La visión II

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Segunda entrega de esta novela corta de Manheor

 

Capítulo IV: A la luz de Los Ángeles

Líneas de luz. Paralelas y transversales. Un panal de celdillas luminosas que encerraban vacíos oscuros salpicados de estrellas. Los Ángeles. La ciudad de las luces.

Pero la pregunta era, ¿qué hacía allí?

Sin levantarse, Andrew se alzó sobre la hierba, observando sentado el paisaje nocturno de su ciudad. A lo lejos, una de sus miles de agujas brillantes, el 611, en la 6ª del Oeste. Su feudo. Su corte de los placeres.

Y él allí, tirado y desnudo en una colina, con sólo la sábana de su lecho para protegerse del frío. Un rey en el exilio…

Un rumor a su espalda. Creciente y menguante, como un oleaje. Miró por encima del hombro. Oscuros matorrales se iluminaron bajo dos conos de luz blanca. Luego hubo un resplandor rojo, y el rostro de Andrew se pintó fugazmente de un brillo sangriento. La carretera.

Rebuscó entre las sábanas. Afortunadamente, allí estaba, por muy absurda que fuera su presencia. Doscientas llamadas perdidas y más de trescientos mensajes. Antes de que marcara el primer número el móvil zumbó y tañó su melodía favorita. La novena.

—Ezequiel —dijo, antes de que quien estaba al otro lado abriera la boca.

Y era él.

—¿Dónde cojones estás? Joder ¡Joder! Tengo a media ciudad tragando asfalto. Vasallos en sus corceles. ¿Y cómo hiciste eso a la pobre putilla que escogiste? ¿Dónde estás? Mierda… ¡Mierda!

Dejó que se desahogara un poco más. Luego, sólo dijo:

—Mulholland Drive. Estaré en la cuneta.

Y colgó antes de que pudiera replicar.

Era demasiado tarde incluso para la ciudad del pecado. La hora del lobo. Andrew se había apoyado contra el pretil, envuelto en el hato de la sábana como un mendigo. Miró hacia el sur, dos puntos de luz crecían. Pronto pudo ver el chasis, un Ferrari 458 Italia negro como la noche. Ezequiel.

Andrew abrió la puerta y saltó al asiento del copiloto. Ezequiel, sin dejar de gritar, pisó a fondo el acelerador.

—Tienes ropa ahí, en la bolsa de la alfombrilla. Joder, mierda, Andrew ¡Andrew, mierda! —no se atrevía a mirarlo; bajo la luz verdosa del salpicadero su rostro, anguloso y caballuno, parecía haber envejecido diez años—. ¡Pero cómo se te ocurrió hacerlo! Sabes la caterva de miserables que he tenido que pagar para limpiarlo todo. Y he tenido que deber favores —golpeó el volante—. ¡Favores! ¡Yo! Joder, ¡por qué lo hiciste!

Por fin había reunido valor para mirarlo. Andrew clavó los ojos en él, sin parpadear. Ezequiel, nervioso, los desviaba en fugaces vistazos a la anaranjada carretera nocturna, que se deslizaba a toda velocidad bordeando las faldas de Santa Mónica, camino de las colinas de Hollywood. Al fin, Andrew miró la carretera.

—Para el coche.

—¿Qué? —Ezequiel pisó aún más a fondo el acelerador—. Mierda, Andrew, de qué coño…

—Para el coche.

Era una orden. Sudoroso, los ojos surcados de venillas rojas y el miedo pintado en el rostro, Ezequiel dudó un instante. Los ojos de Andrew, gélidos, rapaces, despejaron las dudas. Comenzó a frenar.

—Y ahora, cuéntame lo que sabes.

Ezequiel lo miró con una expresión entre el terror y la extrañeza. Luego volvió la vista más allá del parabrisas, a la sinuosa carretera parcheada a franjas de sodio y sombra. Se quedó embobado con la imagen, el labio ligeramente colgante.

Andrew lo abofeteó. Fuerte.

—Ezequiel, te ha dado una orden. Despierta ya.

