a narrar acaecieron en esta ciudad, la mía por supuesto; la urbe que me vio nacer y que he aprendido a amar a fuerza de trotar por sus calles, dialogar con sus gentes y escribir sobre ella. Pues sí, soy escritor. Quizás no afamado ni conocido, pero de ello vivo y puedo comer y pagar las facturas. Desde que tengo uso de razón he plasmado en papel cualquier sensación, pensamiento o idea que haya cautivado mi mente. Al principio con mis manos y pinturas, y más tarde, cuando aprendí a escribir, con cualquier instrumento que me fuera útil para ello. Las dispersas notas sobre mi mesa solo son superadas en número por las abarrotadas ideas ubicadas en los trasfondos de mi mente. Pero vayamos al tema que ya estoy desbarrando, debéis perdonarme, probablemente sea cosa de la edad.
Como os decía, fue en mi ciudad donde se iniciaron la serie de sucesos e incidentes que me llevaron al punto donde ahora mismo nos encontramos. Una localidad como otra cualquiera, con su populoso tráfico, trasiego de transeúntes y problemas varios. Pero centrémonos. Acerquémonos a mi barrio, antaño hogar de obreros y trabajadores de la fábrica metalúrgica que ha hecho famosa la población, bastante bello y provisto de todo lo necesario para poder vivir tranquilos sin necesidad de salir de él. Un colmado regentado por el gordo y bueno de Armando, la farmacia de Don Joaquín, la sastrería de Marisa, la Iglesia de San Cristóbal, donde aún hoy el anciano Padre José oficia misa todos los días, los almacenes de los hermanos Teruel, una mercería, la tahona de Parrado y como no, varios bares, cafeterías y bodegas, llenas de parroquianos y vecinos del barrio, que acudían en masa para ahogar en vino las penas del día. Ya os digo, todo lo necesario para una vida relativamente cómoda lo encontrabas en un radio de pocas manzanas.
Y en medio de todo ello, la plaza arbolada y multicolor, presidida por “El Roble”, un mayestático y centenario árbol que le da nombre a la plaza, orgullo de todos los vecinos por su longevidad e historia. “Quercus robur” le llamaban los romanos. Muchos dicen que tiene mil años, otros aseguran que aún más, pero yo no lo creo. Se cuenta que el rey Felipe II reposó bajo sus ramas, mientras regresaba de alguna de sus campañas al Escorial, alabando su porte y majestuosidad. Y que varios fueron los herejes y brujas que perecieron en las hogueras y cadalsos que se irguieron en las inmediaciones. Los más arriesgados afirman que fue plantado por Doña Mariana, condesa de Otiel, allá por el siglo IX, en honor y recuerdo de su marido, el muy noble Conde Hernando de Otiel, muerto en la batalla de Sagrario, pero tampoco lo creo. Como os comenté, no soy amigo de supersticiones y habladurías y las leyendas son, pues eso, leyendas.
Lo que sí es cierto es que el árbol es muy longevo, como atestiguan el grosor de su llagado tronco y la frondosidad de sus ramas y hojas. El roble se encuentra en lo alto de una pequeña lometa en el centro de la plaza y lo rodean varios bancos donde los paseantes pueden descansar al cobijo de su agradable sombra. El césped a sus pies es muy tupido lo que agrega frescor al lugar y lo hace terriblemente ansiado por los jóvenes que acostumbran a tumbarse sobre él, pese a estar prohibido, para cortejar y enamorar a las mozuelas. Numerosos son los pájaros y aves que han anidado en sus soberbias ramas, lo que añade a la paz que allí se encuentra, la belleza de sus armoniosos trinos y gorjeos. Un lugar de tranquilidad, sosiego y reposo del alma. Pero eso era antes, ¡ay!, mucho antes.
