Pasión por los monstruos

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Toma carrerilla y catapulta el brazo con fuerza, liberando su furia infantil en aquella piedra que corta el aire y va a estrellarse contra una roca pelada, a más de treinta metros de distancia de la cabeza del monstruo.

 

—Así no le vas a dar nunca —le dice otro niño, éste tan grande que nada de lo que diga podrá ser rebatido por los demás.

Ese mismo niño, de carnes generosas y cara ancha, recoge otra piedra del suelo y la descarga con todo el impulso de sus brazos y sus piernas. En esta ocasión, el pedrusco va a dar directamente en una de las crestas que arman el caparazón teratológico y espinado del monstruo.

—¡Toma ya! —grita de júbilo, con los mofletes encarnados irradiando de entusiasmo.

Los demás niños le jalean y le palmean el hombro, sabedores de que sus tiernos músculos nunca podrán igualar esa gesta y alcanzar la estructura de aquel endriago desde semejante distancia.

—Ya vale, chicos, no saltéis tan al borde que os podéis caer —les dice en tono paternal uno de los militares que rodean el perímetro del acantilado.

—¿Pero usted lo ha visto? ¡Le he dado!, ¡le he dado por mis cojo…!

—¡Eduardo!, ¡como tenga que levantarme y darte en la boca vas a ver cómo empiezas a hablar bien!

El niño se relaja un ápice en su jolgorio, mientras los demás comienzan a danzar a su alrededor, soltando risotadas y alguna que otra mirada de admiración. Y es que antes sólo era el gordo de Edu, pero ahora es el gordo que ha alcanzado al monstruo con una piedra.

A pesar de la advertencia de su madre, ni ella ni ninguno de los adultos que están por detrás de la barrera de militares armados parece por la labor de querer levantarse y mirar por la ladera de la montaña hacia el valle donde ahora agoniza su pueblo.

Los monstruos son ambiguos, suele decir ella. Y es que ya son muchos años de monstruos, y siempre pasa lo mismo. Independientemente de su naturaleza cósmica basada en aberrantes tentáculos violáceos o en caparazones atravesados por espinas, el monstruo de turno siempre hace lo mismo: arrasar con todo lo que los vecinos hayan levantado desde la última vez. Pero no quedaba más remedio que aceptarlo. Para eso eran adultos, para saber encajar los golpes de la vida y aprender a levantarse después de cada impacto. Además, eran golpes perfectamente programados. No en vano, todos los monstruos que pululaban por el mundo eran monitorizados las veinticuatro horas del día, realizándose simulaciones de trayectorias para prever con suficiente antelación y exactitud el camino que habrían de seguir en su vagar errabundo por la faz de la Tierra. Aun así, no había manera de contenerlos, controlarlos o pararlos. El afán por destruir todo a su paso derivaba quizás de un arcaico plan maestro, gestado en los licores de trillones de eones a la sombra de las estrellas, que habían acabado por suprimir todo rescoldo de inteligencia asumible al ámbito de actuación humano. Aquella inteligencia alienígena obedecía a otras fórmulas, demasiado complejas y antiguas como para que los humanos pudieran hacer poco más que sentarse a observar. Al parecer, la violencia descerebrada será el culmen de toda evolución animal y supra-natural, aunque nosotros aun no lo sepamos, pues nos quedan billones de años para alcanzar ese estadio superior de conciencia universal. Y a pesar de que este razonamiento pudiera parecer estúpido, resulta ser actualmente la creencia más extendida entre sabios y eruditos, que, tras comprobar la ineficacia de toda arma de destrucción para con las aberraciones celestiales que han ido abonando nuestro planeta de hastío y escombros, decidieron otorgarle un significado más profundo a los extraños avatares del destino de la humanidad. Por todo esto, hay que respetar a los monstruos. Hace años que los controles sobre estas criaturas propiciaron que cesara el número de muertes, quedando como huella de su paso todos esos daños materiales, que a estas alturas ya son perfectamente asumibles. De hecho, todos esos destrozos han conducido a los hombres a una fase más espiritual, de desapego forzado hacia lo material. Quizás el devenir del hombre haya tomado un cariz más amable y profundo, en sintonía con la danza del resto de los planetas gracias a la irrupción salvaje y ancestral de estas criaturas formidables e imposibles. Sin embargo, no son pocos los que piensan que esa espiritualidad y desapego carecen de todo romanticismo, que no son más que las consecuencias directas del cansancio existencial del hombre y de su imposibilidad de hacer otra cosa para acabar con estos seres. De hecho, ya no hay la misma pasión por los monstruos que había antaño. Hoy en día, toda una comunidad de vecinos podía permanecer sentada en los cobertizos fabricados para la causa en las cimas de las montañas, sin molestarse siquiera en echar un vistazo a la criatura que asolaba sus casas, derrumbaba edificios públicos y desbrozaba parques y bosques con sus garras y sus dientes picados de cemento y acero. Les daba exactamente igual, porque ya formaba parte de su rutina. A la mañana siguiente, bajarían al pueblo y comenzarían las tareas de reconstrucción. ¿Hasta cuándo? Pues hasta que otra quimera decidiera dejarse caer por aquel valle y redujera todas esas casas y edificios a un baile disonante de ladrillos. ¿Dentro de dos meses?, ¿un año?, ¿dos años?, quién sabe…

