La fortuna de Matilda Turpin

Imagen de Manuel Fernando Estévez Goytre

Reseña de la obra de Álvaro Pombo, que fuera Premio Planeta 2006

 

La fortuna de Matilda Turpin es una obra que quizá resulte un tanto especial, complicada si se me permite la expresión, si lo que pretendemos es lidiar con una historia a la usanza que no nos exija mojarnos para sacar nuestras propias conclusiones; es una obra que cabalga a caballo entre la filosofía y la ficción, capaz de sacar punta a nuestras emociones en cada uno de sus capítulos. Sin embargo, ¿qué se puede esperar de un licenciado en Filosofía y Letras (sección de Filosofía) como Álvaro Pombo? Antes de enfrentarse a la lectura de este libro cabría hacerse tal pregunta para, de desconocer el suelo que se pisa, dejarla para otro momento.

El autor escarba en el texto, secciona y destripa hasta los más mínimos detalles del comportamiento de sus personajes, de sus pensamientos y sus acciones; narra con brío y justifica sin titubeos cada acción y cada movimiento a golpe de filosofía con un carisma y un temple reservados solamente a unos cuantos; reflexiona, a modo de ejemplo, sobre el origen del matrimonio de los protagonistas (un matrimonio son dos soledades que mutuamente se reverencian y se respetan), sobre el modo en que se conocieron y fueron evolucionando, sobre las relaciones con los banqueros (amigos de Matilda) y los profesores de filosofía (compañeros de Juan); analiza exhaustivamente el trabajo de ambos cónyuges y habla de negocios, negocios y más negocios como válvula de escape de la protagonista (frente a innumerables pros, quizá sea este, a mi parecer, el único contra de la novela), como un modo de entender la vida heredado de su padre; y, cómo no, profundiza en las escenas y los escenarios con la maestría propia de un autor de su categoría y su trayectoria.

La obra está estructurada en tres partes: “Al Asubio”, “Juan y Matilda” y “El Asubio”, y consta de cuarenta y cuatro capítulos perfectamente definidos y diferenciados entre sí. Los diálogos son escasos, si bien van aclarando sucesos que el autor deja en el aire en sus descripciones, y los párrafos excesivos en cuanto a su amplitud, en muchas ocasiones de dos, tres o más páginas. A ello se debe que este libro sea más extenso –quizá el doble, tal vez el triple- de lo que en realidad correspondería a otro de su mismo grosor. No obstante, esto no representa problema alguno, ni por supuesto quiere decir que resulte aburrido, más bien lo contrario: cuando uno se zambulle en la lectura, esta se torna hospitalaria, ágil, entretenida, si bien en ocasiones el estilo resulta, por culto, difícilmente asimilable. La forma de expresión que Álvaro Pombo utiliza en esta novela en particular, como su lenguaje, decorado a base de pinceladas coquetas y muy escogidas, es muy personal, su prosa muy espesa, y si bien el texto a veces desconcierta por la delgada línea que separa lo filosófico y lo novelesco, se podría decir de su narrativa que encierra una peculiaridad que engrandece al autor por sus descripciones honestas, ausentes de maquillaje, donde todo lo plantea de una forma abierta a diferentes interpretaciones. Simplemente genial. Las frases largas desembocan en ocasiones en oraciones cortas, prácticamente telegráficas, y concisas, a las que ni sobra ni falta nada. Deliciosas.

La acción se desarrolla en un pueblecito ficticio de la costa cántabra, Lobreña, un lugar pequeño y acogedor que Juan Campos elige, aprovechando la ubicación de una de sus propiedades, para pasar su jubilación. La historia en sí versa sobre una familia de la alta sociedad madrileña en la que la omnipresente figura de la madre, Matilda Turpin, auténtica diosa entre los suyos, se convierte en la pieza principal del puzle que Álvaro Pombo pretende componer en su novela. Todo, absolutamente todo, está bajo su control, y, aunque difunta, su ausencia impregna de vida y de muerte el Asubio, finca que la protagonista heredase un día de Mr. Keneth Turpin, su padre, y legara posteriormente a su esposo, Juan Campos.