Como todo en la vida, el barrio cambió. Los obreros se fueron cuando trasladaron la metalúrgica a la capital y los comercios tuvieron que ir cerrando por falta de clientes. Ya no hay tertulias en las cafeterías, ni acuden los parroquianos a las bodegas. Otro tipo de gente vive ahora en el barrio: cientos de inmigrantes de todos los países luchan por sobrevivir y ganarse el jornal en nuestras calles. Así ahora, las alegres cantinelas de las señoras que iban a comprar al colmado y las conversaciones de los operarios que acudían a sus puestos de trabajo se han visto sustituidas por batiburrillos ininteligibles en todos los idiomas, salidos de las bocas de sudamericanos, chinos, ciudadanos de la Europa del Este, árabes, hindúes y por supuesto, africanos. Ahora está todo lleno de locutorios, tiendas de esas de todo a cien, pequeños comercios donde venden productos de sus tierras, almacenes de ropa usada en donde mujeres de lejanas tierras, cargadas de bolsas y críos, disputan por un pedazo de tela ajado en una algarabía incesante.
Y como no, con ellos se han traído sus costumbres y tradiciones, algunas no son muy diferentes de las nuestras, otras sin embargo, pueden hasta parecer que carezcan de toda lógica, aunque sin duda la tengan. Los observo todos los días, tal es la curiosidad que me causan y cada vez me asombran más. Recuerdo la primera vez que vi a aquellos africanos, negros como el tizne, frenarse ante el atávico árbol y como haciendo acto de contrición, cerrar los ojos y mascullar palabras en susurros, para luego elevar las manos al cielo y luego a la tierra. Me acuerdo de la impresión que me causó aquel acto y como, a partir de entonces me dediqué en cuerpo y alma a observar a aquellos extraños humanos de cultura diferente. Me acuerdo de cómo dejaban con sumo respeto, pequeños papeles en sus ramas o en las raíces que sobresalían del suelo y cómo, después de hacerlo se alejaban del roble, caminando hacia atrás y sin dejar de mirarlo. Otros con gran adoración colgaban cintas de colores en sus ramas, como regalos de respeto. Hasta los más jóvenes hacían aquello y todos con esa consideración tan sumisa y casi religiosa. Nunca olvidaré la primera vez que vi como incluso dejaban comida y bebida a los pies del regio árbol. Fue un anciano de curtida piel de ébano, débil y tambaleante, que llegó incluso a postrarse dolorosamente a los pies del roble, entre sus raíces donde doblegó su cabeza en un acto de sumisión tal, que me llegó muy adentro.
Por supuesto, recuerdo a Okambawa, aquél feroz senegalés de duro rostro y maneras rudas que me enseñó el porqué de aquellos ritos y algo más. Lo conocí un brumoso día sentado en uno de los bancos de la plaza del roble, observando a aquellos seres que tributaban tanto respeto por el anciano árbol y sus alrededores. Se me quedó mirando y por un instante sentí inquietud, diría yo que hasta miedo. Su mirada era atroz y su pose intimidante, o así me lo pareció. Sin decir nada se fue acercando y se sentó a mi lado, mirando el mismo árbol que yo estaba estudiando. Tampoco yo le miré, no quería ser descortés y no sabía cómo saludarlo, así que opté por la solución más fácil, dejar que hablara él. Pasaron unos segundos que se me hicieron eternos hasta que habló y cuando lo hizo, una voz grave y potente con fuerte acento extranjero, salió de sus cuerdas vocales:
—Te deseo un gran día, hermano. Que las fuerzas de la naturaleza y los espíritus te sean favorables.
—Buen…buenos días, caballero. Lo mismo digo —dije sin mucha convicción.
—Hermoso día. Los espíritus están contentos. Y tú eres de su agrado.
—¿Cómo? —respondí perplejo—. ¿Qué quiere decir?
—Me llamo Okambawa —dijo ignorando mi pregunta, mientras me ofrecía su enorme mano.
—Encantado, amigo —le di mi nombre mientras extendía la mía, junto a una de mis mejores sonrisas.
El tacto de su mano fue cálido y duro al mismo tiempo. No sonrió pero sí que vi un gran respeto en la mirada que me dirigió. Me quedé sorprendido ante ese gesto, pues demostraba gratitud y consideración a la par y no supe vislumbrar porqué se me hacía merecedor de semejantes halagos.