Ezequiel se llevó una mano temblorosa a sus labios y miró su sangre con gesto de irrealidad. Luego miró a Andrew, el temor vivo en sus bulbosos ojos.

—¿De verdad no recuerdas nada? ¿Nada?

La cara de Andrew le dio una silenciosa respuesta.

—Bien —dijo quedamente, se llevó la mano a los ojos y se frotó los párpados. Andrew sintió el aguijón de la inquietud. Recordaba el bosque negro y un mar de colores. Pero antes, ¿qué había pasado?—. Bien. Escúchame.

Y Andrew escuchó.

Pero no podía creer una palabra. O no creía. Andrew le habló de los gritos. Le habló de los gritos de la corte. Luego le habló de más gritos; agudos, desesperados. «¡Hijo de puta!». Eso le trajo las hebras de un recuerdo; pero no eran suficientes para tejerlo. Luego el silencio, la corte discutiendo si debían de entrar o no en el lecho del rey. Ezequiel dudando, asustado, sin saber qué debía decidir. Abrieron la puerta. Gritos, un desmayo. Vómitos. Y Ezequiel mirando. Mirando… Sangre por todas partes. Entrañas desparramadas. Olor. Y un rostro que había sido bello pálido con el color de la muerte. Shana. Su elegida.

—Tuve que llamar a unos amigos de Bob “El Herrumbroso” —Ezequiel agitó la cabeza, su mirada apuntando a los pies. Parecía tan viejo…—. Mala gente. Lo limpiaron todo, sí. Pero eran una horda, una caterva de ladrones —sus dientes se apretaron, el mentón ya alzado—. Hubo que pagar en oro y nieve. Y en promesas y favores. Muchas promesas. Demasiados favores. Demasiados. Demasiados…

Ezequiel siguió murmurando, cada vez más bajo. Andrew siguió mirándolo, incrédulo. ¿Había hecho él algo con aquella chica? ¿Shana? No. ¡No! Recordaba muy bien el océano de colores, los cuadros exudando chorrillos arco iris. Y ahora recordó también la media surreal y fluida que había tupido aquel cuerpo joven y femenino. Y recordó cómo lo había tragado. Y recordó la copa, el sabor acre y caliente descendiendo por su garganta. Y entonces supo qué había que hacer.

—Ezequiel.

Su bufón y mano derecha alzó el rostro y dejó de murmurar. El labio se le había hinchado cómicamente y un hilillo de sangre seca manchaba su mentón. Andrew lamentó haberle pegado. Era como pegar a un niño indefenso.

—¿Dónde compraste la hoja?

—¿Qué? ¿Por qué? —la mirada de Andrew se endureció. Ezequiel abrió aún más sus llorosos ojos—. ¡No! ¿Quieres más!

—Dónde.

Ezequiel volvió a agachar la cabeza, muy lentamente, agarrándose la frente como si su peso fuera a desplomarse si no lo sostenía. Permaneció callado unos instantes. Andrew rogó por no tener que golpearlo otra vez.

Pero habló. Y le dio su respuesta.

—El dragón… —su voz era un hilo, fino, tenso y quebradizo—. Me la dio el dragón.

 

Capítulo V: El cubil

Era un mundo de metal y dolor. Un mundo de rejas y jaulas. De hierro y cuero negro. De pezones y húmedos labios atravesados por alfileres. De cuerpos desnudos que bailaban en la oscuridad, atrapando visos de abanicos láser en los abalorios que perforaban su carne.

Era un cubil. Y la bestia andaba cerca. Andrew ya la olía.

Subieron el último peldaño de una espiral cristalina. El cordón de terciopelo se cerró a sus espaldas. Dos manos recias los cachearon por tercera vez de arriba abajo. Ezequiel temblaba. Andrew sonreía. Luego, aferrándoles el hombro y con un cañón pegado a su espalda, los llevaron a la mesa. El dragón los aguardaba.

