Creo que te va a sorprender por dónde caminará la historia.
Un saludo, master. Y gracias por los elogios. Siempre se agradecen
Primera entrega de esta novela corta de Manheor
Y la hoja voló,
sajando el cielo en dos alas negras.
Y la hoja gritó,
aullando en la lengua de las almas muertas.
(2009-Anónimo-Escrito en spray negro sobre muro de ladrillos-Los Ángeles)
Capítulo I: Un regalo para el rey
—Un fuego para cada copa. Una copa para cada noble. Un noble para cada doncella. Al abrigo del pasado, recordando las colinas, y la piedra, y los atardeceres dorados, bebamos el orgullo de los celtas.
El fuego bailaba, azul, en todas las copas. Ezequiel se levantó, bandeja en mano, y ofreció una gran copa a cada caballero; y cortesana. La más bella y grandiosa, repujada en plata sobre caoba con los rostros de los Tres Grandes —Zeus, Dios Padre y Mr. Bush—, la tomó una mano delicada pero fuerte. La mano del rey.
Ezequiel, sin sentarse, alzó su copa. Los demás, torpes y ruidosos, lo imitaron, alzándose de sus cojines.
Desde su trono orejero, el rey dio la palabra.
—¡Sea!
—¡Sea! —repitieron al unísono los vasallos, nadie más alto que Ezequiel.
Y todos bebieron.
—Aaahh —exclamó, satisfecho, Ezequiel, derrumbándose en un tresillo ocupado por tres bellas ninfas—. El aliento del dragón atraviesa siglos sin dejar huella en su cálida delicia.
El rey le dedicó sonrisa y mirada cómplice. Ezequiel devolviole ambas. Alzó su copa vacía.
—¡Salve al Rey Andrew! ¡Un dios entre hombres, si una vez hubo uno!
—¡Salve! —respondieron caballeros, putas y bufones, pues de todo había en la corte del 611, sobre la brillante y lasciva joya de LA.
Ezequiel tomó el largo cacillo y se sirvió más llamas en su vaso. Andrew aún sonreía. Recordaba muy bien al joven estudiante de intercambio —¿Vilanava?, ¿Vilanova?— que le había enseñado a invocar el “fuego del dragón”. Arguadiente, azúcar, limón y unos granos de café. Y también había un conjuro. Pero Ezequiel prefería deleitarse con sus propias y eternas letanías. Pocos amaban tanto su lengua como aquel judío de mala madre.
¿Y ahora qué hacía? El cacillo golpeaba el vaso ruidosamente. Un par de chicas, ya lejos en la senda de la nieve, se cubrían las orejas; los habituales de la corte sólo sonreían; y los noveles mascullaban maldiciones en silencio. Oh, sí, ¡qué ruidoso era el puto judío! Y Andrew lo adoraba.
—¿Qué hacéis bebiendo, bastardos de burdel! —su voz llenaba la sala; pero en armonía y por igual en cada rincón, sin derramarse—. Bebiendo, fornicando, pinchando y esnifando cuando nuestro rey aún no ha elegido cortesana. ¡Qué merecéis por tal afrenta, hijos de coño rancio!
—¡Azotes! —gritaron a una voz los veteranos.
—¿Azotes! —repitieron más tímidamente, y no sin miedo, los pobres bisoños.
—¡Azotes, sí, a millares, hasta que las fofas carnes caigan de vuestras nalgas! —Ezequiel se había subido sobre la mesa y alzaba sobre sí el cazo de llamas azules. Andrew pensó por qué aún no le cansaba el espectáculo, noche tras noche. Pero no le cansaba—. ¡Y después fuego, llamas benditas nacidas del dragón, que tragáis sin respeto como la puta traga simiente sin alcurnia! Pero en fin, soy justo. Y justa es mi petición. Que el rey elija y por hoy seréis perdonados. Su bufón lo proclama.