—Te vengo observando desde hace días y he visto que eres respetuoso con mi gente y sus tradiciones y también con el “baobab” —señaló con un gesto del rostro hacia el roble— . Por eso te quieren.
—¿Baobab, te refieres al árbol sagrado de África? —pregunté fascinado.
—Veo que conoces mis tradiciones. Así es como llaman a este roble los míos, pese a no ser del mismo tipo. Pero lo adoran y veneran como hacíamos en África. Conservamos nuestras tradiciones a pesar de estar en tierras extrañas.
Entonces empezó a contarme una de esas creencias que nunca he creído. El baobab es el legendario y adorado árbol que crece en las sabanas africanas. Se dice que los dioses lo expulsaron del paraíso y lo arrojaron a la tierra cayendo del revés, con las raíces hacia arriba, pues eso es lo que parece. Los “griots”, que son los guardianes de la memoria de los pueblos, son enterrados a sus pies, para que sigan protegiendo a los suyos más allá de esta vida. También se cuenta que albergan los espíritus de morabitos, santones y gurús y que quien ose alterarlos u ofenderlos tendrá un duro castigo. Me contó el senegalés que se alojan en su interior las almas de gente especial, guardadas por el árbol de cualquier mal y estos a su vez defendían a sus poblados y moradores. Me narró historias de gente que había sufrido desgracias y pueblos enteros arrasados por enojar a estos espíritus.
Me explicó asimismo, como los nómadas y viajeros pedían permiso al árbol y a sus etéreos inquilinos para poder pasar por los caminos colindantes a los poblados, cómo dejaban a sus pies ofrendas de todo tipo y rezos y peticiones en pequeños papeles o pieles. Me contó de la grandeza y poder de aquellos seres invisibles y poco a poco, yo iba comprendiendo las actitudes de aquellos hombres y mujeres y el alto respeto que les imponía aquél árbol. Ideas y creencias arraigadas en ellos desde tiempo inmemorial, sin importar la tribu a la que se perteneciese o la aldea en que se habitase. Y me informó de cómo, al saber de la llegada de la muerte, los más ancianos pedían el permiso de los espíritus para poder reposar en la eternidad dentro del sagrado árbol. Las ofrendas a los pies de los baobabs eran la fórmula para ello y tocando su corteza se ejecutaba el pacto.
Me acordé de aquél viejo, que con suma veneración se acercó al roble y supuse que estaba pidiendo lo que me contó Okambawa y de la sensación de admiración y respeto que impuso en mi ser. Pero no solo hablaba él. Yo le conté de otros muchos árboles legendarios y sagrados a lo largo y ancho del mundo. Le di a conocer el drago de los canarios, la secuoya de los indios americanos, la acacia de los egipcios, el manzano de los griegos y el melocotonero de los chinos. Supo del ahuehuete de los aztecas y de la ceiba de los mayas, el kadam de los hindúes, el fresno en el mediterráneo y por supuesto, el roble para los celtas, árbol de dioses y lugar sagrado de reunión allá donde crecían. En todas las épocas y en todo el mundo, se había adorado a algún árbol desde tiempos pretéritos y ancestrales. Suponían la unión con la Madre Naturaleza, reina por excelencia de toda la creación.
Y así pasábamos largas horas, contándonos leyendas y observando las formas de actuar de las gentes ante aquél monumental roble en nuestro banco de siempre. Con esto que cuento os podéis hacer una idea del significado de nuestro roble para algunos de los nuevos habitantes del barrio y el que quiera creer, que crea lo que os voy a narrar a continuación. Sois libres de pensar como gustéis, pero los hechos fueron así.
