Veraspada VI
Sexta entrega de la novela de fantasía del Capitán Canalla
En aquel momento el mundo del príncipe primogénito Seete era un mar de cuerpos desnutridos contra el que chocaba en medio de una explosión de gritos y sangre que atravesaba mientras enrojecía la armadura y los cascos de su caballo, y al que volvía una y otra vez como un tiburón que se cebaba con los náufragos.
Sus meradad le acompañaban en aquella matanza. Las cochambrosas armas de aquellos despojos de Veraspada quebraban al chocar contra sus corazas; sus sucios cuerpos casi esqueléticos se rompían, a veces casi parecían explotar, cuando los golpeaban con sus mazas y hachas. Cada muerte le despertaba, cada mutilación le alegraba, cada grito desesperado le llevaba al paraíso, y cada mirada de terror y certeza llenaba su vida de propósito.
—¡Veraspada fuerte por siempre! —gritó mientras dirigía una nueva carga.
Había formado a los meradad para eso mismo, para tener un nicho en el funcionamiento de la ciudad. Él y sus caballeros, adoraba aquella palabra, controlarían por siempre a las masas lo bastante locas e idiotas como para atentar contra sus señores. No eran vulgares matones como la cobarde chusma que dirigían bestias como Aer Talan, sino galenos que extirparían los males del cuerpo de la bestia que era Veraspada.
Seete estaba tan concentrado en el orgullo que sentía que no se percató de las enormes aves que le sobrevolaban.
Sgrunt golpeó nuevamente el casco del luchador de la fosa con su monstruosa fuerza e impidió que se levantase; de cualquier manera, aquel bastardo era duro y lanzaba torpes pero peligrosas acometidas con su espada. Una de ella le había herido levemente en el muslo derecho, su propia sangre manchaba con un rojo oscuro sus pantalones favoritos.
—Quédate dormido, que hace muy mal día. —Agarró su bastón de mago con ambas manos y descargó tres golpes; no fueron más al oír cómo algo se rompía dentro del casco—. Mejor ¿no ves cómo llueven golpes?
“Eso ha tenido poca gracia”
Ur’el estaba en apuros. Su guja estaba en el suelo rota en dos pedazos y no podía hacer nada más que esquivar un hacha que se balanceaba. No por primera vez Sgrunt maldijo a su padre: si fuese un mago mínimamente competente podría volatilizar a todos aquellos cabrones. Aunque, si fuese así no estaría en la fosa.
Optó por la vía directa y dura para ganar el favor de aquella bella dama. Sus dedos enrojecieron entorno al bastón.
—Las ratas de la Escombrera han superado a los guardias, están asaltando los palacios del primer anillo residencial. Debéis volver a la Aguilera, madre —la voz del hijo segundo sonaba neutra, carente de emoción alguna. Aquello asustó a Polep Krin, quien había oído hablar de la frialdad extrema de Mesal, de su incapacidad para sentir nada por nadie; como de costumbre la realidad superaba la ficción.
Había algo inhumano en él. Su carácter y su físico le traían a la cabeza los relatos de los viejos dioses de sus ancestros. Humanos por fuera, de una belleza terrible, pero por dentro fríos y alienígenas. Terroríficos y dañinos para los mortales.
Su reina mantenía una postura regia. No miraba a su vástago: sus ojos estaban fijos en la fosa. Tras unos latidos habló.
—¿Y tu hermano?
—Los meradad fueron derribados, así que probablemente Seete haya fallecido. —Miró a su madre durante unos instantes, y de pronto habló, como si recordase algo que había olvidado—. Lo siento mucho.
“Claro que si”
—Diles a los guardias que preparen el carruaje. Nos vamos.
Krin dio un paso hacia delante.
—Mi señora, os puedo asegurar que aquí estamos a salvo. No hace falta que os arriesguéis saliendo.
Su reina le ignoró por completo. Y le lanzó una mirada de odio cuando de pronto empezaron a oírse gritos y sonidos de lucha en los jardines de su propiedad. Avergonzado, solo pudo bajar la mirada e indicar con gestos a sus mercenarios que hiciesen su trabajo.
El público se iba entre gritos de preocupación. Aquello le impresionó tanto que se distrajo un instante y una hoja penetró limpiamente en el costado de Helar. El Lobo extrajo el arma sin prisa y se dispuso a darle el golpe de gracia. El mundo del muchacho se hizo borroso por las lágrimas y sus propios gritos de dolor; la bilis le subía por la garganta y se la abrasaba junto a una plegaria a sus diosas. Entendía que iba a encontrárselas.
Pero no acabó en la oscura sala en medio del juicio de su alma. No entendió por qué hasta que el velo del dolor y el miedo desapareciese de sus sentidos y su mente… para dar paso a la fea cara de Sgrunt. Notaba que tenía la cabeza encima de algo blando.
El mago parecía extrañamente paternal en aquel momento.