—¡El bufón del rey! ¡El bufón del rey! ¡El bufón del rey! —sólo los de siempre gritaban ya. Los tímidos novicios pensaban si no estarían mejor en casa o con la plebe.
Andrew tomó su papel. Se alzó del trono orejero y dijo una sola palabra.
—¡Elegiré!
Y los gritos despertaron hasta al mudo San Fernando.
Las jovencitas se postraron de rodillas en la alfombra. Con una mano en el mentón, y expresión ceñuda, Andrew las valoraba. Demasiado pecosa, demasiado colgada, demasiado miedosa, demasiado lasciva. Y por fin… Una sonrisa tenue. Sonrisa de Mona Lisa. Apenas esbozada. Tan insinuante como retadora. Y, de postre, pelirroja.
Andrew bajó la mano del mentón y le apuntó a la cara.
—Ella.
La algarabía estalló a su alrededor.
Ajeno a los gritos, el confeti y la coca que volaba, como fina nieve, a puñados, Andrew alzó a la elegida sobre sus rodillas. La sonrisa ni se borró ni se alteró. Sólo el brillo de sus ojos delataba su orgullo por haber sido la elegida. «Bien —pensó Andrew—. Bien.»
—¡Esperad un instante!
Ezequiel, cómo no, de nuevo. Pero Andrew alzó una ceja. Después de elegir, el rey dejaba la corte, se iba a la alcoba y follaba con su elegida. Sin más preámbulos. ¿Quizás un inesperado presente?
—Porto un inesperado presente para el rey —respondió Ezequiel, telépata intermitente—. Un obsequio de extrañas tierras del placer que lleva en su seno el umbral a otros mundos y realidades.
—Ése ya camina con mis ojos allí donde miran.
Puede que la frase más larga que había dicho a su corte en un mes. Y todos, cómo no, rieron y patearon. Salvo Ezequiel, que sólo sonrió.
—Ah, pero hay realidades y mundos con puertas que necesitan de llave. Incluso si el que la busca es un rey.
Tenía que reconocerlo. El cabrón lo estaba intrigando.
Ezequiel, maestro de los tiempos, esperó unos instantes, relamiendo la expectación. En un rápido gesto, buscó en uno de los incontables bolsillos de su túnica a retales y extrajo algo negro. Triunfal, lo alzó en un puño. Era una hoja. La hoja de un árbol.
—¡Contemplad la ambrosía de los dioses oscuros! —su voz se imbuyó de un fervor pagano—. ¡Contemplad las siete llaves y las siete puertas! ¡Contemplad el arco iris en negativo! ¡El yan del yin! ¡La hoja de arce negro!
Ante el asombro general, Ezequiel se acercó rápidamente al rey. Se arrodilló ante él y le ofreció la hoja negra.
—¡Rey Andrew, tomad de vuestro más humilde bufón la prenda de su devoto ser! ¡Volad en ella, pues vuestro goce en el vuelo será mi goce por mil! ¡Aceptadla, os lo suplico!
Andrew aceptó. Hubo vítores.
Ezequiel se levantó, lo tomó por el brazo, y pegó sus labios a la oreja real.
—Tres medidas de agua hirviendo. Déjalo deshacerse al hornillo. Remuévelo hasta que se disuelva bien. Rellena el agua que se evapore —su voz se detuvo un instante, tragando saliva—. Importante; sólo un sorbo a la elegida. Bébete tú el resto.
Andrew lo miró a los ojos. Allí había algo realmente especial, Ezequiel estaba exultante. Sin duda, el vuelo valdría la pena. Le puso la mano sobre el hombro y habló muy alto, para que todos le oyeran.
—La corte y sus placeres cambian como las mareas. Pero mi dique siempre estará en esta testa. ¡Alabado sea el bufón!
—¡Alabado! —repitieron los perros, moviendo el rabo como siempre hacen los perros.
Ya había superado de nuevo su marca de palabras. Pero mereció la pena. Ezequiel estaba pletórico y sonriente y le dedicó un lascivo guiño, mirando a la joven cortesana que había elegido. Andrew se lo devolvió y, guiando a la joven tras una cortina de tintineantes cuentas, dejó a la corte con sus placeres.
