El niño que tenía ocho patas
Otro relato de piratas y monstruos de Patapalo
Después de verse envuelto por la oscuridad, le asaltaron las más crueles pesadillas. Sangre, pero inundando su propia boca; dientes negros como pozos del averno que le daban la bienvenida; sábanas que se adherían a su cuerpo como una mortaja. Y, a pesar de ello, cuando abrió los ojos deseó volver a sumirse en el sueño.
Su visión se disgregaba como en un calidoscopio, como el reflejo que da un espejo cuyo cristal ha sido astillado. En decenas de pequeñas celdas se adivinaban las siluetas de grandes arañas negras que dormitaban al abrigo de sus telas de arañas y, bajo ellas, el cadáver macilento de Dientes Negros.
Su expresión era maligna aun después de muerto. De una herida en su cuello supuraba un líquido bilioso que adornaba aquella macabra segunda sonrisa. Sendos pozos oscuros. Sendas grietas de maldad. No pudo evitar marearse al verlo repetido hasta el infinito en por todo su campo visual. Entonces, de repente, uno de los bultos oscuros que vislumbraba en uno de los ángulos empezó a moverse hacia él con rapidez.
Horrorizado identificó el coriáceo cuerpo de una tarántula. Esta venía a por él siguiendo una trayectoria sesgada a través de los mil fragmentos que componían ahora su mirada. Por instinto, alzó los brazos para protegerse, angustiado al ver que su voz no le respondía y, de inmediato, la angustia se tornó demente horror: allí donde deberían haber aparecido sus manos se perfilaron unas uñas negras que remataban unos peludos y estrechos apéndices. Estos, como ramas de un siniestro bosque seco, invadieron las mil ventanas que componían ahora su mirada. Sintiéndose atrapado en una espiral de sinsentidos, se repitió una y otra vez que no era él, que no era posible. Sin embargo, la evidencia estaba allí.
Una a una, todas las arañas alertaron a sus hermanas y abandonaron sus atalayas en el techo de la trastienda de Dientes Negros. Sí, allí era donde había perdido el conocimiento y donde debía de encontrarse todavía; ahora identificaba el lugar, ahora que era capaz de entender la maraña de imágenes que se componían ante sus ojos. Un nuevo escalofrío recorrió su cuerpo. ¿Sus ojos?
Sintió el calor mucho antes de que las llamas de las antorchas invadieran el rompecabezas de su mirada. Sus lenguas flamígeras consumieron las telas de araña con su simple presencia, como una leve danza, y enervaron todos los rincones de su nuevo cuerpo. Fuego. Venían a por ellas. A por él. Todo se consumiría bajo las llamas.
Las siluetas se perfilaban deformes tras las teas. Hombres vestidos de negro, corchetes, espadas y picas. Ojos rabiosos y aterrados. Pronto se desató el caos. La tensión era demasiado grande.
Algunas de las tarántulas descendieron sigilosas hasta situarse tras la nuca de los guardias. En un ataque fulgurante e inesperadamente coordinado, los arácnidos se abalanzaron sobre los cuellos desnudos y hundieron en ellos sus ponzoñosos colmillos. Los aullidos de los heridos fueron el detonante de un aterrador pandemonio.
Se dispararon pistolas y mosquetes, y los proyectiles atravesaron las cañas podridas de la techumbre y los cuerpos hinchados de sangre de las arañas. Al ver aquello, presa de un terror primario, empezó a descender por una gruesa viga dispuesta a modo de columna. Necesitaba encontrar un refugio, de inmediato. Por fortuna, sus nuevas extremidades se afianzaban seguras en la madera podrida, en la que sus uñas negras se hundían con insólita facilidad.
Entonces sintió las vibraciones de un cántico y un temor atávico sustituyó todas las sensaciones precedentes. Vudú.
Podía percibir la cadencia de los tambores, la arena levantada por los pies desnudos de los esclavos en su baile pagano. Podía palpar los cuerpos de ébano que se contorsionaban en su mente.
No aparecían ante el espejo roto de sus ojos, pero sabía que estaban allí. Eran más reales que el guardia que, hacha en mano, se acercaba para acabar con su inmundo cuerpo de alimaña.
Sintió el salitre inundar sus fosas nasales y el tronar de los cañones al entretejerse con los tambores rituales. Vio la muerte de nuevo en su rostro primerizo, cuajando con una malla de sangre el rostro de un joven pirata barbilampiño. Sintió el arañazo de un sable que buscaba otro cuerpo en la refriega. Oyó la voz socarrona de Lucius Sang-de-fer aullando en el abordaje. Y, tras una fuerte detonación, el guardia del hacha cayó a tierra con el cráneo y el rostro destrozados. La sangre lo bañó como una cálida lluvia.
La melodía emprendió un crescendo. La figura de un viejo enjuto cubierto de pinturas blancas a modo de osamenta se perfiló con nitidez sobreponiéndose a sus cien ojos. En su mirada ardía el fuego de Babko.
El calor se intensificó y se sintió tornar al infierno. No era la bodega en llamas del Nueva Esperanza. No era la sonrisa de lascivia ni las manos ásperas de Henry “Dospalos”. El dolor estaba en su mente y en el mundo enloquecido que tintaba su mirada. Las llamas habían prendido en la trastienda de Dientes Negros y danzaban enloquecidas por doquier. Sintió ganas de llorar y, por un instante, creyó distinguir, de algún modo arcano, la sonrisa del Loa maligno. Sus lágrimas pugnaban tras el entramado de sus ojos.
Tronó una nueva andanada al restallar la pólvora, los aceros cantaron y mil demonios se retorcieron de risa en mitad de aquel espectáculo dantesco. El calor cambió como el viento en mitad de una tempestad, el rojo de las llamas dejó paso a algunas lagunas de penumbra y su visión empezó a cristalizar en un único punto con una intensa sensación de náusea. Vio su cuerpo cubierto por el velo blanquecino de las telarañas y notó el amargor de la bilis en su boca. La risa desquiciada del anciano brujo coronó los mugidos finales del ritual y se hundió en el crepitar de las llamas.
Entonces, de entre el acre humo que inundaba la estancia y los quejidos de los guardias moribundos que se alzaban del suelo cual espectros, apareció el rostro curtido de Carmaux LeRequin.
—Petit Jean Pierre —gritó para hacerse oír por encima del estruendo—, ¿estás bien, hijo?
El niño quedó aterrado por la mirada torcida y diabólica del contramaestre, pero un extraño alivio lo invadió al mismo tiempo: al interponer las manos para protegerse, instintivamente, de su contacto, había constatado que, por fin, la primera pesadilla había terminado. Volvería a surcar los siete mares, dejando atrás ese condenado firmamento de telarañas.
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Tengo que felicitarte nuevamente por la ambitación. Me parece fabulosa. Y te lo dice alguien que, entre sus primeras lecturas de infancia, cuenta con El corsario Negro y La Isla del Tesoro.
Bastante inútil