Un relato de FAGLAND para Día de difuntos
En algunos pueblos de Méjico el tiempo pasa muy despacio. Al igual que en los yermos parajes de Tejas, los viajeros son escasos y las noticias del exterior no llegan nunca o llegan en forma de historias personales.
El día que la carreta llegó a Pomuch, los lugareños miraron sorprendidos desde el porche de sus viejas granjas, en silencio y con los ojos bien abiertos. Todos contemplaron atentamente la estela de polvo y oyeron el traqueteo creciente.
El viajero detuvo a los caballos en medio de la plaza y entró en la posada con paso ligero y decidido. Era un joven de unos veinte años, delgado y algo más alto que la mayoría de los mejicanos.
El posadero lo miró de arriba a abajo y le sonrió en silencio como señal de cortesía.
—¿Quieres tomar algo?
—Sí. El viaje ha sido largo y tengo mucha sed, ¿qué puedes ofrecerme?
—Tómate esto —dijo sirviendo un vaso de cristal—. ¿A dónde te diriges, buen hombre?
—No lo sé. Pensaba comprar una pequeña granja y vivir tan bien como pueda. ¿Hay alguna disponible aquí, o en algún pueblo que esté cerca?
—Aquí hay un par de casas deshabitadas. Cuando murió el viejo Teodoro, no quedó nadie para habitar su granja. Su hija vive con su marido al otro lado de la plaza —hizo una pausa—. Le vendrá bien un poco de dinero. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Edgar y tengo algo de dinero. Mi familia me dejó en una posada muy al norte cuando yo tenía siete años. Siguieron su camino, pero me dejaron una buena cantidad de oro. Aún me queda algo, además de ese carro y sus caballos.
—Sabes, creo que encajarás bien aquí. Yo me llamo Jorge y estoy en este sitio todo el día. Vivo y trabajo en esta posada. Vete a hablar con Sesasi, vive en esa casa de allí —señaló camino arriba.
—Lo haré. Gracias por el trago —dijo al tiempo que lanzaba una pepita de oro al mostrador.
El pueblo no volvió a ver caras nuevas en diez años. Solo unos pocos comerciantes se acercaban de vez en cuando, eran siempre los mismos. Edgar se hizo amigo de su vecino, que se llamaba Ikal, fue a su casa varias veces. También hablaba con el posadero y el resto de los vecinos. Las relaciones personales eran muy sencillas. Todos en el pueblo se conocían por el nombre, la mayoría de los habitantes pertenecían a familias que llevaban varias generaciones allí.
Se casaban entre ellos y se contaban historias de antaño, siempre las mismas, pero no importaba, porque no hablaban mucho y cuando lo hacían era delante de una bebida fría y a la sombra.
Sin embargo, había un día concreto del año en que su comportamiento cambiaba completamente. En la festividad del día de los muertos las granjas se adornaban y las familias se reunían en las casas para recordar a sus ancestros. Los árboles genealógicos eran muy complejos, lo que hacía que hasta una veintena de personas se reunieran en una granja. Allí se dedicaban a mostrar los huesos de los muertos y a limpiarlos con reverencia. Las historias volvían a contarse y la gente parecía más feliz y risueña de lo habitual.
Esta tradición era muy antigua y era posible gracias al aislamiento absoluto del pueblo. Todas sus costumbres eran viejas cuando los europeos trataban de distinguir el mar del cielo y el ocaso del amanecer.
En ese día concreto, Edgar se sentía especialmente solo y apático. Así que con el paso del tiempo, la idea de encontrar unos huesos que limpiar y alguien a quien recordar se instauró firmemente en su cerebro. Llegó el día en que anunció que emprendería un viaje y su carro volvió a traquetear por el camino.
Regresó al cabo de cinco meses con algo más de oro y unos bultos que tenían que ser cadáveres. Los enterró en el porche y comentó satisfecho que había encontrado los restos de sus padres, que una buena señora le había contado la historia de su familia y que le había dado una serie de objetos valiosos que eran suyos por herencia.
El suceso se hizo muy popular en Pomuch porque las pertenencias del hombre eran muy valiosas y le permitían vivir cómodamente. Ni siquiera necesitaba dedicarse a amasar pan, algo muy común allí. Intercambiaba piezas muy antiguas y trastos que resultaban muy útiles.
Llegó el día de los muertos y Edgar decoró su granja mejor que nadie. Su vecino estaba intrigado y le preguntó si podía visitarle aquella noche. Su familia podía pasarla sin él aquel año.
Nadie había entrado en la casa desde que Sesasi la vendiera, a excepción del propietario. Edgar abrió la puerta con una sonrisa satisfecha en el rostro, su vecino miró a su alrededor con un interés que el palacio de Buckingham o la Casa Blanca no le habrían despertado.
La sala principal estaba atestada de objetos brillantes y coloridos; en una pared, una espada árabe con la empuñadura adornada con gemas competía con un hacha de sílex con el mango atado a un pedazo de madera; en el suelo, una bolsita de tela que rebosaba de pepitas de oro y un vestido medieval de tela color esmeralda se peleaban por destacar. El conjunto asemejaba la guarida de un antiguo pirata o el almacén secreto de un saqueador.
—¿Todo esto pertenecía a tu familia? —preguntó Ikal con extrañeza.
—Así es. Si hubiera podido localizar a esa señora hace unos años, me habría cambiado la vida. Podría haberme instalado en cualquier lugar del mundo —dijo extendido los brazos para enfatizar sus palabras— pero lo cierto es que soy feliz aquí.