Todo empezó, o de esta forma lo creo yo, una mañana temprano. Estaba sentado en el banco de costumbre sin ganas de escribir, disfrutando de la paz del lugar, cuando un grupo de cinco o seis muchachos se acercaron al parque de la plaza. Iban bastante bebidos como demostraban su caminar absurdo y sus altas voces y gritos, riéndose sin sentido y alterando la calma y el sosiego de la mañana. En un momento dado, me miraron y comenzaron a caminar hacia mí. Yo no quería problemas, pero tampoco es que esté para muchas carreras, así que esperé lo más tranquilo posible sentado en mi banco. Sé por experiencia lo crueles que pueden ser los jóvenes cuando van con unas copas de más, así que no esperaba nada bueno. Por el rabillo del ojo miré a ambos lados con la esperanza vana de encontrar algún tipo de ayuda, pero la temprana hora no me dio ningún amparo. ¿Pero es que nadie sacaba a pasear a su perro? Ni siquiera el quiosco de la esquina estaba abierto, por lo que me preparé para lo peor.
Los ebrios adolescentes continuaron su sinuosos andar hacia mí y para ello, pasaron cerca del roble, demasiado. En ese momento, todos los pájaros que había en sus ramas, salieron volando asustando a los chicos, que ante aquello, cambiaron su objetivo. Uno de ellos arrojó la botella que llevaba en la mano hacia la bandada que huía y los otros le corearon divertidos. Otro de ellos, en un alarde inmisericorde y ruin de estupidez, comenzó a orinar a los pies del árbol, sobre algunas de las ofrendas que allí había. Los demás, divertidos por la irreverente ocurrencia se dispusieron a imitarle, pero os juro que en ese momento, el muchacho que empezó aquél asqueroso juego fue violentamente empujado hacia atrás por alguna fuerza invisible. No se lo esperaba y cayó cuan largo era sobre el césped, mientras sus compañeros se reían de él. Pero las risas duraron poco, una enorme ventolera se formó alrededor de los chavales y del lugar. Casi me pareció que el cielo se oscureció un poco y algo suave y tremendo rozó mis cabellos, el temor se apoderó de mí. Y lo mismo pasó con los chicos que comenzaron a gritar y chillar aterrados que algo les estaba mordiendo y asustados, corrieron despavoridos. Tan pronto como desaparecieron la paz retomó el parque y el sol asomó de nuevo.
Yo no daba crédito a lo que había visto y pensé en mil y una maneras de darle explicación a lo ocurrido, sin que ninguna de ellas fuera satisfactoria a mi razón. La sensación de pavor que sentía se iba apagando, aunque no noté amenaza. En ello estaba cuando un movimiento a mis espaldas me llamó la atención llegando a sobresaltarme un poco. Miré hacia atrás y vi a Okambawa tan cerca que no me explico como no lo vi antes. Mi negro amigo tenía los párpados cerrados y apretados, parecía como ido. Me levanté para prestarle ayuda y en ese momento abrió los ojos y me sonrió. Era la primera vez que le veía aquel gesto y me llenó de sorpresa y estupefacción. Se dirigió lentamente hacia mí y simplemente me dijo:
—No le des más vueltas, los espíritus han comenzado a defenderse —sin decir nada más, se sentó a mi lado en el banco abrazándome por los hombros, como dos viejos amigos.
Durante un rato ninguno de los dos rompió el silencio. Cada uno ensimismado en sus pensamientos. Y en ello estaba cuando otro fenómeno se materializó ante mis ojos atónitos. ¿Os acordáis del abuelo que con tanto respeto se acercó al roble y ofreció algún presente dejándolo en sus raíces? Pues se estaba acercando de nuevo al árbol. Otra vez aquella extraña brisa que revolvía mis escasos cabellos y la impresión de que el sol se escondía un tanto. Me quedé contemplando al anciano con mucho pesar pues su caminar parecía duro y trabajoso, como si le costara demasiado dar un paso tras otro. Algo raro había en sus andares, pero no me supe dar cuenta al principio. Enseguida lo vi. ¡No se le veían los pies! Como os lo estoy diciendo que juro que no fui capaz de verle los zapatos, si los llevase, pues no lo sé.