Eso era lo que aquellos niños, apasionados de los monstruos, no podían entender de sus mayores…

—Señor, ¿por qué no le dispara?

—¿Cómo?

—Al monstruo, ¿por qué no dispara al monstruo?

El niño de mofletes carnosos y coloreados tiraba de la chaqueta color caqui del soldado, que seguía en guardia, inamovible, junto con otros quince o veinte muchachos, todos completamente armados. Todos fabulosamente innecesarios.

—Porque no conseguiría nada más que llamar su atención. Y eso podría meternos en problemas.

—Pero es un monstruo. Se supone que deberíamos luchar contra los monstruos.

El soldado regala al crío su sonrisa más displicente. A veces, los chavales tenían unas ocurrencias de lo más simpáticas. Pero eso era algo que acababa curándose con el tiempo. Miró un instante hacia atrás, hacia la madre del chaval, y observó su mirada perdida, su sonrisa vacía, dirigida hacia las nubes que bordeaban las cumbres redondeadas. Parecía apática, perdida, resignada. Adulta.

—Me gusta que destrocen cosas. Que lo destrocen todo —insistía el chaval.

—Pero, ¿no me acabas de decir que quieres que le dispare?

Un rugido infernal reverberó entonces entre las colinas, rebotando por el valle y entre los escombros, mientras otro edificio caía con estrépito a sus pies y casi hacía tropezar a aquella aberración de testa colosal y voracidad desproporcionada sobre las cenizas del pueblo.

—Sí, claro, pero es que es un monstruo. Y los monstruos tienen que destrozar cosas. Y nosotros tenemos que dispararles. Es lo más lógico, digo yo...

La lógica de un niño también era ancestral. Abrumadora. Idiota.

—¡Edu, Edu, mira!, ¡acaba de derrumbar la escuela, mañana no hay cole!

El niño salió corriendo junto con los demás hacia ese ángulo de la montaña y un par de hombres armados tuvieron que retenerlos para que no cayeran por el abismo. Al contemplar a la bestia haciendo añicos con sus patas los pilares de la escuela, todos estallaron en un grito de alborozo.

—Ya buscaremos otro sitio donde dar las clases —dijo el profesor Antonio desde algún lugar por detrás de ellos—. No os pongáis tan contentos, que ya habrá un gimnasio o un algo donde poder dar las clases…

Un fuerte abucheo secundó esas amenazas. Los chavales sabían que mañana todos aquellos adultos estarían demasiado ocupados reconstruyendo la escuela como para preocuparse por ir a dar clase a algún gimnasio del pueblo.

—Pero mira ahora… ahora acaba de derribar tu casa, Edu. ¿No era ésa tu casa?

Edu miró compungido hacia abajo, con la boquita echa una vocal. En efecto, la criatura se encontraba mordisqueando las vigas de acero de lo que había sido su bloque de viviendas. El hormigón le chorreaba entre las comisuras de su hocico cubierto de cerdas, mientras que con los dientes hacía chillar al vidrio de las ventanas.