Una niña meneaba la cabeza entre sus piernas. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Como un pistón. Pero su rostro estaba en sombras. Dragón alzó una mano y los invitó a sentarse en las dos sillas vacías, sin dejar de enroscar los dedos en la joven melena de su cortesana. Andrew y Ezequiel se sentaron.

Dragón chasqueó dos dedos. Se escuchó un gruñido. Bajo la baja mesa de plata, asomó una gran forma. Un gigantesco rottweiler, el cuerpo tachonado con púas de hierro, abalorios y un collar de acero oscuro, tallado como una corona de espinas. Saltó sobre Andrew, su peso hundiéndolo en la silla. El brutal rostro a dos centímetros de su cara, el hocico plano olisqueándolo y un gruñido bajo surgiendo tras sus fauces apretadas. Pero Andrew sonreía. Y no temblaba. Tras dedicarle una última mirada de advertencia, uno de sus ojos era una esfera de plata con un rubí incrustado como pupila, bajó de su silla y fue a por Ezequiel. Temblaba, sus piernas entrechocando las rodillas bajo el peso del animal, el sudor perlando su rostro en gruesas gotas. El animal gruñó y le mostró sus dientes. Eran de acero. Andrew olfateó el acre perfume de la orina.

—Ya basta, Princesa.

La voz del dragón apagó el gruñido de la bestia. Veloz, descendió de la silla y se ocultó de nuevo bajo la sombra de la mesa.

Dragón gimió entrecortadamente. Un grito de placer. Su semilla llenó la boca de la joven cortesana. La chiquilla se levantó, dedicó una sonrisa de rubí a los recién llegados y se marchó, meneando su flexible cuerpo embutido en tiras de cuero negro. Unas luces se encendieron. Andrew se encontró con el sonriente rostro de su anfitrión. «Te veo, bestia —pensó— y si te veo, es que eres tan hombre como yo».

Y era un hombre, sí. Un hombre de cráneo rasurado, con un dragón lagarto, un sirrush como los que adornaron en dorado la azulina puerta de Isthar, tatuado sobre la piel; el sinuoso cuello del reptil descendía por su nariz, rematando en su extremo el dibujo de su alargado hocico. Dos bigotes pulcramente recortados, negros como el carbón, descendían hasta el mentón, cercando la boca en dos pilares oscuros. El rostro del rostro lucía lampiño y saludable.

Y en sus ojos, Andrew pudo verlo. Allí, brillante, ardía el fuego. El fuego del dragón.

—¿Te gustan mis jardines? —su voz se había vestido en un tono suave, sedoso—. Es la nueva Babilonia.

Andrew miró a su alrededor. Desde aquella plataforma de cristal, que se alzaba justo en el centro del vasto espacio del club, podía ver las distintas terrazas de bailarines, danzando en sus jaulas de hierro, fornicando en amplios tresillos, mutilándose sobre potros de torturas. Follando, sufriendo, gimiendo. Pulsantes resplandores de luz índigo y encarnados abanicos láser eran las únicas fuentes de luz que iluminaban aquellas tinieblas. Dragón acentuó su afable sonrisa. Andrew lo imitó.

—Rebosan belleza.

Dragón rompió a reír, desvelándole sus afilados dientes. Bronce, plata y oro. Brillantes y afilados.

—Joder con el rey, ¡vaya pico de oro! —su tono había cambiado, mucho más basto y estruendoso. Las enormes torres con pinganillo a las espaldas de Andrew y Ezequiel rieron estruendosamente. Desde las mesas cercanas al trono de dragón, estallaron aullantes risotadas. Princesa, escondida en las sombras bajo la mesa, ladró—. Vaya pico de oro… Pero no estás aquí para entretenerme con tu piquito, ¿no?

Andrew no se intimidó. Las palabras de dragón hedían ya a azufre. Pero las bestias olían el miedo. Y Andrew no podía permitirse ese perfume.

—No. Vengo a pedir un favor.

—¿Un favor? —Dragón seguía sonriendo. Sin embargo, los cortesanos dejaron de cuchichear. Reinó el silencio—. ¿Y qué has traído?

Andrew alzó una ceja, sin borrar su sonrisa.

—¿Traer?