Mi amigo me tomó del brazo y con un gesto me pidió silencio. El anciano iba estrechando el camino y justo cuando lo iba a tocar, nos miró y sonrió. Una desgastada sonrisa pero muy amable y gentil. Y entonces tocó el roble y éste lo engulló. No se me ocurre otra manera de decíroslo, fue absorbido por el árbol. Y los pájaros volvieron a sus ramas y reanudaron sus trinos y el sol caldeaba de nuevo mis duros huesos. Miré a Okambawa pidiéndole una explicación o respuesta a lo que habíamos presenciado, pero siguió callado. Tras un largo rato se levantó, anduvo los pocos metros que nos separaban del majestuoso roble y se postró a sus pies. Allí permaneció por unos minutos tras los cuales se levantó y volvió a mi lado.
—Vámonos —me dijo.
—¿A dónde? —respondí perplejo.
—A encontrar las respuestas que buscas.
Me condujo a un oscuro portal que abrió sin necesidad de llaves, subimos al primer piso y allí llamó a la puerta. Un chaval de no más de nueve años, de piel oscura como mi amigo, nos franqueó el paso. Seguí al senegalés hasta la cocina, en dónde se agolpaba un numeroso grupo de personas. En el centro sobre la mesa, reposaba el cadáver del anciano que poco antes había visto en el parque, rodeado de ofrendas y presentes. Vestidos con sus mejores galas, los presentes velaban, lloraban o rezaban a su alrededor. Una anciana llorosa que supuse la reciente viuda, me miró y se me acercó. Sin mediar palabra me dedicó una sonrisa y me acarició la mejilla, luego volvió a la mesa, cogió un gran plato de frutas y me lo ofreció. Yo me negué a aceptarlo, por supuesto, pero Okambawa me dijo que sería una grave ofensa, así que cogí aquél plato de entre sus manos y lo agradecí con una inclinación de cabeza. No me atrevía a hablar, tal era el respetuoso silencio que allí se sentía, tan solo roto por los lloros y oraciones murmuradas entre dientes por los familiares y amigos del difunto.
Al poco tiempo salimos de la vivienda y nos dirigimos de nuevo al parque, dónde la gente comenzaba a congregarse como era habitual todos los días. Es difícil explicároslo, pero os puedo asegurar que mis dudas se esfumaron al entrar en aquella casa y observar lo que allí estaba teniendo lugar. Con gran congoja y respeto miré al viejo árbol y sin que nadie me explicase nada, me dirigí hacia él y deposité el plato de fruta a sus pies, luego lo toqué y una gran paz y serenidad inundó mis entrañas. Volví junto a Okambawa y me senté a su lado. Mi amigo miraba al roble y serenamente me dijo:
—Tenemos un proverbio en África: aquello que crece lentamente tiene profundas raíces. Acuérdate de ello en el futuro.
—Entiendo… —contesté.
Continuamos allí sentados, dialogando y discutiendo sobre todo lo que se me estaba revelando y ante cada una de mis preguntas, mi negro amigo respondía atentamente. Ya os he dicho que he tenido una larga vida, pero pese a todo, parecía un niño descubriendo las cosas almacenadas de un viejo desván. Cada pregunta era respondida con celeridad y exactitud, y yo absorbía esas aseveraciones como si de ello dependiera mi vida. Mientras hablábamos, el parque se iba llenando de vida: niños que correteaban con sus juegos, madres llevando a sus bebés mientras charlaban con otras madres, señores leyendo en los bancos, grupos de gente charlando entre murmullos, etc. Todo un mundo abierto en la plaza, con gentes de todo el planeta se agolparon allí. Y siguieron los incidentes. Ya os digo que seréis muchos los que no me creeréis, pero así es cómo sucedió.
Sucedió que un grupo de niños estaban jugando al balón con la insolencia propia de su corta edad, y en un arrebato de fuerza, uno de ellos, lanzó la pelota contra las ramas del árbol, quedando ésta enredada entre ellas. El mismo chaval que había chutado con tan desafortunado resultado se acercó al roble y empezó a escalarlo con la intención de recuperar el objeto de sus juegos, pero al llegar a media altura del tronco fue despedido hacia atrás y lanzado contra el verde césped. Se levantó del suelo rápido como una centella y se quedó mirando al árbol. Se notaba que no entendía lo que había ocurrido y así lo reflejaba su incipiente rostro lloroso, mientras sus amigos le instaban a que recuperara el balón. Se dio la vuelta y salió corriendo hacia sus compañeros para explicarles lo sucedido. La curiosidad infantil es algo invencible e irremediable por lo que tras narrar lo que le había pasado fueron todos acercándose al tronco del árbol. Inmediatamente una fuerte brisa les revolvió los cabellos y algo invisible los detuvo a todos al mismo tiempo. Fue casi como una fotografía, quedaron suspendidos en el tiempo y en el espacio. Asustados y acongojados corrieron en busca de sus madres o hacia sus hogares.