En cuanto a los personajes, el autor reúne al elenco justo y necesario, ni más ni menos, y todos aparecen en la situación y el momento en que la trama los va requiriendo. Los hijos del matrimonio, como no puede ser de otra manera, son los típicos niños de papá que no conocen estrecheces, refinados pero simples, vacíos de sesera, que de no ser por la ayuda de sus padres no habrían llegado a nada en sus respectivas actividades profesionales. Me atrevería a afirmar que la mansión del Asubio se erige en protagonista en mayúsculas de esta gran obra, una protagonista que cobra vida propia desde las primeras páginas de la narración, y si me viera en la obligación de definirla, lo haría diciendo que es un personaje recio, tosco incluso, dotado de cierto temperamento, es decir, ni se deja moldear ni es susceptible de cambios puntuales que en ciertas ocasiones obligan al autor a derivar el argumento por otros derroteros distintos al inicial. Sin embargo todas, absolutamente todas las personas que pasan por ella, pertenezcan o no a la familia, evolucionan o involucionan a lo largo de la novela según momentos y circunstancias.

Son estas unas páginas muy densas en las que el final nada tiene que ver con el principio. Ni en lo referente a los caracteres ni a las situaciones que viven los protagonistas. El ambiente relativamente calmado y armonioso de los primeros capítulos se vicia y se destempla en la última parte, lo que demuestra la acción constante a la que Álvaro Pombo somete su obra, aunque a veces este movimiento parezca esconderse tras el ramalazo filosófico que empaña el texto. Matilda es una mujer activa, dedicada en cuerpo y alma a los negocios, que muere a los cincuenta y seis años de cáncer, una enfermedad que aunque el autor pretende hacer pasar de largo en la novela, no puede evitar mencionar en determinados pasajes. En contra de todo pronóstico, es una excelente madre, buena ama de casa y muy amiga de sus amigos y amigas, sobre todo de Emilia, con la que mantiene una relación familiar desde que la conoce hasta los últimos días de su agonía. Se trata de una mujer inmejorable en sus negocios y, aunque muy rica, responsable y austera. Es, a toda vista, quien mantiene la armonía y la fraternidad en el Asubio.

Juan Campos, esposo de la anterior y catedrático de filosofía moderna, es un hombre un tanto apático y reservado que lleva una vida muy tranquila y solitaria. Se pasa horas dormitando o leyendo después de la cena, sentado al calor de la chimenea del salón del enorme caserón de la casa de Lobreña. Con su retiro quizá pretende, en un principio, curarse de la nostalgia provocada por la muerte de su mujer, reflexionar sobre su vida pasada o esconderse de sus familiares y conocidos. Antonio Vega, asistente, chófer, carpintero, administrador y hasta, y sobre todo, tutor de los hijos de Juan y Matilda, es un personaje recto en sus quehaceres y respetuoso con los demás que gusta de la buena conversación con el que más que su jefe es su amigo íntimo. Siempre dispuesto a todo por los suyos, goza de una libertad ilimitada para moverse tanto por la finca como fuera de ella. Su esposa, Emilia, es empleada de un banco hasta que Matilda la capta como secretaria; hace las veces de gobernanta de la casa y goza de idéntica confianza con sus jefes que su marido. Los dos cónyuges, no hace falta decirlo, conocen la vida y milagros de Juan y Matilda, y su aparición en escena viene a confirmar que, a pesar de la pomposidad que flota en el ambiente del Asubio, en vida de la protagonista se respira una felicidad que se va esfumando tras su fallecimiento.

