Morning Glories 1
Reseña del cómic de Spencer y Eisma publicado por Panini
Runaways fue un cómic muy bien recibido en su momento. Su guionista, Brian K. Vaughan, estaba en la cresta de la ola tras idear una exitosa colección en Vertigo, Y, el último hombre. Joe Quesada, en plena renovación de Marvel, le concedió encargarse de una de las series del sello Tsunami (¿os acordáis de él? Ya, claro que no...) con la que pretendía ofrecer contenidos asequibles a nuevos lectores. Con Runaways, Vaughan ofreció una serie de jóvenes adolescentes poderosos metidos en problemas (todo un boom en su momento, recordemos la también coetánea Young Avengers o la televisiva y atroz Heroes) que fue el único éxito rotundo de Tsunami. Donde quien esto escribe encontró lo que en el resto de la obra de Vaughan —nada con sifón—, la mayor parte del público agradeció una propuesta tan ligera y libre de cortapisas argumentales.
Vaughan pronto dejó la serie en manos de otros y recaló en Perdidos, la controvertida serie de la ABC, en la que quienes entramos al trapo caímos rendidos ante lo que consideramos un finísimo conglomerado hitchcockiano del más variopinto conjunto de material pulp. A otros les pareció una tomadura de pelo rotunda y, bueno, oye, pues qué le vamos a hacer.
Y así llegamos a Morning Glories. Es terminar de leer este primer tomo y sentirse de lo más agudo y cultivado en materia geek al pensar “caray, esto es como Runaways y Perdidos”. ¿A que sí? Pues no. Pero no debes sentirte decepcionado, porque, por una vez, la mayoría está en lo cierto. Nick Spencer ha sacado el jugo desprejuiciado y pleno de acné de Runaways y lo ha introducido en ese macabro instituto en el que intentan sobrevivir unos listísimos y monísimos y —en según qué casos— repelentísimos chavales. Si percibes cierta pulsión de vendetta y exorcismo interior en el sufrimiento al que se ve sometido este grupo de guapa chavalería quizás tampoco vayas mal encaminado. Spencer iguala en emotividad e importancia tensiones hormonales de púberes mentecatos y asesinatos rituales. La cosa no chirría en absoluto, es decir, consigue que pensemos tal y como lo haría un adolescente en plena fase todo-el-mundo-me-odia y eso no es nada fácil, bien por Spencer. El dibujo sencillo y funcional de Joe Eisma, cercano en intenciones al de Adrian Alphona, no hace sino aumentar la sensación de que estamos ante el sucesor espiritual de Runaways.
La otra mitad referencial, Perdidos, hay que buscarla en el guiño cómplice al lector (que si “cómics de Morrison” por aquí, que si —vaya— “el final de Perdidos” por allá) y, sobre todo, en su estructura. Digamos con McLuhan que el medio —aquí, el suspense— es el mensaje. Como ocurre también con Urasawa (de hecho, Urasawa es previo a Perdidos, no digamos ya a Morning Glories), lo importante no es la causa, no es el quién ha hecho algo y por qué, sino el qué está pasando. Es decir, un tratamiento urgente y liberado de la narración, preocupado más por el viaje que por el origen y el destino. Esta abstracción del clásico serial que culminaba cada episodio en un cliffhanger es un arma de doble filo, ya que el público al que va dirigido, generalmente, demandará una explicación, y ahí es donde este tipo de obras se enfrentan a su injusta espada de Damocles.
De manera que, aunque no haga la más mínima falta, en algún momento Spencer tendrá que dejar a un lado la tensión y enigmas que tan bien ha sabido crear en este primer tomo y explicar de dónde surge esta Academia Morning Glory, qué es ese cono que gira, quién es ese espectro y por qué son tan crueles los profesores. O quiénes son Los Otros, qué es el Humo Negro, quién es Jacob y qué es la isla. Ay, mamá.
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