—¡Ya está despierto! —La cara de Helar se llenó de babas. Intentó incorporarse pero el dolor le asaltó—. No hagas el bruto. Ese bastardo te ha hecho una buena avería pero creo que no ha roto nada importante. He usado un par de mejunjes que suelo llevar encima para hacerte un remiendo.
Desde su posición podía ver que en la arena solo estaban Ur’el, Sgrunt, unos cuantos cadáveres y él.
—¿Gue...?
—...ha pasado? Al parecer están asaltando el barrio noble, todo el mundo se ha ido, incluidos los guardias, los luchadores de la fosa que quedaban y el enano. Quien por cierto te ha salvado la vida al meterle un cuchillo a este caballero —oyó como golpeaba suavemente algo blando— por el ojo, dijo algo de que la Justicia siempre recompensaba y un niño ¿tiene sentido para ti?
—Sd.
—Vale, genial.
Ur’el se les acercó.Ttenía unos cuantos cortes pero parecía estar bien.
—Tenemos que salir de aquí. Ya.
—Los tres ¿no?
—Sí. Claro. Los tres: no dejamos a nadie en este lugar de muerte.
—Dagias…
Notó cómo Sgrunt metía sus enormes brazos por debajo de él y lo levantaba con cuidado y sin esfuerzo. Una vez más el dolor recorrió su cuerpo pero se guardó el gemido de dolor para si.
—Fuera se está montando la de Xur Vadal, así que podemos aprovechar el caos para refugiarnos en la Escombrera y desde ahí coger un bote.
—Eso suena a plan, brujo. —La mujer sonrió al decir eso último ¿Qué había pasado entre esos dos durante el rato que había estado indispuesto?
Salieron de la fosa y se encontraron con que los pasillos inferiores estaban vacíos. Amortiguados por los gruesos muros de piedra se escuchaban gritos del exterior; era una sensación terrorífica caminar por aquel lugar oscuro envueltos con aquellos sonidos. En las calles estaba teniendo lugar un infierno. Deseaba con todas sus fuerzas que arrasasen aquel lugar, que matasen a aquellos bastardos en sus palacios.
Pasaron por delante de las celdas donde habían estado los escombreros capturados por Krin. Los prisioneros habían desaparecido y en su lugar estaban los guardias.
Con las gargantas cortadas.
—Ya sabemos por dónde ha pasado el gardu enano.
Las estancias estaban vacías, aunque en algunas encontraron mercenarios muertos. Ur’el hizo un par de paradas para coger comida y agua. Helar no se dio cuenta hasta ese momento de lo seca que tenía la boca. Agradeció el agua que le hicieron beber con una sonrisa cansada.
Finalmente llegaron a la entrada del servicio, donde las puertas estaban abiertas de par. Afuera estaba el jardín convertido en zona de guerra: los mercenarios combatían un auténtico ejército de desposeídos. Posiblemente hubiese algunos de los antiguos prisioneros estuviesen ahí, ajustando cuentas.
El aire olía a sangre y a quemado.
—Intentemos pasar desapercibidos. Sígueme.
—Tú mandas, moza.
Desde lo alto de la torre más alta del barrio Zaelek observaba cómo aquella escoria se metía en el terreno de sus señores. Eran tantos, miles ¿de dónde salían? ¿Cuánto tiempo llevaban preparando aquel asalto?
Bueno, no importaba. Aquello iba a terminar en poco tiempo. La reina les había proporcionado al brujo y sus aprendices lo que necesitaban para aquello. Esclavos y prisioneros, espejos, incienso, promesas de poder político.
Solo había que poner fin a la actual crisis.
Sin girarse, habló.
—Id sacando los cuchillos y los espejos. Vamos a romper palabras.
“Y cuerpos”
Las calles estaban llenas de muerte, caballos, humanos, incluso vieron un par de kuun; de detrás de los muros de los palacios surgían columnas de fuego y gritos, de miedo, de dolor, que pedían clemencia. Otros exigían venganza. Sgrunt tenía las manos ocupadas transportando a Helar y su bastón descansaba a su espalda, de modo que Ur’el cogió del suelo un par de espadas.
Se decía que ir desarmado en Veraspada venía a equivaler a un suicidio; en aquel momento era una gran verdad. Hubiera sido una pena morir en medio de aquella pequeña guerra tras recuperar la libertad de forma milagrosa.
Ya habían tenido que matar a golpes cuatro asaltantes que farfullaban incoherencias sobre un profeta, ángeles y sacrificios de carne. Les habían asaltado a unos doscientos pasos de la salida a la Escombrera; eran personas enfermas, desnutridas y de mirada feral. Blandían garrotes cuando se abalanzaron sobre ellos sin dejar de gritar.
La mujer los despachó con rapidez y sin apenas esfuerzo.
—Locos, dana. Tener un arma en la mano no te convierte en guerrero. ¿Cómo han podido superar las defensas del muro?
—La Escombrera es muy grande, me dijeron que en ella vivían más de diez mil personas. Es probable que entre ellos haya algunos con suficiente cerebro como para organizar este ataque.
—Quizás. ¿Y la razón? Aparte del odio, claro.
