Veraspada IV
Cuarta entrega de esta novela de fantasía de Capitán Canalla
Si no tenías dos estrellas con las que pagarte tres paredes donde caerte muerto y vivías en Veraspada, tu lugar era la Escombrera.
¿Qué era? Una enorme extensión de ruinas donde era imposible edificar nada que no fueran chabolas miserables. Cuando se fundó la ciudad ya estaban ahí sus altas y grises torres con sus tristes palacios, las avenidas llenas de columnas erosionadas, sus estatuas mutiladas y placas de mármol erosionadas por el viento. Un rey cuyo nombre no transcendió a su asesinato ordenó emplear todos aquellos restos para construir la ciudad que iba a ser Veraspada.
Todo lo que se intentaba edificar acababa desmoronándose, matando inevitablemente a todos los esclavos y capataces de obra; tras dos meses de fracasos y pérdidas el rey murió ahorcado y la roca devuelta a su lugar.
Desde entonces varios idiotas habían intentado construir en aquel terreno; todos fracasaron. Nada que fuese más digno una chabola duraba más de unos días en pie, parecía que la Escombrera se alimentaba de la miseria y vomitase todo lo demás. Lo mismo podría decirse de los fanáticos, similares a los del mercado pero en mayor número, que desde pedestales prometían salvación y nueva vida.
Sentando en su jaula Helar observaba los dignos restos de una cultura desconocida y majestuosa ocupada por los desheredados, y cómo estos eran las presas de gente como Polep Krin.
Los guardias que acompañaban los carros tirados por uros agarraban a docenas de pordioseros y los metían en jaulas similares a las que él y su extraño compañero ocupaban. Algunos se resistían y a cambio de su valor o estupidez recibían muerte. Ergotrek observaba la escena con mudos juramentos en la boca que parecía masticar con odio.
Helar escuchó que se referían a ellos como “carnaza de pelogarra”. Genial, empezaba a ser evidente qué era lo que se les venía encima.
Les llevaban a las fosas de juegos, al barrio real; por eso pasaban por la Escombrera: era la forma más rápida de llegar y de paso podían aprovisionarse de víctimas para los juegos de muerte. Víctimas que nadie echaría de menos.
Nadie importante, se entiende.
Para distraerse empezó a contar las estrellas que salían con el fin del atardecer.
—Lo van a pagar —gruñó el jelkiren—. La Justicia no permitirá que esto quede impune. Los mataré cuatro veces antes de que vuelvan al suelo.
—¿Y qué conseguirás con eso? Son solo herramientas que hacen lo que se les ordena. Mátalos y conseguirás media venganza. —Por primera vez Helar podía sostenerle la mirada—. Si quieres culpables, espera a llegar a las fosas: ahí estarán.
—Eso que dices… no tiene sentido, no para mí. No olvidaré sus rostros ni sus nombres.
Poco a poco los uros fueron acercándolos a las enormes murallas del barrio noble, donde el olor a rata quemada y barro se mezcló con el del incienso y exóticas flores aromáticas.
—Sabes que nos harán luchar, es un decir, contra ellos, ¿no? He oído hablar de los juegos de los nobles, les gusta ver a la gente como ellos siendo masacrada… por gente como nosotros.
—No les tocaré. Encontraré un modo de escapar para llevar el beso de la Justicia… Y no nos parecemos en nada, no vuelvas a insultarme.
—Claro. —Aquello le asustó de verdad.
Se los llevaban y no podía hacer nada, aún. El rebaño pastaba cuando llegaron los perros, matando a los que resistían para poder contemplar la llegada. El profeta estaba furioso pero aquella noche cambiarían las tornas: los ángeles se lo habían dicho con sus voces de pensamiento mientras dormían colgados en las bóvedas de las salas subterráneas.
Habían sido necesarios muchos sacrificios de carne y sangre para ello, pero el rebaño gustoso se habría ofrecido para ello. Y con gusto aquellos increíbles señores de los cielos habían recibido esos presentes.
Algunos hermanos no habían entendido nada y se mostraron horrorizados ante aquel acto de comunión. ¿Acaso no era evidente que los emisarios de la llegada no eran humanos sino divinos? ¿Cómo podía unos hombres miserables que vivían como carroñeros entre los restos juzgar las necesidades de criaturas tan superiores a él?
—No puede. —Y por ello aquellos herejes fueron obligados a participar en la comunión. Nadie más entre el rebaño elevó la voz para protestar. Solo se oían alabanzas, suplicas, agradecimientos, y peticiones de venganza.
Aquella noche los fieles tomarían el barrio real, la Joya entre el barro como la llamaban algunos, y lo arrasarían. Quemarían sus palacios, saquearían sus riquezas para adornar los templos y alimentar al rebaño, matarían a todos aquellos decadentes tiranos.