—Estás en mi guarida, majestad —el tono jocoso y exagerado había regresado, pero esta vez apenas hubo risas. Dragón alzó una mano y frotó el índice contra el pulgar—. Oro, gemas. ¡Joder, alguna doncella de buenas tetas como poco! —Las risas sonaron un poco más confiadas. Tal vez Dragón sólo jugaba con su invitado. Tal vez—. Nadie pide favores ante Dragón. Primero da. Y luego reza por no ser devorado.

Las carcajadas y las chanzas a media voz rebulleron en el aire.

—Yo no veo ningún dragón.

Silencio. Luego murmullos, gritos; airados y asustados. Y, de nuevo, silencio. Andrew esperó su mirada enfrentada a la de Dragón. En aquellos ojos ardía el fuego, avivando sus llamas. Calmado y sonriente, volvió a hablar.

—Sólo veo a un lobo.

El silencio se petrificó. Dragón ya no sonreía. Los ángulos de su rostro se marcaban, duros, bajo su piel. Andrew, recostado cómodamente en su asiento, siguió sonriendo. Ezequiel, el rostro enterrado entre las rodillas, las manos cruzadas en la nuca, la vista en el suelo, susurraba una súplica, balanceándose ligeramente.

Dragón chasqueó la lengua.

Hubo un borrón de movimiento bajo la mesa. Andrew apenas tuvo tiempo de sentir el peso en sus rodillas antes de que el enorme y bestial morro de princesa se plantara frente a su rostro. Un gruñido bajo surgía del enorme perro e hilos de baba caían sobre las perneras de Andrew. Incrustado en el ojo de plata, el rubí brilló un instante. Un brillo sangriento.

—¿Sabes, majestad? Mi princesa es un poco zorrilla —Dragón había vuelto a sonreír—. No hay nada que le guste más que una buena polla. Cruda.

—Creo que con la mía se empacharía.

Hubo alguna risa sofocada. Pocas. Y Dragón se fijó muy bien en quién reía. Luego, volvió a mirar a Andrew, volviendo a dibujar una sonrisa torcida.

—Estás loco, rey —meneó la cabeza; su voz se tornó irónicamente triste—. Loco de atar. Una pena.

—Si te soy sincero, no tengo por qué preocuparme —dijo Andrew tranquilamente. Frente a él, Princesa cerró las mandíbulas en el vacío con un chasquido metálico. Y luego siguió gruñendo, mostrándole los dientes y cargando aún más su peso sobre las patas delanteras, apoyadas en las rodillas de Andrew—. No me va a pasar nada.

El asombro cambió las facciones de Dragón. Esbozó una sonrisa incrédula, aunque divertida.

—¿Y cómo es eso?

—Los reyes no los hacen los hombres —Andrew alzó una mano, apuntando con el índice al oscuro cielo raso—. Dios los elige. Y si él decide quitarme lo que me dio —se encogió de hombros— pues mala suerte.

Dragón siguió mirándolo unos instantes más. Luego comenzó a reír. Risas, carcajadas. Dragón apoyó un codo en la mesa y se sostuvo la pelada frente con la mano. Gruesos lagrimones caían de sus ojos. La corte se relajó y se unió con su cacareo a su señor. Andrew se permitió acentuar su sonrisa, mostrando sus perfectos dientes.

—¡Qué loco hijo puta! —chasqueó la lengua dos veces—. ¡Vamos, Princesa! —la perra seguía erguida sobre sus cuartos traseros, mirando a Andrew frente a frente y gruñendo. Dragón pateó el suelo, enfurecido—. ¡Vamos, joder!

Princesa miró a su señor con las orejas gachas y dejó escapar un gemido. Dedicó una última y funesta mirada a Andrew y se bajó de la silla. Rápidamente, volvió a recostarse bajo la mesa; pero sus ojos seguían fijos en Andrew, siguiendo cada uno de sus movimientos. Dragón le acarició el lomo con un pie.