—Se te ve muy integrado en Pomuch, este día es un paso más, no te quepa duda. —Aunque parecía una respuesta lógica y casual, Ikal tenía algunas dudas sobre lo que estaba diciendo. La situación era bastante compleja para él—. Te he traído pan para la cena.
—Estupendo. Hay carne y bebida preparada en la mesa, pero me gustaría limpiar los cráneos de mis padres y contarte la historia de mi familia.
Se sentaron en una mesa pequeña, dos cráneos y un montón de huesos estaban apilados encima de un mantel de tela con motivos aztecas. Edgar cogió un trapo y comenzó a limpiar una calavera sonriente e inexpresiva, como lo son todas ellas.
—Mis padres me dejaron en una posada porque tenían que hacer un viaje largo y tedioso. Mi familia tenía varias mansiones y estaba acostumbrada a ir de una a otra, aunque la posibilidad de un enfrentamiento nunca les había hecho marchar.
»El año había sido muy duro, los campos se habían secado y una epidemia había acabado con muchísimos animales y unos cuantos granjeros. La gente tenía mucha hambre y miraba con recelo a mi familia, así que mis padres estaban preocupados.
»Para llegar a la mansión más cercana había que pasar por un camino peligroso debido a las circunstancias, así que mi padre decidió dejarme en una posada junto con uno de los carros. La posada estaba en una ciudad que no sufría por el hambre ni por las enfermedades debido a su situación geográfica, sus hombres de armas y sus almacenes llenos de comida. Nadie planteaba un enfrentamiento con la ciudad porque no habría beneficio ni verdaderos motivos para hacerlo.
»Por desgracia, la comitiva de mi familia sufrió una emboscada. Murieron todos y no quedó nada de valor, salvo los cadáveres de mis padres.»
—Una historia muy triste, no cabe duda —dijo Ikal; trataba de ponerse en situación, pero no lo conseguía—. ¿Cómo te has enterado de la historia? ¿Quién recogió los cadáveres?
—Mi familia tenía tres mansiones, la señora que regentaba la tercera de ellas se enteró de lo sucedido. Un grupo de soldados recorrió un largo camino para recoger los cadáveres y enterrarlos como es debido.
—¿Es la señora con la que has hablado en este viaje?
—Así es. Me ha costado mucho dar con ella, estuve dos meses recorriendo la zona. La suerte ha querido que esta vez alguien me contara toda la verdad. Un viejo campesino recordaba la historia y decidió hablar. Nadie me había dicho nada durante todos esos años en los que busqué respuestas. Supongo que este era el momento adecuado- le miró con mucha satisfacción en los ojos, que brillaban a la luz de las velas- Buscaba una historia de las que son negadas por sus protagonistas; quién sabe si aquel mismo campesino fue uno de los asesinos de mis padres.
—¿Crees que lo fue?
—No, no lo creo. Ahora soy capaz de detectar esas cosas, el tiempo me ha vuelto capaz de interpretar las reacciones de las personas. Además, sé lo que hay que hacer en determinados momentos. Tú mismo has dicho que me estoy adaptando bien aquí, ¿no es verdad?
—Sí… lo he dicho. —Ikal empezaba a sentirse algo incómodo—. Estos huesos, ¿estás seguro de que son los de tus padres?
—Así lo afirmó la señora. Los nombres de mis padres estaban en las lápidas. Ella me contó que las otras dos mansiones cayeron, pero nadie se acercó jamás a la tercera.
—Eran una pareja mayor, por lo que parece. ¿Cuántos años tenían tus padres al morir?
—¡Quién sabe! Cuarenta o quizá más.
—Ella debió decírtelo, parecen los huesos de una pareja de sesenta años.
—¿Estás seguro de eso?
—No. No lo estoy —dijo Ikal con voz firme, mucho más autoritaria de lo que en él era habitual.
Repentinamente, Edgar se encontró bordeando un ataque de ira, pero se controló de una manera tan sorprendente que casi parecía calmado.
—Hay otra cosa más que debería hacer para integrarme en el pueblo: formar una familia, ¿no crees?
—Sí, es algo importante. La familia es la esencia del pueblo, ya lo sabes.
—Tú tienes una hija y yo soy tu amigo y necesito una esposa. Sería muy importante para mí casarme con ella. —Su mirada era indescifrable—. Tengo muchas posesiones, estaría bien conmigo. La relación entre nosotros se prolongaría muchos años, quizá para siempre.
—Mi mujer no estaría de acuerdo —negó con la cabeza—. Su ilusión es casarla con el hijo de los Ramírez. Mi hija suele obedecer a su madre, creo que acabará con ese muchacho, aunque es pronto para decirlo.
A veces un plan frustrado produce una reacción repentina e incontrolable. Edgar se dio cuenta que la vida que había planificado se desmoronaba en un instante. O ese pensamiento pasó por su cabeza. La ira explotó de forma terrible: su brazo alcanzó el hacha de sílex y destrozó la cabeza de su amigo de un golpe.
Ese día de los muertos fue el más recordado de la historia de Pomuch.
El relato en general me ha gustado y me ha sido fácil imaginar (casi diría visualizar) los elementos que van siendo descritos en él.
Por poner alguna pega, el final me ha parecido un tanto brusco y no sé... como que no me terminaba de “encajar”, vamos que incluso volví atrás para ver si me había saltado algo que motivara tan violenta reacción. Pero pueden ser manías mías.