—Un momento…
Sgrunt puso en blanco sus ojos durante un instante. De pronto sudaba más y parecía muy nervioso.
—Debemos salir del barrio, ya. Luego os cuento por qué.
Y se echó a correr, la herida de Helar le empezó a doler de nuevo. El mago pareció darse cuenta, pero no aminoró la marcha, de hecho aceleró.
—Mejor sufrir un rato que morir horriblemente.
Los archivos que Krin guardaba en su estudio eran extraordinariamente completos, tenía en papel datos sobre todos los hombres que trabajaban para él. Y todo perfectamente organizado. Solo tuvo que buscar en los archivos de la estantería “mercenarios” y guardarlos en un saco que había cogido en la cocina.
Sonreía al pensar en toda la información que contenían.
Nombres.
Direcciones.
Las compañías que frecuentaban.
Descripciones físicas increíblemente minuciosas.
Vicios y virtudes.
Todo.
Aquellos datos servirían bien a los fines de la Justicia, gracias a ella daría muerte a muchos criminales. Por desgracia su presa no estaba en su nido, y aquella noche estaba a punto de terminar. Tenía que volver a su escondite.
Se deslizó por los pasillos como una sombra y buscó las cloacas que desembocaban en la costa de la bahía. Desde ahí emprendió la marcha hacia su escondrijo más cercano.
Tuvieron que dar muerte a otros dos escombreros que estaban crucificando los maltratados cadáveres de unos caballeros para poder acceder a la zona ruinosa. Les habían confundido con mercenarios, a juzgar por sus gritos de odio, y murieron con maldiciones en las bocas.
Sgrunt no bajó el ritmo.
—Rápido, tenemos que alejarnos aún más.
—¿Pero qué va a pasar?
—Un brujo está reuniendo energía para lanzar un conjuro, todas las calles del barrio noble van a ser barridas por una ola de energía vital robada en forma de… conjuro bastardo. Y eso es malo.
—Pero ya estamos fuera.
—La magia es exacta, es natural, es controlable y puede ser precisa como un estilete. La brujería no es natural ni precisa, es como usar una piedra de 50 kilos para romper un huevo. Y con el volumen de energía que van a usar es casi seguro que vayan a perder el control.
—Hablas en plural.
Sgrunt no respondió hasta que llegaron a los restos de una mansión de austero diseño. Estatuas erosionadas por eras enteras de viento marino y lluvias guardaban la entrada. Dentro, el primer piso se había colapsado sobre la planta baja, pero aún permanecían unas escaleras que descendían hasta un sótano. El enorme mago depositó con cuidado a Helar encima de una mesa de piedra.
—La reina Meral discutió con el gremio de magos hace unos meses, y desde entonces tiene a un brujo y a varios aprendices a su servicio. Por eso hablo en plural.
Tras de matar al vigésimo segundo esclavo Zaelek comprobó que todos los espejos necesarios para lanzar el conjuro se hubiesen vuelto negros. Sonrió al ver cómo los nueve tenían sus pulidas superficies negras como el ónice; si se concentraba podía sentir la energía que tenían acumulada, vidas jóvenes arrancadas de sus cuerpos con dolor. Si fuese un mago podría ver la energía escaparse poco a poco, pero no tenía esa suerte.
—Colocadlos donde os he indicado e iniciad el canto. Sed fuertes.
—Sí, maestro —dijeron todos al mismo tiempo.
Abandonó la terraza y se adentró en la torre, donde le esperaba un pesado libro dentro de un enorme dibujo de intrincado diseño de plomo fundido ya enfriado que conduciría la energía hasta su cuerpo. Con rapidez se desnudó para no destrozar su ropa al liberar toda aquella energía, un error de aprendiz, y con reverencia casi religiosa recogió del suelo el tomo.
Luego comenzó el ritual. Movía la boca pero no se oían palabras.
Eran como truenos que surgían del propio aire, un sonido fortísimo que parecía surgir del aire mismo con energía atronadora; los cantos de sus acólitos desaparecieron al convertirse sus gargantas en las de su maestro; de ellas sí surgía aquel ruido espantoso. El dolor era indescriptible. Todo temblaba, desde el exterior parecía que la torre fuese a derrumbase en cualquier momento.
Zaelek siguió leyendo línea tras línea, y uno a uno los espejos empezaron a romperse liberando una energía invisible al ojo no mago pero que llenaba la zona de un aire cálido. El cuerpo del brujo la recibió, y este temblaba aunque siguió leyendo.
Uno de sus aprendices se derrumbó; sus ojos habían explotado.
Siguió leyendo.
El plomo comenzó a calentarse, le quemó la planta de los pies.
Siguió leyendo.
El noveno espejo se rompió.
Siguió leyendo, solo una línea más.
Entonces liberó el conjuro. En lo alto de la torre aparentó ser un estallido de luz cegadora que surgía de Zaelek, pero en las calles azotadas por la violencia tomó forma de neblina rojiza donde aparecían y desaparecían rostros que reían de forma enloquecedora y contagiosa.
Y que luego mordían.
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