Un relato de Maundevar
Toledo. Principios de verano de 1599. El sol ya iniciaba su descenso tras el perfil sombrío de las colinas manchegas, mientras que la vida, que parecía silenciarse, daba paso al despertar de la fauna nocturna.
Nadie osaba viajar por aquellos caminos a horas tan vespertinas, ya que muchos eran los peligros que acechaban tras las sombras. Mucha gente lo sabía, pero allí estaba Gonzalo conduciendo el carromato del panadero, mientras atizaba nervioso a una mula tozuda y poco acostumbrada a los tétricos sonidos de la noche.
A ambos lados del camino se cruzaba con los restos de las ventas abandonadas por los comerciantes. Puestos temporales, algunos ya saqueados por bandidos, eran los testigos mudos de una tragedia anunciada. La epidemia, la peste, había llegado a su ciudad natal, Burguillos, casi a las puertas de la Imperial Ciudad de Toledo.
La mente de Gonzalo le devolvió a su hogar diez días atrás. Un chillido le había arrancado de sus sueños. La luz de la mañana iluminaba a través de las ventanas el interior de la única estancia de la casa. Aún recordaba a su madre llorando desconsolada mientras que, con una mano indecisa y temerosa por el contagio, tocaba el rostro blanquecino y mortecino de su marido. Este, tumbado en el suelo, luchaba por respirar agarrándose a una vida que sus encharcados pulmones ya habían decidido abandonar. La peste se adueñó de su cuerpo, que, ya podrido y corrupto por la enfermedad, pocas horas tardó en liberar a su torturada alma.
Aunque su madre intentó ocultarlo, la noticia no tardó en llegar a Toledo, cuyo ayuntamiento envió a Juan de Baena, médico de reconocida experiencia, cuya misión fue reconocer el brote de peste y dirigir el aislamiento de Burguillos.
Este licenciado, para suerte de Gonzalo, había forjado en su juventud una sólida amistad con su padre y, apenado por la muerte de su amigo y el contagio al cabo de pocos días de la mujer de este, decidió concederle al joven Gonzalo un pase lacrado del regidor de la Imperial Ciudad para poder cruzar el cerco y huir a Toledo.
Gonzalo, ya en Toledo, tenía la mente no solo eclipsada por la muerte repentina de sus parientes más queridos, sino también porque durante su atropellada huida, intentó llevar consigo a Teresa, su amada. Pero al tener solo un certificado para él, la guardia de Toledo prohibió la entrada a la joven, obligándola a volver a Burguillos.
Pero fue al día siguiente, durante un pregón en la Plaza Mayor, cuando le surgió la idea. Allí se comunicó que, por requerimiento de Juan de Baena, debía mandarse alimento a los enfermos aislados de Burguillos como medida para aplacar la epidemia. Para ello, se dio orden a dos panaderos de la ciudad, instándoles a que diariamente mandaran cuatro fanegas de pan cocido a la población, solicitándose un voluntario para que llevara a cabo el transporte del alimento. Los víveres debían depositarse a la entrada de la ciudad para que, tras marcharse, alguien de la población aislada fuera a recogerlo, evitando así cualquier contagio en la entrega. Gonzalo se ofreció voluntario para sorpresa de los presentes al pregón, que dudaron que alguien llegara a presentarse para tal empresa.
Durante su primer viaje, llevó consigo el cargamento de pan en un carromato arrastrado por una fornida mula, junto con una carta para Teresa y una pequeña cajita de madera. Al llegar al punto de entrega, descargó las pesadas bolsas de lienzo blanco con las cuatro fanegas de pan, dejando la carta sobre una de ellas y, buscando una piedra vistosa, la dispuso en mitad del camino, ocultando la cajita de madera tras unos arbustos cercanos. Subió de nuevo al carromato, e inició la vuelta a Toledo.
Al día siguiente volvió al punto de encuentro y, ansioso por el resultado, a pocos metros de su destino, saltó del carromato y fue corriendo a los arbustos donde había dejado la cajita. La recogió, y al abrirla, encontró una carta doblada en su interior. Era la letra de Teresa. El alivio y la esperanza abrigaron al joven.
En la carta que había dejado el día anterior le detalló su papel como conductor de la vitualla de Burguillos, y le indicó la ubicación de la cajita de madera tras unos arbustos cercanos a una gran piedra en el camino hacia Toledo, para que pudiera contestarle. Teresa había recibido la carta y localizado la cajita.
Gonzalo comenzó a leer:
“Querido Gonzalo. Hemos recibido con felicidad el pan que nos has traído y, aunque muchos han enfermado, tenemos esperanzas en el médico que nos asiste. Mañana al anochecer me quedaré cerca del álamo donde siempre nos citábamos. Espero verte. Mi más sincero amor. Teresa.”
Al día siguiente, Gonzalo fue a visitar una de las barriadas de Toledo donde había rumores sobre un mercado de contrabando de pases falsificados para la entrada a la ciudad. Aunque el destino principal de esos pases eran los comerciantes de ciudades como Córdoba y Sevilla, Gonzalo logró, tras un intenso regateo, que un ratero gordinflón le vendiera uno de los preciados certificados a cambio de la mayoría de la paga que le habían concedido por el transporte del pan.