Fernando –Fernandito-, hijo menor del matrimonio Campos, es un niñato de veintitantos años que confiesa su homosexualidad –«soy maricón»- ante la inocente incredulidad de su padre, y argumentando la falta de amor recibida por este pretende vengarse de él desde el inicio de la historia. Jacobo y Andrea son los dos restantes hijos de los Campos. El primero, casado con Angélica, personaje imprescindible en la trama, y la segunda con José Luis, que prácticamente pasa desapercibido. Emeterio es un chaval con el que Fernandito mantiene una relación sentimental y Balbi, hija de Andrea, apenas tiene relevancia en la novela. Entre los tres hijos y su padre se reparten, según testamento, la fortuna de Matilda Turpin. Boni y Balbanuz son guarda y cocinera, respectivamente, y su importancia en la narración no pasa de ser unos simples empleados de la familia.

Quien primero aparece en escena es Antonio Vega, que conduce el coche en el que Juan Campos viaja procedente de Madrid para pasar, tras la muerte de Matilda, su retiro en el Asubio. Enseguida aparece Fernando, que no esconde ni sus amoríos con Emeterio ni su pasión por la carretera y las salidas nocturnas. No mucho más tarde llegan Jacobo y Andrea con sus respectivos cónyuges. Es entonces cuando se dan a conocer los defectos y las virtudes, las distancias y las proximidades de prácticamente todos los miembros de la familia, en especial del hijo menor y, posteriormente, de Angélica, mujer de Jacobo, con su suegro. Es de destacar el capítulo en el que Antonio comunica a Juan su deseo de abandonar el Asubio con Emilia, o aquel que narra el momento en que esta se deprime y se pierde sola durante toda una noche. Muy interesante el pasaje dedicado a la riña de Antonio y Juan y el alejamiento mutuo entre ambos, el que cuenta la depresión de Emilia y la renuencia inicial del cabeza de familia a que sus asistentes abandonen la casa y, sobre todo, el que trata el extraño comportamiento de Juan con Angélica. Cabía esperar la separación de ésta con Jacobo después de ciertos hechos. Es especialmente trascendente la escena que el autor dedica a la proposición que Juan Campos hace a su nuera para que se quede con él mientras su marido viaja a Madrid.

Llegado este punto, me gustaría recomendar este libro a personas, por supuesto adultas, que gusten del análisis del comportamiento humano y, sobre todo, disfruten pensando y sacando sus propias conclusiones.

Para finalizar este comentario, diré que esta obra contiene algunas descripciones deliciosas que rompen el molde de la filosofía. Póngase como ejemplo la escena de la cueva de los Cámbaros:

Se han sentado los dos en la arena de la cueva grande. Ya no están hombro con hombro sino frente a frente, con los pies recogidos debajo de las piernas, a la india. La arena de la playa en el interior de la cueva es fría y resbaladiza, como si contuviera un animal subcutáneo, una especie de raya cuyas aletas dorsales, como alas carnosas, palpitaran un poco. La arena del suelo de la cueva es tenue por la noche, desacostumbrada al peso de los cuerpos humanos, cede con facilidad a la presión de las dos manos, de los pies calzados, de las nalgas. Es fría, no invita a recostarse: limosa y sin luna, parece que se mueve por su cuenta cada vez que Angélica trata de alisarla en torno suyo. Con esta arena, a esta hora, en esta cueva, no se puede jugar a los cubitos. Es una arena adulta y reservada, que se pega, ligeramente humedecida, a las palmas de las manos, que abulta los zapatos de los dos, entra por los fondillos de los pantalones de Juan, se hace montoncitos repentinos en las bocanas de la falda-pantalón de Angélica: tensa arena remota. La cueva es una concavidad mucosa ahora, un reino epitelial, delicado, recorrido marcha atrás por los presuntos cámbaros verdes de las ocurrencias lunáticas. ¿No brilla la luna por su ausencia esta noche? Así también: Matilda, ¿no brilla por su ausencia esta noche? El duelo ha terminado. ¿Ha terminado el duelo de verdad? ¿Se terminan los duelos ad libitum como fiestas procaces?

 

 

Granada, febrero de 2.013

Manuel Fernando Estévez Goytre

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