Un relato de Maundevar para Horror cósmico
21 de diciembre de 2012
Aquella máscara de gas filtraba el aire contaminado, pero no alcanzaba a depurar el penetrante olor de los vapores sulfurosos. Pedro se sentía mareado por el hedor. Horribles náuseas retorcían su estómago. Se sentía aturdido por aquella pestilencia de cloaca, y no conseguía mantener la marcha de su compañero.
—¡Leandro! —gritó a una silueta tamizada por la niebla—. ¡Para, por favor!
Tras el aviso, Pedro se detuvo junto a unos escombros, apoyándose en los restos de un grueso muro de hormigón. Contuvo a duras penas una primera arcada. Se retiró la mascarilla y el olor se intensificó, vomitando en el suelo. La cabeza le daba vueltas y a duras penas se mantenía en pie. Captó la presencia de Leandro, que se acercó a él recogiendo la máscara de gas.
—Doctor —le dijo mientras le ayudaba a incorporarse—. No se quite la mascarilla. Aquí el aire está envenenado.
Leandro le colocó de nuevo la boquilla. Tras unos instantes de calma, el doctor logró serenarse e hizo una señal a su compañero, haciéndole comprender que se encontraba mejor. Ambos reanudaron su marcha hasta perderse en el laberinto de ruinas de aquella ciudad fantasma.
En lo alto del cielo se perfilaba la silueta oscurecida del Leviatán. Era como una enorme mancha en el cielo, y Pedro percibió cómo se aproximaba lentamente al Sol. En pocos minutos toda la bahía de San Francisco quedaría oscurecida por el eclipse de aquel monstruo descomunal.
Había pasado ya más de un mes desde la llegada de aquella criatura a la Tierra. Apareció de repente. El mundo entero se quedó atónito ante las imágenes de lo que parecía el perfil de un gigantesco cefalópodo orbitando el planeta. Ninguna sonda, radar o telescopio llegó a captar la venida del Leviatán. La Estación Espacial Internacional transmitió fotografías de aquel engendro días antes de que la nave se estrellase contra su superficie. El día que arribó aquella criatura, la humanidad entera se paralizó. Parecía imposible. ¿Cómo creer tal suceso? Era como el vulgar film de un guionista Kaiju, la imagen inverosímil de un Gojira espacial. Pero su impasible silueta en el cielo, obligó al mundo a creer en aquella idea que semejaba a un sueño imposible.
Un repentino estruendo extrajo a Pedro de sus recuerdos. La tierra vibró con fuerza y una enorme y densa nube se elevó en el horizonte por encima de las ruinas de San Francisco.
—¡A cubierto! —chilló Leandro mientras corría hacia una estructura de madera astillada que formaba una amplia techumbre. El doctor se apresuró a resguardarse junto a su compañero. Una lluvia de cascotes de piedra se precipitó sobre la avenida.
—Esto es una locura —gimió Pedro—. ¿Estás seguro de lo que hacemos?
—Pues claro que sí doctor. Ya se lo dije. Somos los elegidos. ¿No recuerda los sueños, señor Salazar? Vio lo mismo que yo. La criatura, este monte, y la salvación de los escogidos. —Leandro le señaló la silueta del Leviatán que ya iniciaba su eclipse—. Ahí está su sueño. ¿Acaso no es suficiente para creer? El dios Bolon Yookte ha llegado para salvar a sus hijos, a sus servidores, y es en el monte Davidson donde nos encontrará.
Pedro pensó en los sueños, en aquellas visiones que tuvo desde niño. Todo comenzaba con el contacto en el rostro de un viento fresco y húmedo. Se veía rodeado por las nubes. Entonces, vislumbraba a su lado la imagen de la criatura surcando el cielo. Volaba junto a ella. Ambos se elevaban sobre una larga costa hasta alcanzar un cerro que dominaba el cabo de una enorme bahía. Era un lugar hermoso: playas de deslumbrante arena, praderas tapizadas de una alfombra de hierba fresca. Pero de repente, el ser comenzaba a gritar. Parecía llamar a alguien, y el suelo se estremecía ante sus demandas. Al poco, la tierra se agrietaba, se abría en profundas grietas, y ríos de lava surgían de las fisuras como sangre de una herida mortal. El mundo colapsaba, rugía en terribles explosiones. El planeta bramaba como un animal herido. Los temblores de la tierra le hacían trastabillar, cayendo en un abismo abierto a su espalda. Ya no podía volar, ya no alcanzaba a escapar. Pero aquello no era el final del sueño. De repente, como si hubiera sido la visión de un sueño contenido en otro, se veía de nuevo en la bahía. Todo era como a su llegada. Un paisaje idílico, una utopía que aunque era semejante a su primera visión, le parecía una imagen renovada. Un nuevo ciclo en el que los elegidos renovarían el mundo. Y entonces despertaba. Abría los ojos relajado. Se sentía feliz. Siempre que tenía aquellas visiones se levantaba con fuerzas renovadas.
