Un relato de Manuel Fernando Estévez Goytre
Recuerdo mis primeros contactos contigo. Al acercar mi boca a la tuya podía notar cómo quemabas. Ardías. Me hervía la sangre en las venas cuando te tenía cerca. Me sentía rey de reyes. Fueron mis primeras veces y, fíjate, aunque ya me habías cautivado, algo en mi interior (quizá mi ángel de la guarda) quería advertirme de que no me merecías. Sin embargo, creo que fue ese halo de prohibición y pecado que te acompañaba y la impudicia que te seguía tan de cerca y ensombrecía tu imagen lo que acabó enamorándome profundamente, haciendo que te siguiera de un modo terminante e incondicional. Fatal error.
Hay un momento en la vida de todo ser humano en el que el morbo juega un papel importante. Inevitable. Estoy seguro… y ahora me arrepiento completamente de haberme dejado arrastrar por ti; ahora sé que pequé de ingenuidad y debí darte de lado a tiempo. Las cosas habrían sido significativamente distintas para mí. Acababan de presentarnos y ya creí que te conocía mejor que nadie… Qué cosas. Poco tiempo después entraste con energía en mi vida; te instalaste en mi alma sin siquiera pedir permiso. Solamente llevabas contigo tu aliento amargo que a mí, paradojas de la vida, se me antojaba dulce y envolvente, suave y confortable, y tus infatigables deseos de convertirme en tu mono de feria. Qué ceguera la mía.
Desde aquellos lejanos días te he llevado siempre conmigo. Tuve que aprender a vivir a tu lado, lo deseara o no. Veinticuatro horas al día. Siete días a la semana. Doce meses al año. Al caer la tarde cogías tus sedas y tus perfumes, te disfrazabas de falsa princesa y me engañabas. Me engatusabas con tus cálidas caricias, tus ardientes besos, tus cautivadoras promesas de futuro y me enredabas para hacer que me emborrachase contigo. Emborracharme completamente de ti. Tú y yo solos. Y un vaso con hielo siempre a mano, que desde el cristal del carrito gritaba mi nombre y me guiñaba un ojo con una chispa persuasiva que hacía imposible su rechazo. Se podría decir que te llevaba, literalmente, a la cama conmigo. Sin embargo, por la mañana te notaba empalagosa y pegajosa; el sabor que tus besos me dejaban me hacían sentir incómodo… muy lejos de la realidad. Tu olor me resultaba nauseabundo y tu voz chillona y aplastante. Tu presencia, en definitiva, me robaba cada día un poco de vida. Era entonces cuando advertía tu cuerpo de serpiente bajo la ropa que tanto me llamaba la atención y que ahora me repele tanto como tu propia esencia.
Quizá esté mal decirlo, pero creo que llegué a odiarte. Me agobiaba el sentido de culpabilidad que me quedaba cada vez que te acogía entre mis sábanas de seda y te regalaba otra de mis noches de embrujo y pasión. Sin embargo, no dejaba de pensar en ti y por la tarde, quizá a mediodía, hacías lo imposible para que se repitiese la misma escena. Otra vez. Y otra. Y otra. Ahora, cuando has destrozado mi vida y únicamente me queda un débil hálito de esperanza, ya no te quiero; no quiero quererte; no deseo lo que tú deseas ni amo lo que tú amas; no quiero que signifiques nada en lo que queda de mi miserable y despreciable existencia. No obstante, soy consciente de que tus propósitos de jugar en mi campo no cesan. Dios mío, qué insistencia. Ya no siento nada por ti porque lo que sentía se lo llevó la brisa del amanecer en una ráfaga bendita y reparadora el día más oportuno de mi vida. Aun así, te empeñas en seguir junto a mí.
¿Por qué no te vas? ¿Por qué no sales de mi vida? ¿Por qué no me olvidas y me abandonas? ¿Tan difícil te resulta alejarte de mi lado, poner un puñado de tierra entre los dos? Déjame en paz; no quiero verte; no quiero tenerte; no quiero amarte; solo quiero que salgas de mi vida y de mi mente… Ya no quemas ni ardes como hace tiempo. Todo el daño que te propusiste hacerme ya me lo hiciste cuando a diario acariciabas mis entrañas con tus delicados y viciosos dedos de terciopelo y el empeño que ponías en conseguirlo. ¡Vete de mi lado!
Granada, 3 de Octubre de 2.010
Manuel Fernando Estévez Goytre
Un relato bien llevado. Creo que ha sido un acierto evitar denominar directamente a "ella". Gana en fuerza y patetismo.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.