Los ángeles así se lo habían asegurado.
Cargados de cadenas les hicieron entrar en una estancia de piedra roja tenuemente alumbrada, había un pasillo tras unos barrotes que conducía a un foso de lucha. Dentro les esperaba una conocida de Helar.
La mujer de piel negra. Esta vez llevaba puesta una armadura de cuero gris y no tenía la piel pintada; quizás fuese por el miedo y los golpes, pero la encontraba muy atractiva vestida así.
“Concéntrate: vas a morir junto a un enano enloquecido.”
—¿Qué haces tú aquí? —dijo ella muy directa.
—Maté unos guardias, me redujeron para matarme mediante tortura y Polep Krin me ha dejado vivir para que muera en los fosos. Francamente, no sé si odiarle o darle un beso en la boca.
—Ese mismo gardu vino a la comuna buscando algo exótico, y los míos me vendieron.
Aquello le extraño. Había visto luchar a aquella mujer, y tenía más arrojo y peligro que muchos de los mercenarios que había conocido en los últimos meses. Desprenderse de alguien como ella no le parecía algo especialmente inteligente. De todos modos si iba a tener que vérselas con las fieras de los fosos y ella estaba cerca no se quejaría.
—¿Y por qué tú?
—Por no haber muerto en lugar de mi hermano. —Había mucha pena en su voz, y también resentimiento—. Al fin y al cabo, solo soy una mujer.
De pronto el joven se dio cuenta de algo importante.
—Dos latidos. ¿Cómo te llamas?
—Ur’el De, de la familia I’xa.
—Yo soy Helar. Bastardo. —Se agarraron con fuerza por los antebrazos—. Un placer volver a verte. —“No tienes ni idea”.
Era curioso, lo más cercano que tenía en aquel momento a un amigo era una mujer de la que apenas sabía nada, cuyo nombre acababa de conocer, que le estaba estrechando la mano y con la que quería yacer. Bueno, eso último no era tan curioso.
—Matka…
Se giró para observar a Ergotrek quien seguía cargado de cadenas, aunque no parecía estar molesto por ello. Les miraba con evidente irritación.
—¿Los humanos siempre habláis tanto y decís tan poco?
—A veces. —Helar tenía ganas de hacer un poco el tonto—. Sobre todo cuando bebemos, tenemos a las Damas del Cuchillo mirándonos o un severo jelkiren a mano para picarle.
¿Aquello fue un hipito o una risa? Con aquel personaje era difícil saberlo.
—Supongo que no hay forma alguna de escapar. —Ur’el negó con la cabeza—. Ya, lo suponía.
—Hay cuatro guardias al final del pasillo que lleva a la fosa, que nos abatirían si lográsemos meter un par de uros para tirar abajo los barrotes, y otros cinco tras la puerta por la que nos han metido aquí.
—Genial.
En algún lugar empezaron los gritos de las ratas de la Escombrera, que suplicaban poder volver a sus hogares. A juzgar por los gritos, como respuesta recibían golpes. Si conseguía salir de esta con vida y libre, él creía en los milagros (especialmente en aquel momento), volvería al pueblo. Quizás retomase las lecciones para ser praesor o se ofreciese como jornalero.
Desde la muralla Murde observaba cómo las cucarachas de la Escombrera se acercaban con antorchas; eran unos mil y cada vez llegaban más. Los oficiales de las distintas compañías se mandaban mensajes confusos, no llevaban escalas pero sí armas. ¿Es que se habían vuelto locos o tenían algo planeado?
Si por él fuera haría más de doscientos latidos que hubiese dado la orden de abrir fuego, solo por si acaso. Pero solo era un ballestero de segunda categoría, así que ni mandaba ni tenía pensado mandar nunca: obedecer era lo suyo y así su conciencia no sufría; además, trabajar como ballestero en la muralla era fácil, estaba bien pagado y era seguro.
—Murde ¿has visto eso? —le preguntó su compañero, un fileno de afeminado acento llamado Enom.
—No. ¿Qué era?
—Un pájaro condenadamente enorme; tengo hambre.
De pronto le vino a la cabeza lo deliciosa que sería la carne de Enom, y la suya propia. Su compañero le miró al mismo, luego se giraron al oír algo moviéndose detrás de ellos. Murde gritó aterrorizado, su compañero cayó de rodillas al suelo y empezó a vomitar; pese al horror que sentía no podía dejar de mirar.
Aquello tenía dos brazos, dos piernas, torso y cabeza… y ahí se acababa el parecido con los seres humanos. Su cabeza era enorme y parecía blanda, similar a la de un pulpo, aunque detrás de aquellos tentáculos rematados con garfios, idénticos a los que de sus brazos de triple articulación, se entreveía una boca llena de dientes; sus piernas por otro lado terminaban en garras, como de halcón. El cuerpo de aquella cosa era fibroso, con la piel verde salvo en su abultaba panza que era blanca; en su espalda dos pares de alas membranosas que ni de lejos parecían ser ave.
