Amor nefando
Ahora, estando tan próximo el advenimiento de la muerte, apenas dispongo de tiempo para condensar cuanto he de decirte. Perdona la ligereza de mi carta, pero me veo obligado por la premura a derramar sobre ella pensar y sentir como hubieran de aflorar del alma.
Pese al desconsuelo que trae consigo el adiós no debemos llorar, amado mío. Conocíamos la sentencia antes de que se consumara el pecado. No permitamos que la pureza de nuestro amor sea empañada con funestas lágrimas, porque bien sabes que hasta el llanto se convirtió para nosotros en algo bendito. Un mudo testigo que adquirió el ineludible compromiso de estar presente cada vez que la pasión nos encumbraba hasta alcanzar la virtud de coexistir como un solo ser. ¡Cuantas veces me encomendé a la Memoria, y ésta, que tiende a ser generosa con los amantes, me concedía la gracia de evocar el dulce temor que la primera vez se reflejó en tu mirada! ¡Cuán tiernamente desguarecido te entregaste, apenas envuelto por un halo de candorosa timidez que hacía que tu virtud se delatara en cada gesto! ¿Recuerdas cómo, incapaces de contener tanta dicha, ungimos con lágrimas el instante en el que comulgaron las almas? ¡Cómo olvidar que nos sobrevino el renacer al intercambiar en secreto nuestros corazones! ¡Con qué sencillez nos desprendimos de la venda impuesta por la moral! ¡Cuán insondable resultó mí soledad hasta descubrir en tu mirada que compartíamos padecer! Y qué innecesarias las palabras en el primer encuentro. ¿Acaso no habría de bastarme con leer la inherente verdad proclamada por tus ojos? Apenas asomarme, pude distinguir cómo sobre el manantial de tus emociones se agitaba la trémula llama del deseo.
Aún sin que me fuese concedida la gracia de contemplar tu rostro, ya me jactaba de conocerte. Cada poema tuyo encarnó un nuevo paso por ese fructuoso puente que me aproximó a tu alma. Y antes de que finalizara la lectura del primero de aquellos benditos versos, supe para mis adentros que encontraría en su artífice el bálsamo capaz de paliar una afección que lejos de privarme de vivir me impedía gozar de la alegría terrena. Alentado por la esperanza de que este camino me condujera a la plenitud me torné en un ávido lector, y tan selecto, que me negué a leer nada que no hubiera brotado de ti. ¿Cuántas fueron las noches en que te leí hasta desfallecer? Por entonces la llegada del crepúsculo dejó de representar un llamamiento al sueño, y su lugar fue ocupado por interminables vigilias, en las que campeaba con el cansancio hasta ser sometido. Has sido el único que a mis ojos ha conseguido insuflar vida a la palabra escrita, haciendo que permanezca inagotable, palpitando sobre el pergamino y consiguiendo a su vez, sin que se vea modificada, que siga alentando y conduciendo nuestras almas hacia fértiles pensamientos, enriqueciéndonos y alejando de nosotros todo deseo de mal. ¡Qué infructuoso hubiera sido tratar de desoír esa emotiva llamada! Intentar apelar por sistema a una voluntad que no ansiaba otra cosa que someterse al artífice de la enternecedora obra que colmó mis sentidos. ¿O es que la creación de un artista no representa el más claro reflejo de sí mismo?
Mientras trataba de paliar la infinita soledad de mi reclusión, evocando esa melodía de momentos que tú y yo compusimos para llenar el inconmensurable vacío que a su paso iban dejando los días, vino hasta mí el recuerdo de cómo en más de una ocasión me hiciste saber cuán hermosa te parecía mí letra, y ello me ha instado a dejarte, en pago por mis alegrías, algo mío, que permanezca a tu lado cuando me haya ido. Este propósito me ha llevado a abjurar del descanso, para dedicar este aciago periodo de enclaustramiento a reproducir en el libro que a esta carta adjunto, cada uno de tus poemas, puesto que me bastó leerlos para que quedaran grabados a fuego en mi alma.
Entre estos instantes viene a mi memoria el día que nos conocimos. Recuerdo que el hecho de que estuvieses frente a mí no acrecentó el amor, pero sí hubo de darme la satisfacción de ponerle rostro a la fantasía que compartía dulcemente mi lecho. Aun así tan sublime me pareciste, que hasta oírte hablar dudé de tu autenticidad. Ya entonces encarnabas la respuesta a una reiterada plegaria, y sólo al tener la certeza de ver reflejado en ti mi deseo fui capaz de creer en milagros. Es por ello que pese a saber de mi muerte, me voy con el privilegio de haber vivido con intensidad cada instante que compartí contigo.
Me apremian para que termine la carta. Pronto vendrán a llevarme.
Has de saber que no me voy solo, ni solo he de dejarte. Conmigo me llevo el amor que me has dado, y te dejo todo el que me fue posible darte. Amor que me impide que queden ahí mis requerimientos. Alentado por este arrojo que me fue impuesto por la necesidad de no dejar nada inconcluso he conseguido reunir, en mi hora más postrera, la convicción y el valor necesario para rogarte que hagas de estas peticiones tu dogma. No permitas que el reflejo que de mí atesoras sea erosionado por el inclemente pasar del tiempo, porque no ha de quedarme otro consuelo que el de creerme imperecedero en tu memoria. Apenas habría de bastar que reservaras un pequeño lugar donde la memoria tuviera fácil acceso, para que cada recuerdo fuera visitado con asiduidad. Y la otra, que ha de matarme más que la propia muerte, y que de ninguna manera te haría si esta no estuviera próxima a tomarme de la mano, es la que me lleva a pedirte, en pos de tu felicidad, que busques el amor en otros brazos, porque una criatura como tú ha nacido para amar. Habrán de venir momentos de soledad, pero has de saber que cuando se ama, en la forma en que tú y yo nos amamos, ni tan siquiera la muerte tiene el poder de alejarnos del todo. Cuando te llegue esta carta ya me habré ido, pero no tendrás más que apelar a la memoria, y desde el lugar en el que me encuentre, ella me traerá hasta ti, para estar juntos y revivir cada instante.
Y no te aflijas, dulcemente cargo con el secreto que morirá conmigo para no perjudicarte, ya que de no ser así proclamaría con orgullo que yo amo como ningún hombre fue capaz.
Alemania, 1507 (carta de un Ministro del Señor antes de morir por la sierra culpado del pecado nefando).
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