Jamás dio importancia a aquellas imágenes hasta que vio la silueta del Leviatán por primera vez en el cielo. Era la criatura de sus sueños. Las quimeras de su mente se habían manifestado, y empezó a pensar en que aquellas visiones albergarían algún mensaje, algo que debía comprender.
Fue entonces cuando llegó a su consulta el caso de Leandro Correa. Parecía ser otro de los muchos sucesos de visionarios que, con la llegada del apodado como Leviatán, pregonaban el fin del mundo. La criatura llegó treinta días antes del conocido cambio de ciclo maya. El treceavo Baktun llegaba a su fin, y muchos quisieron ver en aquel enorme ser la manifestación del dios Bolon Yookte.
Pero Leandro fue distinto. Su caso llegó a la consulta de psiquiatría del doctor Salazar por petición expresa del sujeto. El informe no vislumbraba paranoia, ni desequilibrios neurológicos. Era un hombre que creía fervientemente que él era el elegido. Él era el único mesías. Decía entender las extrañas emisiones de onda corta que surgían de la criatura que él mismo señaló como su padre. Pero lo que sorprendió a Pedro, fueron las descripciones que los facultativos anotaron en la documentación en relación a las visiones del paciente. Eran iguales a sus sueños. El vuelo junto a Bolon Yookte, la bahía, los terremotos y la caída en el abismo. Todo perfectamente descrito. El psiquiatra no dudó en aceptar la cita con Correa.
—Parece que ya ha parado —comentó Leandro—. Vamos doctor. Debemos continuar —insistió al ver que Pedro seguía ausente en sus reflexiones.
Ambos salieron de nuevo a la avenida. Multitud de cascotes ardientes habían quedado desperdigados por la calle. Humeaban en la noche del eclipse del Leviatán. Eran como candiles en la oscuridad, proyectando un matiz rojizo en el paisaje urbano. Los dos hombres atravesaron el barrio de Sherwood Forest entre los restos de los chalets residenciales. Alcanzaron el cruce entre las calles Dalewood y Lansdale. Ante ellos se elevaban los restos del parque del monte Davidson.
Toda la vegetación había desaparecido bajo la ardiente lava que surgió desde la cima del cerro. Era una imagen desoladora. La corteza terrestre se había abierto en la bahía de San Francisco tras un brutal terremoto. Aquel pequeño parque parecía la entrada al infierno. Había mutado en un paisaje volcánico de fuego y brasas.
—La Tierra sangra como en mis sueños —susurró Pedro.
—No sangra. Se está renovando, y debemos descubrirnos ante Bolon Yookte para que salve a los elegidos. Debemos alcanzar la cima.
Leandro decía ser el mesías, el guía de los elegidos. Serían partícipes de la renovación del mundo. Pedro tardó en convencerse de tales afirmaciones. ¿Cómo creer en esos argumentos? Podía tratarse de una simple casualidad. Que la semejanza entre su sueño y las visiones de Correa, fuera una sencilla cuestión de azar. Para el psiquiatra, no eran argumentos suficientes como para creer en las extravagancias de un posible lunático. Pero fue entonces cuando Leandro le predijo los sucesos posteriores. Pronosticó los terribles terremotos que asolaron medio mundo, días antes de que la Tierra se estremeciera. Aquello le hizo creer. Abrió los ojos a la verdad. Parecía imposible, pero era cierto. Formaban parte de los elegidos de Bolon Yookte, y a él había llegado el mesías que salvaría a la humanidad.
Tras una subida extenuante, alcanzaron la cima del Davidson, donde una barricada de tierra ennegrecida bordeaba los límites de un cráter humeante. Los dos hombres se quedaron observando el paisaje en silencio.
—¿Y ahora? —consultó Pedro.
—Verteremos la sangre de Bahlam Ajaw.
—¿El qué?
Con un rápido movimiento, Correa le arrancó la máscara de gas a su compañero.
—Le he mentido, doctor —soltó Leandro—. Si le hubiera explicado toda la verdad, no habría venido voluntariamente.
—¿De qué hablas? Devuélveme la máscara… —se quejó ahogado.
—Bahlam Ajaw, fue el Rostro Solar, Señor Árbol y Sostenedor del Mundo, hace ya algunos Baktun. Logró sus títulos en batalla deshonrosa contra su hermano, el legítimo heredero de Tortuguero, una ciudad maya.
—¿Y qué tiene que ver eso con Yookte? Por favor, me quema la garganta.
—Mucho doctor —respondió Leandro—. Bahlam Ajaw surgió como vencedor de la guerra civil gracias a la ayuda de los engendros del dios. Pero nada contó el señor a los suyos sobre las condiciones de aquel pacto.
Correa extrajo un puñal que llevaba escondido tras su chaqueta tejana. La empuñadura dorada reflejaba con intensos destellos la luz que surgía del fondo del cráter.
—¡Eh! Espera —se alarmó Pedro—. ¡No! ¡Por favor!
El psiquiatra dio un paso atrás y tropezó cayendo al suelo. Tosió con fuerza. Le ardían los pulmones y ya notaba el sabor de su propia sangre en la boca.