—Ya ves… Aunque no le importa comer otras pollas, la cabrona me quiere —volvió a menear la cabeza, sonriente y se reclinó sobre su trono de cristal tallado—. En fin… ¿Qué desea su majestad?

Andrew obvió el deje irónico de su pregunta.

—Una dirección —se volvió hacia Ezequiel y le tomó una de las manos por la muñeca, obligándolo a dejar de balancearse y alzar la mirada. Los rizos húmedos se le pegaban a la frente y las redondos cristales de sus gafas estaban perladas de sudor. Al mirar a Dragón, sus labios temblaban. Éste, asqueado, desvió pronto la mirada del bufón—. Mi… Consejero —hubo algunas risas— aquí presente me obsequió con un extraño obsequio esta noche. Un, ¿cómo era? “umbral a otros mundos y otras realidades” —Andrew volvió a fijar su vista en Dragón—. Creo que el obsequio partió indirectamente de ti. Sencillamente, quiero más.

Dragón desvió su mirada de Andrew a Ezequiel. El bufón, sudoroso, la bajó rápidamente a sus pies. Andrew leyó la amenaza de aquella mirada. «Trataré de protegerte, querido bufón —pensó Andrew—. Pero no será fácil. El Dragón tiene fuego. Y garras».

Un silbido de los labios de Dragón. Los cortesanos se miraron entre sí. Rápidamente, se levantaron de sus tresillos, dejando sus placeres desparramados sobre las mesas, y se precipitaron a la escalera de cristal, bajando a los niveles inferiores. Poco después, y tras hacerle un gesto a Dragón, que fue respondido con un cabeceo afirmativo, los dos enormes guardaespaldas también se marcharon.

Andrew y Ezequiel se quedaron solos con Dragón. Y con Princesa, que, gruñendo de vez en cuando para recordarles su presencia, aguardaba bajo la mesa.

—Este pedacito de mierda no debía decir nada —Dragón volvió a mirar a Ezequiel. Temblaba tanto que Andrew temió que rompiera a llorar. Afortunadamente, aguantó—. Pero bueno, ya ajustaremos cuentas.

—Fui yo quién se lo pidió —dijo Andrew, apretándole un hombro a Ezequiel sin dejar de mirar a Dragón. Pero éste sólo tenía ojos para el pobre poeta judío—. Un bufón no puede negarse a su rey.

—Y un dragón no perdona una promesa rota —respondió Dragón, sin apartar la mirada un solo instante de Ezequiel—. Sea de rey o de bufón.

Por fin, Dragón apartó la mirada. Ezequiel vació los pulmones en un suspiro tembloroso. Pero Andrew no creía que nada hubiera acabado. Pobre Ezequiel.

Los ojos de Dragon apuntaron a las tinieblas del cielo raso. Lo contempló en silencio. Andrew esperó. Apartó la vista de los cielos, sacó un cuaderno de su bolsillo, arrancó una hoja y garabateó una dirección. Sin mirarlo, se la pasó a Andrew.

—Toma —dijo, y Andrew juraría, si no lo creyera imposible, que Dragón tenía miedo. No de él. Pero tenía miedo. Era la primera vez que no lo miraba. Y su voz ya no era de hierro—. Es un club. Se llama “El Río”. Sólo está un mes en cada ciudad y cambia de dirección cada noche. Lo lleva una chica. Semik. Ella es la que suministra —su tono volvió a endurecerse y por fin volvió a mirar a Andrew. No había la menor sonrisa en su rostro. Y sus ojos ardían—. No te quiero volver a ver por aquí. Nunca.

—Tu hogar, tus reglas —respondió sencillamente Andrew, y se guardó la nota en un bolsillo.

Dragón miró un instante más a Ezequiel.

—Largaos cagando hostias de aquí.

Se fueron.