Los suyos iban a comenzar.
Lienzos del suelo al cielo raso. Amontonados en pilas y colgados en cualquier ángulo. De todos los tamaños y estilos. Un infinito que Andrew esperaba seguir engrosando día a día. Dormir, comer, crear y follar. ¿Merecía un rey otra cosa?
La joven pelirroja miraba alrededor, a todas partes, sin poder ocultar su sorpresa.
—¡Vaya! Esperaba otra cosa en el lecho real.
Andrew sólo le sonrió. Ella le mostró por primera vez sus dientes, blancos y perfectos, y siguió mirando los cuadros. De pronto, rió. Un gran óleo mostraba el skyline de Nueva York y a su Señora Libertad. Pero en cada edificio —o lamiendo su cúspide lascivamente, o introduciéndola en su ano, o restregando con furor sus genitales— había un poderoso broker de Wall Street. Y sobre la antorcha de la libertad, un enorme cipote purpúreo, decenas se afanaban en frotarla. Y la prueba de su éxito era una gruesa gota blanca en la punta. Su dueña, lasciva, se mostraba vestida con corsé de lupanar decimonónico a medio abrir y el coño peludo bien visible.
—Éste no lo conocía —dijo la joven, de buen humor.
—Es de mi primera exposición, al aire libre, frente al 14 de Wall Street. Los buenos viejos tiempos.
—Debieron serlo —le contestó la atractiva joven, que había encontrado un nuevo cuadro de su interés. También lo era de Andrew. Su sonrisa se apagó. En su mirada se leía la fascinación. Hizo gesto de cogerlo y dudó—. ¿Puedo?
—Adelante —replicó Andrew.
Ella lo tomó en sus manos. Era pequeño, de unos 40x20. Líneas —rojas, blancas, y naranjas— sobre fondo negro. Una tracería de cruces perpendiculares en cuadrículas perdiéndose en profundidad.
—Los Ángeles —susurró su cortesana—. Desde Mulholland.
Andrew se acercó por la espalda y abrazó su cintura. Su mentón se apoyó en su hombro.
—Muy bien —le susurró.
Ella giró su cuello y sus bocas se encontraron.
Lentamente, sin dejar de besarla, Andrew le quitó el óleo y lo dejó en su lugar. Luego, sus manos encontraron el camino.
Capítulo II: Cruzando el umbral
—¿Está ya?
Los jóvenes… Siempre impacientes.
No es que Andrew le llevara muchos —tres, o tal vez seis— pero esa impaciencia ya la había perdido. Paladear suavemente, lentamente, cada instante. La edad no se llevaba en los años, sino en el alma.
Siguió removiendo la mezcla, un cacillo con el agua y la hoja machacada sobre la llama azul de un pequeño camping gas. Ya estaba negra y comenzaba a espesarse. Pero aún había que esperar.
Shana se apoyó sobre su hombro desnudo, mirando con cierto aburrimiento los lentos giros de la cuchara. Descorrió ligeramente el palio de seda y volvió la mirada hacia un enorme montón de lienzos que ya habían llamado su atención antes. Todos estaban boca abajo.
—¿Por qué castigaste a aquellos?
Andrew siguió su mirada. Sonrió.
—Hasta los reyes tenemos que aprender equivocándonos. —Alzó otro cazo con agua hirviendo y lo vertió sobre la mezcla, llenando la medida que se había evaporado. La poción burbujeó—. Y hablando de equivocarse y aprender. ¿Jugamos a las adivinanzas?
Shana pestañeó sorprendida. Le dedicó una sonrisa radiante, casi infantil. La mitad blanca de Andrew sintió afecto y algo de piedad y culpa por esa sonrisa. La mitad negra, el lobo, la paladeó como una tajada de carne tierna.
—Claro.