—El nuevo señor de Tortuguero premió al dios con la tierra del inframundo. Todo lo que está más allá de las raíces de los árboles sagrados pasó a pertenecer a Bolon Yookte.
Pedro intentó incorporarse, pero ya no tenía fuerzas para siquiera moverse.
—Desde los inicios del mundo, hace ya trece Baktun, el dios mancilló con su semilla la oscuridad del inframundo. En ese lugar se han estado gestando sus hijos. Y fue Mon’Ek Ajaw, el hermano mayor de Bahlam, el que se enfrentó a los defensores del dios para expulsar a Yookte y destruir su descendencia.
»Pero el pequeño Bahlam urdió un plan contra Mon’Ek. Vendió su dignidad a Yookte y le prometió las tierras oscuras si le ayudaba a enfrentarse a su hermano. Tú eres descendiente directo de Bahlam Ajaw. Tienes en tu sangre el origen de la traición, y con ella vertida en el inframundo romperemos el pacto del indigno. Fue con esta misma daga, que tu padre degolló a su hermano hace más de mil años. Yo soy descendiente del verdadero Señor Árbol, el asesinado, el que reclama venganza, el nuevo Rostro Solar, el legítimo heredero del mundo.
Leandro se arrodilló frente al doctor Salazar alzando la daga.
—Yo, Na’Tun Bahlum, heredero primogénito de Mon’Ek Ajaw, hijo del gran Na Wanachih, el último y legítimo Sostenedor del Mundo, abro a la tierra el corazón envenenado de la estirpe del traidor. Tierra madre, acepta su sangre y limpia con ella el mundo más allá de las raíces sagradas. Que el esperma de Bolon Yookte se pudra, que el feto que ha plantado en el inframundo muera y se seque. Y es aquí, en el lugar que escogiste para parir al monstruo, donde vierto la sangre del ilegítimo.
Leandro lanzó el puñal hundiéndolo en el pecho de Pedro. Un leve gemido fue la lánguida respuesta del doctor, que murió con la mirada fija en el rostro de su asesino.
—El pacto queda roto. Sangre a cambio de sangre —sentenció Correa.
Extrajo el puñal limpiándolo con la arena negra del suelo. Rodeó la afilada hoja con un grueso paño de cuero y la guardó de nuevo en su chaqueta.
Los temblores de la tierra se suavizaron. El ritual había funcionado. Leandro agarró el cuerpo de Pedro, lanzándolo por la pendiente hacia el fondo del cráter. Segundos antes de llegar al lago de lava se inflamó por el intenso calor. Un nuevo ciclo se iniciaba. La verdadera dinastía había sido vengada, y el corazón del inframundo se encontraba ahora sin el parásito de Bolon Yookte.
—Na’Tun Bahlum dices llamarte —tronó una voz en la mente de Leandro.
—Así es. ¿Quién habla tan cerca de mi alma?
Una risa gutural retumbó por las sienes de Correa.
—¿Alma dices tener? Eres un simple parásito. Un gusano gracioso.
De repente, comprendió con quien hablaba. Levantó la mirada hacia el cielo donde la silueta de Bolon Yookte bailaba en el espacio con sus largos tentáculos.
—Ya no hay nada en este mundo para ti. ¡Vete! El trato está roto. O acaso no lo has visto.
—¿Pacto? Yo no hago tal cosa. Me divierto viendo como las musarañas de la Cáscara se muerden y devoran entre ellas. Me entretengo en veros crecer y morir aplastados. Es gracioso ser vuestro dios benévolo y que me alabéis, o destriparos y que me odiéis.
—La matriz de la Madre Tierra ya no te pertenece. Nada tienes ya aquí —insistió Leandro.
—Hablas de la Cáscara como una Madre. Existes porque el calor de mi retoño se diluye en la fría corteza y alimenta la vida que te rodea. Te arrastras por ella alimentándote de alimañas peludas semejantes a ti. No comprendes que no sois nada. El treceavo Baktun ha llegado y mi hijo está ya maduro y preparado para nacer. ¿El pacto? Disfruté con aquella guerra. Me gusta crear parásitos y llevarlos a la Cáscara. Inventé un pacto con esa oruga de Bahlam, para distraerme con vuestros enfrentamientos. Me entretuve viendo morir a aquella lombriz que haces llamar Mon’Ek Ajaw.
»Na’Tun, escúchame. Mi hijo va a nacer. Nada puedes hacer para evitarlo. Comprende que la Humanidad es como los moluscos que viven agarrados al casco de un barco. Rodeáis lo valioso, pero no tenéis ninguna trascendencia en comparación con lo que alberga la Cáscara que llamáis Madre. Poco falta para que la corteza se rasgue y vea nacer a mi vástago; y tú, tu dinastía, y todo tu ínfimo mundo, desaparecerá por siempre en el olvido.
Me ha parecido un buen relato de principio a fin.
Si he de ponerle un pero es el exeso de "nombres raros" que dificulta un poco seguir el desenlace, pero eso ya siendo muy puñetero, porque tampoco tiene nada de malo.