No ocurrió nada más ese día pero los sucesos no se detuvieron. Otro día de esos grises en que parece que nada ocurre, estaba yo paseando ayudado de mi inseparable bastón cuando algo me incitó a pararme. Volví la vista hacia el roble y vi a una pareja de enamorados bastante cerca de él haciéndose arrumacos, riéndose y amándose como era propio de un par de tórtolos como aquellos. En un momento dado el muchacho, para conquistar a su dama se acercó a las ramas del árbol con la intención de coger una de aquellas cintas de color que colgaban de sus ramas, como prenda y muestra de amor hacia su doncella. En el momento que alargó la mano hacia ellas, un chillido de dolor salió de su boca. Algo había rasgado el dorso de su mano, produciéndole una sangrante herida. La brisa comenzó al instante y casi me parció oír murmullos en el viento. El herido galán se volvió hacia la preocupada chica y se alejaron del lugar como alma que lleva el diablo.
Sucedieron pues, muchos incidentes similares en los días sucesivos. Tantos que llegó a correr el rumor de que el parque estaba encantado y “El Roble”, embrujado por algún siniestro ser. Aquellas quejas fueron aumentando en intensidad y contenido, llegando al extremo de que el Ayuntamiento tuvo que poner cartas en el asunto. Obviamente no podían hacer caso de las habladurías de la gente por lo que optaron por la solución más sencilla: habría que limpiar el viejo roble y prohibir depositar nada en sus ramas ni a sus pies. Lo hicieron en forma de edicto, por lo que todo el mundo se enteró de las intenciones de los dirigentes de la ciudad.
El día elegido para la limpieza del árbol, una gran multitud se personó en el parque y por supuesto Okambawa y yo no éramos ajenos a aquello. Sentados en nuestro banco observamos todo lo que sucedió a posteriori. Todo tipo de gente a favor y en contra de aquella limpieza se congregó en el lugar. Los operarios de ingeniería urbana, pedían amablemente a las personas allí reunidas que se retiraran, aunque éstas lo hacían a regañadientes pues no querían perder detalle, al final fue la policía local allí personada, quien desalojó el perímetro del parque cercano al roble. Okambawa y yo no fuimos una excepción. Extrañamente, los africanos e hindúes estaban tranquilos y no decían nada, ni siquiera estaban cerca. Yo pensaba que quizá se opusieran activamente a aquello, dado que tocaba algo muy profundamente instaurado en ellos, pero no fue así. Es más, había bastantes menos de los que yo pensaba que podían llegar a personarse en los alrededores.
Y el personal del Ayuntamiento comenzó a realizar su labor, y el quercus hizo la suya, el viento comenzó, muy suave pero perceptible. Tres operarios armados de grandes bolsas amarillas y largos palos se acercaron al árbol y procedieron a realizar la limpieza., mientras varios de sus compañeros esperaban en los vehículos municipales de limpieza urbana. Enseguida la suave brisa se convirtió en aquella ventolera que casi los tira de espaldas. Se miraron extrañados pero continuaron su cometido. Nada más dos o tres cintas coloreadas y algún papel con mensajes para los espíritus y uno de ellos comenzó a gritar y saltar espantado, diciendo que algo le estaba mordiendo. Sus compañeros asustados fueron a verlo y observaron que tenía algunas marcas rojizas en brazos y espalda. La gente comenzó a inquietarse y fueron varios los que comenzaron a salir de allí en dirección a sus moradas, pero no todos. Aun se congregaba una numerosa muchedumbre, pero ya no había intención de acercarse al árbol. Murmullos ininteligibles me llegaban a los oídos.