 

CAPÍTULO VI: Despedida

—Pensé que no salíamos… ¡Joder! ¡Uf! ¡Menuda nochecita, mi rey! ¿Y le viste los ojos? Mierda. Creí que iba a mearme encima. ¡Qué digo, joder! ¡Si me meé encima! Maldita sea. Puto Dragón. Y puto rey Andrew. Nunca volveré a ver nada igual. “Creo que con la mía se empacharía”. ¡Ja, ja!. Y más: “Sólo veo a un lobo”. ¡Oh, la canción que escribiré! ¡La bóveda del cielo se rajará en mil grietas sangrientas ante mis versos! ¡Andrew el león! ¡Las garras de Los Ángeles! El…

—Bájate del coche.

—¿Qué…?

Andrew había aparcado frente al titán de cristal de hormigón 611. Su reino. Mientras Ezequiel, desbocado y feliz, no dejaba de charlotear, Andrew había arrimado el Ferrari al bordillo y lo había detenido suavemente. Y ahora ya lo había dicho. Pero vio que tendría que repetirlo.

—Que bajes.

Ezequiel seguía mirándolo embobado, los ojos muy abiertos y la expresión de un niño en el rostro caballuno.

—Pero, ¿por qu…?

Andrew lo abofeteó. El impacto lo envió contra la ventana del copiloto. Cuando se volvió a mirarlo, la sangre le corría por una comisura de la boca. La herida del labio se le había abierto. Tan débil…

—Te lo dije —dijo Andrew— Ni una pregunta más.

Y volvió la vista al parabrisas. Ezequiel lo miró un instante más, aún confuso. Luego bajó ligeramente la mirada a un punto indefinido. Abrió la puerta del coche e intentó salir. El tirón del cinturón de seguridad lo devolvió patéticamente al asiento. Con las mejillas enrojecidas, liberó la hebilla. Salió del coche.

Andrew giró la llave en el contacto. El motor rugió. Golpecitos en la ventanilla del copiloto. Pulsó el elevalunas. Apoyándose contra el marco, Ezequiel lo miró con sus ojos de ciervo.

—¿Volverás pronto?

Andrew lo miró en silencio. Sintió cómo las últimas hebras que lo ligaban a su bufón, su poeta, su consejero, su amigo, se sajaban de un tajo. Y Ezequiel ya era un desconocido. Uno más. Nadie. Fue un momento triste.

Subió el elevalunas. Ezequiel se apartó torpemente. El cristal dejó de zumbar encajó en su marco con un ¡tchak! sordo. Mientras subía, Andrew no miró ni una vez a los ojos tristes, perdidos, que había al otro lado.

Arrancó.

 

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Patapalo
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Poblador desde: 25/01/2009
Puntos: 209184

Magnífica la entrega. La tensión de la escena entre el Dragón y el Rey es memorable. Estoy deseando ver qué derroteros sigue la historia.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Manheor
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Puntos: 1919

Es un personaje que va a volver el amigo Dragón.

De hecho, "La visión" es un relato antesala. Antesala a algo mucho más grande que escribiré cuando me quede tiempo.

Ahora estoy demasiado liado ultimando mi asalto al Minotauro.

Y la estoy montando bien gorda :).

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Nachob
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Puntos: 2197

Esta segunda parte es redonda. No sólo bien escrita, sino que arrastra al lector y no lo suelta. Lo que en la primera me dejaba confusión, aquí se convierte en desgarro y puñetazo al estomágo.

Deseando ver como continua.

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Susana Eevee
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Puntos: 33

 Ah, muy bien, muy bien. Casi mejor que la entrega anterior. Qué personaje este Dragón. Dejas la historia en un punto la mar de interesante. 

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Manheor
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Poblador desde: 30/04/2009
Puntos: 1919

Pues me alegra, Nachob.

El final es un poco yo, ya aviso.

Aunque a mí, y tiene sentido por ser "un poco yo", es lo que más me gusta.

Un placer leerte por aquí.

Abrazos.

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Manheor
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Poblador desde: 30/04/2009
Puntos: 1919

Me alegra, Susana, que te guste Dragón.

Como le comentaba a Akhul, volverá a salir este personaje en otras cosas que haga dentro de este universo de esoterismo urbano.

Gracias por los elogios. Y más aún por la lectura

Podria estar encerrado en una cascara de nuez y sentirme dueño de un espacio infinit

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