—Bien —contestó Andrew, tejiendo finas hebras de ironía en su tono satisfecho—. Yo adivino.
Shana había captado los matices y su expresión inocente se había borrado. Una sonrisa ambigua, la sonrisa por la que yacía aquella noche en lecho del rey, curvó sus labios.
—Cuando quieras. —El color de su sarcasmo fue mucho menos sutil que el de Andrew. Era tan fácil hacerlos levantar los escudos sin siquiera rozar el pomo de la espada.
—Te gusta la fotografía.
Sólo parte de su muro de suficiencia se resquebrajó. Unas grietas. Contestó fugaz, captándolo. Y no se fue por las ramas.
—El cuadro.
—Muy bien —Andrew acentuó su sonrisa; la niña era buena. Aún le faltaban un par de minutos al brebaje. Era hora de mostrar cómo brillaba el filo—. Y diría que tu viaje hasta nuestros bellos Ángeles duró su tiempo. ¿Tres, cuatro meses?
Las grietas se ensancharon.
—Empezó al sur —prosiguió Andrew, implacable; la voz, clara, a pesar de ser poco más que un susurro—. Mississipi o Carolina. Casi apostaría por Carolina. Los “yawl” te delatan, por mucho que quieras camuflarlos. Uno de cada tres se te escapa. Y también tus manos —Andrew se las tomó. Notó cómo se estremecían. Y ahora había hierro en su mirada—. Son bonitas, sí. Y ásperas. No tuviste una vida fácil hasta que te escapaste. Y no creo que tu padre fuera muy ejemplar. Esas cicatrices de la espalda…
—Sabes una cosa —su voz era seca, agria. Pero su media sonrisa había vuelto—. Creía que Ezequiel era el bocazas de la corte.
Andrew se quedó sin respuesta. Simplemente, la miró, su labio colgando en una mueca que un instante antes había sido una sonrisa. Era la primera vez, la primera vez en mucho tiempo que lo hacían callar. Las otras siempre se levantaban y se iban llorando; alguna incluso rompía algún cuadro. Pero era un precio escaso por el placer de penetrarlas allí donde se creían a salvo de los lobos.
Y sin embargo esta… pueblerina, lo había logrado. Y seguía sonriendo.
Andrew endureció el rostro. Su puño se cerró, aferrando con fuerza su sábana de seda, y los nudillos blanquearon. Shana le tomó la muñeca y sostuvo el puño cerca de su mejilla. No había dejado de sonreír.
—Adelante, majestad —lo pinchó, atrevida—. Pégale a la insolente puta. Total, sólo es una más.
Andrew tensó los músculos del brazo. Clavó su mirada de hielo en aquellos ojos almendra; ojos de gacela. ¿O de leona? Sus músculos se relajaron. Sonrió.
—¿No? —replicó Shana, muy tranquila y alegre, aunque a Andrew no se le escapaba el sudor que brotaba de su frente—. Pues entonces será mejor que nos bebamos el regalo de tu bufón. Antes de que lo eches a perder en las sábanas.
Andrew alzó una ceja. Miró al cacillo. Un líquido espeso como el alquitrán estaba borboteando y una lengua negra ya corría por el perfil plateado de la copa.
—¡Mierda! —gritó Andrew.
Dejándose caer de espaldas sobre las gruesas almohadas, Shana estalló en carcajadas.
—Bebe sólo un sorbo.
La copa ya se había enfriado. Andrew había limpiado el líquido derramado y ahora se la ofrecía a Shana, los dos sentados frente a frente, desnudos, apenas dos siluetas entrevistas tras el dosel de púrpura. La joven sonreía, mirando el líquido negro. Alzó los ojos y miró al rey, que lucía serio.
—¿No has pensado en tomar una reina, Andrew?
—Un sorbo.
Shana rió suavemente. Tomó la copa, se la llevó a los labios y bebió un largo trago, tragando dos veces. Dejó la copa sobre la sábana y miró sin miedo a Andrew, pálido de rabia y sorpresa.