Y allí estaba, al atardecer, inquieto al no traer consigo un quinqué con el que iluminar la noche que devoraba el horizonte. Descendió del carromato y fue avanzando vacilante hacia la profundidad del bosque, en busca del álamo que presenció tantas veces los encuentros amorosos de la pareja.
La noche era ya cerrada, y con las manos tanteaba el mundo que su vista ya no lograba vislumbrar. Tantas veces había hecho ese camino que avanzaba con la imagen mental del recuerdo. El álamo debía estar cerca.
El repentino chasquido de una rama a su diestra le advirtió de la presencia de alguien, disparando el bombeo de su corazón, que había esperado con deseo aquel instante de encuentro anhelado.
—¿Teresa? —inquirió al aire que le rodeaba.
—¿Eres tú, Gonzalo? —respondió una voz temblorosa.
La luz de una llama surgió en la negrura del bosque como el fuego fatuo de un espíritu torturado. Los ojos de Gonzalo, acostumbrados ya a la oscuridad de la noche, distinguieron con facilidad el rostro de Teresa iluminado por la luz de un candelero recién encendido. Vestía una blusa siena con un manto de paño blanco que brillaba en la oscuridad de la noche. El tiempo aparentó detenerse. Ambos se observaron en trance, hasta que la chispa oculta de la espera ansiada les lanzó el uno contra el otro.
Gonzalo abrazó con fuerza a Teresa, notando el temblor nervioso de su cuerpo. Acarició entre sus manos el rostro angelical de su amada. Ella, extasiada por el encuentro, se agarró a su camisa de lienzo blanco, soportando el equilibrio que su cuerpo era incapaz de mantener. De sus ojos brotaban lágrimas de felicidad que resbalaban rodeando sus sonrosadas mejillas hasta extenderse en los carnosos labios que ansiaban ser amados. Sus bocas se encontraron, y ambos, unidos en un éxtasis jadeante de instinto animal, se arrodillaron junto al álamo que de nuevo compartía con ellos sus lujuriosos encuentros de la pasada primavera.
Gonzalo, llevado por su libido y ausente del terror nocturno que le había amedrentado, buscó con sus manos, como animal en celo, la piel ardiente de Teresa que se estremecía en la simbiosis del frío contacto y el placer sensible de su cuerpo, que ya codiciaba sin ataduras ser tomada y lanzada hacia la lascivia y el placer.
El manto de paño con el que Teresa tenía cubiertos sus finos hombros del frío de la noche castellana yacía sobre el suelo polvoriento por la sequía que ya presagiaba el inicio del verano. Gonzalo besó los labios y mejillas de su amada, y cuando rozó el fino cuello con su rostro, Teresa le frenó de forma súbita.
—¿Qué sucede? —aclamó entre resuellos.
Teresa lo observó absorta durante unos instantes. Sus ojos brillaban ante las lágrimas que se acumulaban sobre ellos. Un único pestañeo las hizo desbordar. La joven inclinó el rostro, mostrando su cuello. Un pequeño bulto violáceo rebeló la lucha sin futuro que su cuerpo había iniciado.
Los instintos más primitivos invadieron el cuerpo de Gonzalo, que empujó con fuerza a Teresa. El joven frotó sus labios con asco, y su rostro aseveró el pánico que en pocos segundos había abordado su cuerpo. Teresa lo observaba tirada en el suelo, con la blusa hecha jirones. Su amado, su único asidero a la vida, el sentido de su existencia, la había rechazado como un desperdicio, una inmundicia, un monstruo deforme. Su alma se apagó, uniéndose a la oscuridad del bosque. Observó hundida en las profundidades del abismo de su mente, como Gonzalo huía a trompicones.
El corazón del joven palpitaba en explosiones que rebotaban en su cabeza. A su mente volvió la imagen de su padre vomitando sangre, con el cuello y axilas deformadas por el veneno de la peste. Iba dando tumbos, chocando con los árboles con los que tropezaba. Sin dirección concreta, corría alocado huyendo de la muerte. Su hombro topó de lleno con la rígida corteza de un árbol, despidiéndolo en dirección opuesta, y cayendo por una pendiente. Su instinto le hizo proteger su rostro con los brazos, y notó el crujir de su muñeca. Voló unos instantes en el aire y al caer de nuevo, se golpeó con fuerza en la cabeza, cayendo en la inconsciencia.
Gonzalo abrió los ojos observando la luz matutina que penetraba entre la hojarasca del bosque. Su cabeza palpitaba dolorosa y al mover su brazo derecho, una fuerte punzada de dolor le recordó la caída del día anterior. De forma brusca un olor pútrido penetró como clavos en su nariz, y al girar su rostro y mirar en rededor, observó enloquecido el lecho sobre el que había pasado la noche. Cuerpos de carne descompuesta, retorcidos en un abrazo macabro, lo rodeaban en la fosa común de los pobres diablos de Burguillos.
Una historia terrible, sobre todo por esa cabezadita final. Quizás he echado en falta algo más de tensión. Da la impresión de que hay mucho preámbulo para el cierre. Creo que si hubiéramos indagado más en la mentalidad de los personajes y no solo en sus circunstancias hubiera ganado en impacto.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.