Los funcionarios municipales mandaron a su compañero a que se curara, pensando que algo le habría picado y siguieron intentando limpiar el anciano roble. Se acercaron de nuevo a él y alargaron sus varas para acceder a las cintas y tiras más altas y entonces una de aquellas pértigas se partió sin previo aviso y sin que hubiera habido motivo para ello. La sorpresa fue clara en el rostro del portador de aquél palo, pero los demás no se habían percatado y continuaron. La ventolera prosiguió extrañamente solo en los aledaños del tronco, pero eso no hizo que los obreros desistieran pese a que alguno de ellos cayera al suelo. Ahora eran más los que se acercaban para realizar su trabajo y por todos los frentes del longevo roble. Entonces sucedió, creedlo o no pero así fue. De un avispero invisible comenzaron a salir miles de enfurecidas avispas que atacaron a los operarios sin piedad. Nunca jamás había visto ese avispero, os lo juro, pero allí estaba. No solo los trabajadores salieron despavoridos, la gente más cercana huyó del lugar para evitar los dolorosos picotazos de los insectos. Conforme se alejaban del árbol, las avispas se fueron calmando y desapareciendo, dejando el parque en paz, que no así los funcionarios y personas que allí continuaban. Los operarios desistieron de sus labores de limpieza y comenzaron a meterse en los vehículos con la intención de marcharse y el gentío que aun permanecía a la espera empezó a desesperar. Pedían a gritos que limpiaran el árbol, que eliminaran los espíritus y acabaran con los demonios. Que ellos querían vivir en paz y que aquello se estaba convirtiendo en un infierno. La policía pronto tuvo que intervenir de nuevo intentando calmar los ánimos con promesas de que volverían con mejores medios para realizar la limpieza, pero la gente no les creyó y cada vez se fueron enervando más.
Un grupo de exaltados se acercó al primero de los camiones municipales con la intención de volcarlo, mientras otro grupo igualmente alterado la emprendía con los servidores de la ley. Muchos se armaron de palos y piedras y muchos hicieron uso de ellas. Aquello se convirtió en una batalla campal de la que difícilmente podrían salir airosos los funcionarios del Ayuntamiento. Las cosas se salieron de madre y los nervios o quizás las circunstancias complicaron la situación. Uno de los agentes municipales pidió refuerzos por radio mientras que otro de sus compañeros sacaba su arma reglamentaria y descerrajaba dos tiros al aire. Todo el mundo salió de allí despavorido, no sin antes lanzar sus palos y piedras hacia el grupo del Ayuntamiento. La mala fortuna hizo que uno de aquellos proyectiles me alcanzara en la sien y caí cuan largo era sobre el pavimento. Lo último que recuerdo es a mi amigo Okambawa mirándome con lágrimas en los ojos y dándome sus ánimos.
Parece que las cosas acabaron pronto y no sucedió nada más de interés. Muchos de los vecinos de mi barrio se mudaron y otros tuvieron que acostumbrarse. El roble conserva sus adornos y prendas y mis amigos africanos continúan haciendo sus rezos y ofrendas. Muchos son los que me nombran, pero solo uno hace que se me estremezca el alma en cuanto lo veo: Okambawa. Ahora vivo en El Roble junto a cientos de almas más y el árbol nos protege como si fuéramos sus hijos. Absolutamente todos los días, mi amigo se acerca al lugar y rozando respetuosamente el tronco, pide por mi alma y espíritu. Lo oigo como oigo los pájaros y me regocija cada vez que él ruega por mí. Yo a cambio le he dado estas letras para que os llegue a todos.
Tuve que esperar a la muerte para poder creer, intentad que no os pase a vosotros. Me llaman, os dejo…
Pues me ha gustado el relato, aunque he de admitir que me ha parecido un poco largo. Quizá se podía haber suprimido alguna parte. Además, hay poco diálogo y párrafos muy largos, lo que igual lo hacen más difícil de leer.
De cualquier modo, a mí me ha gustado, y supongo que no quedaría mal, pese a no entrar en la selección. Un saludo.