—Y ahora bebe tú, mi rey.
Y por segunda vez, sus músculos tensos, sus puños cerrados, se relajaron. No pudo evitar sonreír. Tomó la copa y la detuvo bajo sus labios.
—A tu salud, mi reina.
Y mirando la amplia sonrisa que brillaba bajo los ojos almendrados, engulló la poción de un trago.
Acre y caliente. Pero no insoportable.
Al acabarla, Andrew tiró la copa a su espalda. Se oyó el tintineo al chocar con los lienzos. Shana meneó la cabeza, falsamente malhumorada.
—Qué poco valoras tu arte…
—Arte me sobra.
La atrapó por las muñecas. Ella gritó, encantada. Lucharon entre besos, caricias y mordiscos. Al fin, ganó ella. Estaba encima. Le sonrió. Podía acostumbrarse a esa sonrisa. Podría verla muchas, muchas noches. Su mano áspera acarició su vientre; y no era desagradable. Luego bajó y comenzó a jugar. Andrew cruzó los brazos bajo la nuca dispuesto a mirarla mientras jugaba. Allí, desnuda, enmarcada contra la seda púrpura del dosel, sonriendo.
Y entonces las cortinas se movieron.
Andrew se incorporó rápidamente. Era arañó sin pretenderlo su sexo. Pero Andrew no se inmutó. Sus ojos estaban desorbitados. Shana, asustada, miró por encima del hombro.
—¿Qué…?
Caras. En las cortinas. Decenas de caras que surgían de la seda, formando facciones grotescas con sus dobleces de tela, disolviéndose y reapareciendo un instante después. Cráneos como peras, barbillas afiladas, narices de serpiente… Andrew recordó el rosto de “El Grito”. Y allí estaba. Pero el monstruo de Münch aullaba. Y estos reían.
Los enganches del bastidor comenzaron a saltar. Shana se tumbó sobre el lecho y, aterrada, abrazó a Andrew. Fascinado, el rey observó cómo la cortina, guiada por una voluntad que la desplegó hacia fuera del lecho, caía. La habitación quedó a la vista.
—Oh, Dios —susurró Shana, cubriéndose la boca—. Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios…
Andrew no decía nada. Miraba. Cada óleo goteaba. Chorillos de cyan, brillante amarillo o atrevido magenta se escurrían en mil zarcillos de los lienzos. Un espeso lago multicolor comenzaba a inundar la habitación.
—Andrew, por favor —Shana le suplicaba, llorando—. Por favor…
Andrew le sostuvo la mirada. Una leve sonrisa le curvaba los labios. Sus ojos estaban rojos. Y muy abiertos.
—Por favor, ¿qué? —Shana se estremeció. Tan abiertos…— ¿Qué?
La puerta estaba al fondo de la estancia y el lago de colores no le llegaría aún a la rodilla. Correría. Shana saltó del lecho y comenzó a chapotear, corriendo, entre la pintura derramada. Sin hacer un movimiento, Andrew la siguió con la mirada.
Shana gritó. Un borbotón de pintura había brotado como un géiser en torno a la joven, empapándola por completo. La pintura detuvo su fluido movimiento y, tras haberse alzado, no volvió a desparramarse al suelo. Se espesó y agarró el cuerpo de Shana, ciñéndose desde sus pies a su cintura como una media surreal. Pronto, llegó a sus hombros. Y allí se detuvo.
Shana forcejeó, tratando de liberarse sin perder el equilibrio y caer sobre aquel pequeño mar de aguas arco iris. Se volvió hacia Andrew, que seguía sobre la cama, sin moverse. Mirándola.
—¡Ayúdame! —gritó. Andrew no se movió—. ¡Ayúdame, hijo de puta!
Pero Andrew no la ayudó. Mirar. Sólo mirar.
Un sorbeteo. Un grito. Shana se hundió hasta la cintura. Otro sorbeteo. Otro grito. Lloros. Sólo su cabeza asomaba sobre el espeso óleo fundido. Sus ojos giraron una vez más hacia el lecho, suplicando.