—Vaya —musitó el chaval—, pues sí que era mi casa.

Los demás, como ya hicieran antes, comenzaron a darle palmaditas en la espalda. Esta vez de consuelo.

Mientras tanto, su madre seguía ahí detrás, sentada, con la mirada perdida. En ese momento, dejó caer un suspiro.

Ésa debía de ser la ambigüedad de los monstruos, a la que tantas veces se refería ella.

 

(Léolo)

Ignacio Cid Hermoso

 

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Bravo. Me ha encantado. Esa imagen del mundo asolado por los monstruos y las reflexiones filosóficas con las que acompañas la historia me han parecido fascinantes. Un placer leerte, compañero. Muy buen trabajo.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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La historia conjuga muy bien el choque de mundos entre adultos y niños, entre humanos y bestias. Ha habido un momento que me ha recordado mucho a la serie de animación Evangelion, comparando a las bestias con ángeles, seres superiores a nuestro estadio de evolución.

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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Muchas gracias a los dos, Patapalo y Félix. 

No sabía muy bien cómo quedaría esta mezcla entre monstruos y filosofía, y me alegra comprobar que ha surtido el efecto que deseaba

En cuanto a la serie Evangelion, ni siquiera la conocía, Félix. Mi inspiración en este caso es más coeniana en cuanto al estilo, utilizando siempre la inspiración cinematográfica

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Me ha gustado mucho, de verdad. Empiezo a entender el porqué de tus premios.

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Vaya, muy amable LCS.

Me alegra que te gustara, compañero

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He detectado una tilde que no debería estar (pérdida) y que he podido comprobar que no estaba en el relato original. Supongo que será una errata a la hora de haberlo colgado en la web.

Otra cosa curiosa, que desconocía, y que hace alusión a la ortografía del texto: al parecer, ésa ya no lleva tilde cuando hace las veces de pronombre. Es decir, sólo deberíamos ponerla cuando pudiéramos entrar en conflicto con su función como determinante, no por ser pronombre en sí. Me explico mejor con un ejemplo:

¿Dónde encontraron esos documentos secretos?
(Sin tilde, esos se interpreta como adjetivo que modifica al sustantivo documentos; el sujeto de la oración no está expreso).

¿Dónde encontraron ésos documentos secretos?
(Con tilde, ésos se interpreta como pronombre en función de sujeto de la oración: ‘esos individuos, esas personas’).

Sin embargo, si decimos: "es esa que yo te dije", aunque sea pronombre, no debe llevar tilde porque no da lugar a confusión...

Cuento todo esto porque me acabo de enterar, no porque me las venga dando de listo , que el instituto ya me queda lejos... cosicas curiosas que tiene la RAE...

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Efectivamente, había una tilde de más (a veces se sobrecorrige: fallo mío).

En cuanto a las tildes diacríticas, si quieres lo debatimos en el foro (por no perdernos por aquí). La RAE sugiere que no se use la tilde diacrítica si no hay ambigüedad, lo que a mi parecer es una perogrullada porque, ¿cómo puede haber ambigüedad si existe la norma? No se pone nunca, y punto, ¿no? Se supone que el contexto dará las claves.

Personalmente, creo que es conveniente continuar utilizándolas, y siguen utilizándose en el lenguaje culto, así que la RAE no puede eliminarlas, sólo sugerir que dejemos que caigan en desuso. ¿Por qué mantenerlas? Porque son una buena guía para los lectores, y los lectores, a día de hoy, necesitan más guías que nunca.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Toda la razón en eso que dices sobre las guías.

Abriré un hilo para ver qué opina la gente. A mí también me repatea que la RAE intente cambiar las normas, pero lo puse más como curiosidad que como otra cosa...

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Nachob
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Coincido, muy bueno. Logra transmitir emociones reales en un espacio muy pequeño, y acaricía tanto el cerebro como el corazón. Habla del ser humano utilizando la fantasía como lente, como espejo deformado, como esperpento si no terrible, si desasosegante, pero, a la vez, cercano.

Enhorabuena.

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Muchas gracias, Nacho.

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