Sin encontrar resistencia el engendro alado enroscó los tentáculos de sus manos alrededor del cuello de Murde. No era una sensación desagradable, ni siquiera cuando comenzó a ejercer fuerza, tal fuerza que le destrozó la garganta de manera que su cabeza terminó en el suelo.
Aquella noche de fosa iba a ser memorable, o eso le había prometido Krin a su reina. Si no le ofrecía un espectáculo digno el pequeño jefe de carceleros iba a perder su favor unos cuantos meses. Aquella noche no tenía demasiadas ganas de sangre; había conseguido una rara copia de “El Espejo de Kortu” y tenía ganas de leer. Pero la labor de un monarca a veces era ingrata.
La visión que tenía de la fosa desde su posición era excelente, los cojines eran comodísimos y le rodeaban bandejas con fruta fresca. Sus cinco guardianes vigilaban todos los accesos mientras que Zaelek, su brujo de confianza y ocasional amante, mantenía una ola protectora que transferiría todas las agresiones al cuerpo de un joven esclavo preparado para la ocasión. La enorme sala, todo un teatro para admirar sangre y muerte, estaba construida con piedra roja y mármol blanco y le transmitía una extraña sensación de tranquilidad.
Con un suspiro la anciana se recostó sobre su mullido trono de seda y algodón y, por primera vez en varios días, pudo relajarse.
Uno de sus corpulentos protectores, cuyo nombre ni se había molestado en saber, le informó que Polep Krin pedía una audiencia. Con un gruñido abandonó su comodidad. La labor de un monarca a veces era muy ingrata; detestaba a Krin, no por ser un sádico violador de niños, pues aquello era lo esperado y lo normal en un aristócrata: sencillamente detestaba su torpe comportamiento adulador.
Casi como si le leyese el pensamiento apareció ante ella, delgado como un palo, sonriendo, con aquella estúpida corona que la misma Meral le había puesto en la cabeza hacía doce años cuando le otorgó la Roca de los Piadosos y todo lo que aquello suponía.
—Mi reina.
—Krin —le acercó la mano para que le besase el anillo; este dejó un reguero de babas—: espero que esta noche no sea una tremenda decepción como la última.
—Estad tranquila, os aseguro que he conseguido cuatro elementos que os proporcionaran mucha diversión. Tenemos un joven espadachín que se condenó al matar a unos guardias —Meral cambió aquella última palabra por matones—, un chico muy guapo; también he conseguido una amazona de piel negra; y un asesino enano, una especie de fanático obsesionado con impartir su justicia.
—Has hablado de cuatro elementos.
—Si me disculpáis, preferiría dejar lo mejor sin desvelar.
Hacía un rato que les habían tirado armas y armaduras, de buena calidad y extraño diseño, y algo de comida y botas llenas de agua. Ergotrek no quiso prepararse para la fosa, decía que prefería morir a manos de los guardias que matar a las ratas escombreras; el asistente de Polep Krin le aseguró que durante la primera parte de la velada solo lucharían contra bestias y luchadores de sangre profesionales. Y que más les valía dar un buen espectáculo ya que la reina estaba invitada.
El jelkiren se puso la armadura y escogió dos dagas; hablaba consigo mismo en lengua franca, hablaba sobre intentar escapar y hacer justicia.
De pronto llegó el cuarto luchador, y el segundo monstruo que Helar había visto en un solo día.
No era mucho más alto que él, pero sí el doble de musculoso. Tenía la piel de un gris verdoso y a la vista se parecía al cuero viejo; sus manos y pies acababan en dedos regordetes rematados con garras amarillentas. Su rostro era grotesco: tenía una mandíbula enorme y prominente y por sus gruesos labios asomaban sin pudor colmillos que eran pura bestialidad; a los lados de su cabeza había dos orejas puntiagudas que escoltaban unos ojos azules como el cielo. Llevaba el pelo muy largo: su cabellera era un negro azabache y estaba muy cuidada con aceites y piedras decorativas.
Aquella criatura no vestía harapos, un taparrabos o una armadura de gladiador. Llevaba puesto un abrigo de terciopelo azul lleno de cadenas de oro y amuletos extraños. Vestía como un mago. ¿Era aquello una broma de mal gusto?
Entonces habló:
—¿Es aquí donde se espera una muerte horrible y absurda para entretenimiento de nuestras decadentes élites? ¿Sí? Eso me parecía.
No, no era una broma. Era algo raro y terrorífico, como todo lo que rodeaba a los magos.
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