—Por fa…
Un último sorbeteo. Shana desapareció.
Sin saber por qué, Andrew comenzó a reír. Más y más. Se dobló sobre sus rodillas, sintiendo las punzadas de la risa en su abdomen. La colorida marea seguía creciendo. Mirando hacia el borde del lecho, Andrew vio el fluctuante muro de pintura que lo rodeaba, alzándose sin derramarse todavía sobre él. Con una sonrisa infantil, encogido sobre sí como un bebé no nato, Andrew cabeceó varias veces, asintiendo. Sobre el muro, las caras del dosel reaparecieron. Y seguían sonriendo.
Andrew cerró los ojos.
Sus colores lo sumergieron.
Capítulo III: El Bosque
El olor de la hierba. Fue lo primero que sintió. El olor de la hierba. Un perfume tierno, acre, intenso. Un perfume a vida. No era el olor de una hierba. Era “el” olor de la hierba. Único e inconfundible. El verde más puro. Aspiró fuertemente, una y otra vez. El olor lo invadió. Hermoso, dulce… Suyo.
Abrió los ojos.
Hierba. Briznas de un brillante esmeralda repitiéndose una y otra vez. Pero no había sol que las iluminara, no había ni dorado ni gris que enturbiaran su color genuino. Eran hierba. Nada más. Y se dio cuenta de que ni siquiera su sombra enturbiaba su verde perfecto. Porque no había sombra.
Sabía que había algo más allá de la colina sobre la que yacía. Algo que debía mirar. Pero no hasta levantarse. Eso lo sabía. No sabía por qué lo sabía. Pero lo sabía. No hasta levantarse. Cerró los ojos. Y se levantó.
Abrió los ojos.
Un bosque. Infinito. Árboles repitiéndose una y otra vez hasta un horizonte sin cielo. Ellos eran el cielo. Y la tierra. Lo eran todo. Sólo bosque, bosque hasta donde alcanzaba la vista.
Y sus hojas eran negras.
Andrew no parpadeó, aunque le picaban los ojos. El sudor de su frente había caído sobre ellos. Le ardían. Pero no parpadeó. Porque sabía que venía algo. Algo se acercaba. Algo que debía ver. Así que miró y esperó. Miró y esperó.
El bosque negro seguía allí. Ni una brisa que agitara sus hojas. Ni una ardilla cruzando sus ramas. Ni un gorjeo, ni un zumbido. Nada.
Silencio y quietud.
Pero, de pronto, Andrew sintió que se desvanecía. Lo arrastraban de allí. Intentó resistirse, luchando dentro de su mente contra la fuerza que estaba penetrando en ella. Sonidos. Sonidos de otra parte.
Tensó cada músculo de su cuerpo, resistiéndose. No sirvió de nada. La otra realidad lo reclamaba. Y el bosque ya se estaba desvaneciendo, antes de que Andrew pudiera ver lo que debía ver.
Y todo fue negro.
Luego, despertó.
Creo que te va a sorprender por dónde caminará la historia.
Un saludo, master. Y gracias por los elogios. Siempre se agradecen
Podria estar encerrado en una cascara de nuez y sentirme dueño de un espacio infinit
Muy buena esta primera parte de la historia. La he leído con entusiasmo. Quedo pendiente de sus continuaciones. Enhorabuena al autor.
Pues muchas gracias, Susana.
Quedan tres.
A ver si gustan también
Podria estar encerrado en una cascara de nuez y sentirme dueño de un espacio infinit
Magnificamente escrito, aunque me he quedado un poco a medias con la historia, lo que sin duda se soluciona más adelante.
Deseando conocer más.
OcioZero · Condiciones de uso
Muy buena primera parte, compañero. Has depurado muchísimo tu estilo, y es un auténtico placer leerte. El escenario me ha resultado muy original, y estoy deseando ver hacia donde nos va a conducir.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.