Un relato de Ángeles Mora para Supersticiones
El aire del puerto me golpeaba las mejillas con aroma a tripas de pescado y a lágrimas de despedida. Los infantes se agarraban a las faldas de sus madres para ver zarpar a sus padres en medio de una ceremonia que no acababan de entender. Yo, en el fondo, tampoco la comprendía. Para mí era solo un principio, un nuevo punto de partida que me permitiera alejarme de todo y de todos.
No hubo despedidas para mí, ni lágrimas, ni deseos para una feliz travesía. Solo la inmensidad del mar repararía en mi presencia… solo alguna costa solitaria me daría la bienvenida cuando mis pies volvieran a posarse sobre tierra firme. Mientras, como únicos testigos de mi soledad, un cielo punteado de estrellas y una luna que, cómplice involuntaria, guardaría mis secretos.
El murmullo del puerto se alejaba irremediablemente, dejando atrás lo cotidiano de unas faenas retiradas de lo acre del salitre, haciendo su imagen diminuta y borrosa como un recuerdo gastado a fuerza de aferrarse a él.
Las obligaciones dispersaron a la multitud agolpada en cubierta y mis pasos me llevaron a la cocina, alejándome de la visión de unas velas hinchadas y un cielo azul y transparente que se reflejaba en un mar en calma. El sobrecargo aleccionaba ya al cocinero sobre las raciones diarias y los gestos delataban un sermón repetitivo que se desplegaba en cada travesía y que, tanto el que lo enarbolaba como el que lo recibía, tenían asumido como parte de sus obligaciones ineludibles y se limitaban a cumplir el trámite por el bien del puesto que ambos ocupaban.
Mis labores de segundo aún no eran necesarias, así que me quedé en un rincón contemplando la escena, intentando no llamar la atención hasta que el ayudante del cocinero hiciera acto de presencia y yo pudiera pegarme a sus pasos como si fuese su mismísima sombra, al menos, hasta que lograra habituarme al modo de vida en un galeón en plena Carrera de la plata.
La que hasta entonces había sido mi vida, estaba alejada de vientos alisios que la empujaran y mareas que la ayudaran a arribar a puertos extranjeros. Lo único que conocía era el olor a alcohol rancio que impregnaba la taberna de mis padres y el griterío borracho de insultos que acababa enzarzado en peleas patéticas.
Esa había sido mi vida, triste y monótona como la existencia de todos los clientes de aquel agujero olvidado de la mano de Dios. Pero aprendí a soportarlo. Aprendí a limpiar mesas, a recoger desperdicios y a sacar a la calle a los que amenazaban con vomitar sin levantarse de la silla. Me acostumbré al humo que flotaba en el aire asfixiando mis aspiraciones, a las sombras que otorgaban las luces que, si bien no conseguían ocultar las miserias de los clientes, sí habían sumido en oscuridad todos los sueños forjados desde mi niñez.
Pero estaban las miradas… las de los clientes habituales que me habían visto crecer, las de los ocasionales que no volverían a pisar aquel antro, las de mis padres… A las miradas nunca conseguí acostumbrarme.
Los días fueron pasando con una lentitud terrible, como si las horas se adormecieran sobre la quietud de las aguas oceánicas y se contagiaran de la monotonía del paisaje que nos rodeaba. Me gustaba subir y respirar el aire fresco que me acariciaba en el puente, alejando a mi cerebro del hedor de la sentina que golpeaba bajo cubierta. Sentir cómo aquel olor pútrido aumentaba era el único indicio que tenía de que las semanas, realmente, iban sucediéndose.
Mis funciones no pasaban de fregar cacharros y contar libras de galletas y carne secas que repartía entre la tripulación como ración diaria, así que no tenía el desgaste físico que se imponía en el trabajo de los marinos encargados de la maniobras de velas. Ellos estaban obligados a cambiar constantemente el velamen, a aprovechar la mínima alteración de los vientos para que la velocidad de navegación aumentase y, por eso, sus noches se convertían en sueños profundos y reparadores empujados por la necesidad de sus músculos cansados.
Mis noches no corrían tanta suerte. Se sucedían entre ronquidos ajenos y murmuraciones de pesadillas prestadas. Salía a contemplar la inmensidad estrellada, a descansar de un aire demasiado compartido y a dejar que mis pensamientos divagaran entre la quietud de las guardias nocturnas.
Era en esas horas, oscuras y tranquilas, cuando mi vida anterior, la que había abandonado en tierra, regresaba sobre el lomo de las olas, atravesando el olvido y la distancia que yo le había impuesto.
Mi mirada se entornaba como si al fondo de la negrura se escondiesen las respuestas que no conocía. ¿Cuál habría sido el último pensamiento que atravesó sus cabezas? ¿Se habría quedado mi imagen retenida en sus retinas para toda la eternidad? ¿Quién habría descubierto sus cuerpos en el fondo de la taberna?
