La mujer de negro
Un viaje al terror aristocrático de la mano de Daniel Radcliffe
Vuelve la Hammer e, instintivamente, hubiera esperado algo en plan cóctel de monstruos, quizás en la línea de la controvertida Van Helsing. Después de todo, estamos en pleno revival de un pulp sin complejos de ningún tipo. Sin embargo, desde que vi el cartel de La mujer de negro, todo espejismo quedó disipado: a todas luces —o todas sombras— se trataba de una película de terror aristocrático.
Sí, de estética decimonónica, de corte clásico, con casa encantada, aparecidos, una fotografía preciosista, una querencia evidente por autores como Henry James, un ritmo pausado, que casi aprieta más las tuercas en las pausas que en los sobresaltos. De estos hay algunos, por descontado, pero no son el centro del terror: es la atmósfera la protagonista, la angustia que se te cruza en la garganta cuando, todavía no repuesto de la magistral escena de presentación, ves al protagonista con la cuchilla de afeitar al cuello. Una tensión que ya no te abandona durante el resto del visionado.
La película de James Watkins es una delicia para los sentidos, los corporales —la acertadísima fotografía, la banda sonora bien regulada— y los anímicos. Sí, el espíritu también se ve acariciado por unos protagonistas retratados con calma. No serán originales como creaciones, o particularmente llamativos, pero el trabajo interpretativo y el espacio que les deja la trama se encargan de que sí sean emotivos, de que nos interese su viaje a las sombras por mucho que este, en el fondo, no nos vaya a deparar ninguna sorpresa.
Es posible que algún espectador se pueda sentir decepcionado por ello. La mujer de negro no aporta elementos diferenciales ni en la trama, ni en la intensidad de los sustos, ni siquiera en las revelaciones finales, a pesar de encerrar esta cierta originalidad. No lo pretende. Es una historia de maldiciones y espectros canónica cuyo objetivo era tejer un horror de calidad. Y, en este sentido, sobresale.
El metraje es un viaje oscuro en el que perderse, un cementerio sugerente y hermoso en su terrible melodía. Desde el propio tren que, cual psicopompo, lleva al protagonista a su destino, pasando por el pueblo con sus consabidos aldeanos tendentes a enarbolar antorchas, hasta la mansión erigida en unas marismas que parecen el confín de la tierra, todo forma parte de la tramoya adorada por los amantes de este tipo de horror: los juguetes de época y sus muecas dislocadas, los niños de mirada perdida, los mensajes de ultratumba, la elegancia de las telarañas...
La mujer de negro es un placer estético cimentado sobre una narrativa firme y conducido por unas interpretaciones de categoría que tienen su peso justo. Una película más que recomendable para los que busquen precisamente eso: terror aristocrático envuelto en su casa encantada.
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