Siete semanas. Cuarenta y dos días de travesía y todas aquellas preguntas seguían sin contestación. Como si el tiempo no hubiera pasado. Como si aún estuviera viviendo ese instante después de haber cerrado la puerta intentando dejar atrás todo lo que había sido… todas aquellas miradas.
Hasta la noche en la que tuve la certeza de que estaba abocado a vivir en un bucle absurdo, que de una forma imprevisible las miradas habían vuelto. Esas que me escupían la lástima a la cara. Las miradas que me gritaban que era un pobre desgraciado atrapado en una vida de mierda de la que no podría salir.
Aquella noche se había abatido sobre el galeón como una de tantas. Con la tranquilidad de un mar en calma, soplada por vientos que nos hacían avanzar hacia nuestro destino y un velo de nubes que empañaba el brillo eterno de las estrellas.
Salí al puente a tranquilizar mi insomnio, a sumirme en la negrura de las preguntas sin respuestas, de los remordimientos que no lograba encontrar y del silencio que acallaba pecados inconfesables.
Entonces sucedió. En medio de la tranquilidad de una marinería que descansaba, con el testigo del sueño que intentaban controlar los que mantenían la guardia en las horas más oscuras de la noche. Sumido en mis pensamientos, apenas fui consciente de cómo transcurrió el proceso que transformaría mi vida en un abismo de muerte, en una soledad salpicada de sangre que no entendería nada más allá de la destrucción que mi alma necesitaba para sentirse liberada y, al fin, dueña de su propio destino.
Mi mirada estaba perdida en la inmensidad que me rodeaba cuando, al posar mis ojos sobre mis manos, las vi iluminadas de una luz azulada. Mis ropas, mi piel, mi cuerpo… todo mi yo estaba bajo la influencia de una luminiscencia azul, eléctrica, que me señalaba como si fuese el único habitante del mundo digno de su atención.
El fuego de San Telmo. Pude ver, sobre el palo que se elevaba por encima de mí, un barullo de rayos eléctricos enredándose en la madera, despidiendo la luz que me marcaba ante la atenta mirada de los marinos vigilantes de la noche.
Había sido iluminado por el fuego de San Telmo. El fuego de San Telmo. Ese brillo eléctrico que maldecía las noches con su claridad y condenaba al desgraciado en quien se hubiera posado a morir en las siguientes veinticuatro horas… Maldición absurda, superstición de la marinería que volvía sobre mí las miradas de lástima de las que creía haber huido.
Volvieron a mi vida. Con la misma misericordia que habían transmitido los ojos arrancados de mis padres.
Con la celeridad con la que se reproducen las ratas a bordo de cualquier buque inmundo, la noticia de mi condena se fue propagando de marino en marino… Y volví a sentir que estaba abocado a una vida de miseria de la que no podría salir, la lástima de los demás se posaba sobre mí como una capa viscosa y maloliente de la que no podía huir… Y vi en cada mirada los ojos arrancados de mis padres, sus gargantas abiertas y los efluvios que escapaban de sus cuerpos inertes.
Hoy, sigo navegando a la deriva, a bordo de un galeón que surca la ruta de la Carrera de la plata con sus entrañas llenas de cadáveres que han perdido la mirada que tanto me molestaba.
En las noches salgo a contemplar el cielo estrellado, acompañado por sus fantasmas, y a la búsqueda de un nuevo fuego de San Telmo porque, ahora, todos sabemos que su maldición no es más que una patraña inventada por marineros embarcados en alguna travesía demasiado larga.
Bueno, para empezar yo diría que la supersiticón se ha quedado a un lado de la historia. No se transmite la idea de que el prota esté en peligro de muerte, sino al contrario, que es un asesino compulsivo y sin remoridmiento de conciencia. Por cierto que este detalle no queda del todo claro hasta llegar al final.
Nada que decir sobre el estilo o la manera de llevar la historia hasta un final tipo "Holandés errante", pero sí un par de apuntes que no pasan de ser impresiones personales. En primer lugar, encuentro que es un relato muy descriptivo y poco narrativo: todo ocurre en la mente del prota, pero en relidad no hay acción, la trama brilla por su ausencia. Quizás has buscado, Jane, este efecto, pero yo hubiera preferido un poco de tensión durante la lectura, cosa que no ha llegado a materializarse.
Y no hay tensión porque no hay personajes. Vemos el paisaje interior de un concinero un poco desquiciado que no soporta que le miren (o al menos él imagina que le miran e incluso se cepilla a los padres), y cuando le da la vena psicótica empieza a arrancar ojos (qué tierno!).
Creo que el relato habría ganado mucho (y seguramente habría salido seleccionado) si hubieras reforzado el tema de la superstición de los marineros, que se ha mencionado más o menos de pasada, y hubieras creado alguna interrelación entre los personajes para captar la atención del lector y hacer que uno desee llegar al final.
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