Pues aquí estamos con otra columna que, al no tener la idea demasiado clara y sin querer dejar nada en el tintero, estaba demorando.
En cualquier caso, como me conozco, y no quería llevarme un coscorrón de Canijo por perrete, me dije anoche: "de mañana no paso". Y al levantarme, tras llevar un par de días con algo rondándome por la cabeza, se me ocurrió la idea para otra columna, a mi parecer más interesante, necesaria, y que me llega de forma más clara.
El tema de la otra, que sé que alguno esperaba, es: "La importancia de parecer escritor", en la que daba caña a las posturas de algunos personajes con ejemplos reales, tanto a los autores en términos generales, por su pedantería y absurdas poses, como a parte del sector publico, aborregado e idólatra por sistema, al que le gusta ponerse la venda. Un tema más polémico, que quizás levante más ampollas y consiga más comentarios, pero en cualquier caso menos enriquecedor, y que dejaremos para más adelante.
Hoy me apetece hablar de otra cosa, que por otro lado, tras dar una vuelta por mis otras columnas, me he dado cuenta de que todo o casi todo lo que trato suele estar relacionado estrechamente conmigo, o más concretamente con mi experiencia literaria más personal, lo cual creo que podría tildarse de pedantón si no fuera porque siempre acabo dándome caña o confesando mis incapacidades (algo que por otro lado no sé si será recomendable para el futuro de mi inexistente carrera literaria, eejeje).
Como algunos sabéis, tengo tendencia a analizar la forma, el fondo, la prosa y todo lo analizable en cuantos textos crea que merecen ese análisis, ya sea de un compañero de Sevilla Escribe, de uno de OZ o del más ilustre y conocido escritor de panorama literario, y en base a gustos, metas, y a lo que a mi parecer resulta importante o necesario, caigo en las comparaciones con mis propios textos, algo que en más de una ocasión resultó desalentador (una manera sencilla y barata para frustrarse, que recomiendo a los que, como yo, sientan una especial tendencia por el perfeccionamiento literario estrechamente ligada al masoquismo).
Con el tiempo, y los comentarios y bromas crueles de un montón de mamones, en especial compañeros de Sevilla Escribe, acaba uno cayendo en la cuenta de que, sin querer, asume uno el rol de escritor torturado, aunque sea de una forma un tanto descafeinada (aún no intenté suicidarme ni tomo ingentes cantidades de droga para aliviar el dolor de un alma herida). Pero sí es verdad que el caer en la cuenta de mis limitaciones, aunque me alienta a mejorar, resulta doloroso.
En otras columnas ya hablé de mi incapacidad para tocar según qué géneros literarios con un resultado que me parezca satisfactorio (aunque en algún aspecto se va poniendo remedio), o de mi incapacidad para escribir más desahogadamente, consiguiendo un pulso literario que haga el proceso lo más natural posible. Algo que mi afán de perfeccionamiento convierte en un parto largo y doloroso.
Hoy vengo a hablaros de otras de mis incapacidades. He advertido que al darle a la tecla soy capaz, con mayor o menor éxito, de retorcer lo retorcido, y montarte una trama conspiranoide en la que nada es lo que parece, llena de mentiras, verdades a medias, dobles intenciones y traiciones, pero que todo lo que escribo se ve lastrado o limitado por mi racionalidad. Con esto no me refiero a que no pueda lanzarme a esos nuevos géneros en los que se escribe de otra forma, rompiendo con las bases de lo establecido estilísticamente, como se hablaba en las columnas anteriores de Canijo y Guy, que tampoco puedo. Sino a adentrarme en el fantástico, en el fantástico de verdad, o en el que, al menos para mí merece la pena. Un fantástico alejado de duendes, elfos, dragones y magos que lanzan bolas de fuego. Hablo de romper las barreras de lo establecido, de cambiar el enfoque de algo que resulta cotidiano, y racionalizar lo fantástico. Es algo que le he visto hacer a algún que otro autor, como por ejemplo a Félix J. Palma, en lo poco que le he podido leer, a Vito Márquez, compañero de Sevilla Escribe, en algún cuentito, y recientemente a María José Barrios, una autora de micros sevillana de la que dejé algún comentario en el apartado de literatura de OZ, con algunos de sus micros y un enlace a su página. Y de la que, como ya dije en ese hilo, me voy a tomar la licencia, ya que son textos que están en internet, de citar a modo de ejemplo.
Celos
Estaba tan convencida de que tarde o temprano la iba a engañar que decidió no casarse con él, no acudir a la cita, no comprarse ese vestido, no entrar a trabajar en aquella oficina, no estudiar en la Universidad, no alternar con esos chicos del instituto, no pasar los veranos con sus abuelos, no llegar a nacer siquiera.
Tal vez a algunos con la mente más abierta que yo, o más relacionada con este tipo de fantástico, les pueda resultar tonto o irrelevante, pero ese: "no llegar a nacer siquiera", me ha encantado. Decidir no nacer..., un concepto que creo que no se me hubiera ocurrido, y que se trata de forma natural, como cierre de una lista de decisiones que parecieran tener menos importancia de la que en verdad tienen. En definitiva, romper con las barreras de lo establecido, y adoptar mediante la forma y el tratamiento del texto una idea fantástica y darle vistos de realidad.
Sinceramente creo que en este tipo de juegos y recursos está el camino a seguir para darle a la literatura un aire renovado, y que siga siendo literatura sin desvirtuarse. Algo que igual se hace más de lo que imagino, y simplemente es cosa de autores a lo que aún no le hinqué el diente (que por otro lado no estaría nada mal que la columna sirviera para citar alguno de estos autores, a ser posible más allá de Cortázar y Borges). Pero en cualquier caso me parece un buen camino, mejor al menos, basándome en mi concepción de la literatura, que el de inventar nuevas formas narrativas basadas en lo etéreo, en la sucesión de imágenes sugerentes, o en pasajes autoreflesivos o en los que se dejan huecos gigantescos, en el mejor de los casos, para que el lector, con una fe infinita y una imaginación desbordante, rellene. Formulas entre las que citaré la "Locura Negra Guybrusiana", por ser de las que tengo más leídas, aunque debo reconocer que me resulta de las más cercanas y de las mejor concebidas. Una de las pocas en las que al leer llego a disfrutar, en especial de la prosa, y en las que no siempre queda uno con el pensamiento de: éste está muy drogado, o se cree que soy tonto, o tiene una confianza importante en ese público fácil de impresionar.
En definitiva, que al final escribo, escribo y hablo casi de todo, y apenas de lo que venía a hablar. Aunque por otro lado creo que más que un tema es un concepto, que no requiere de muchas explicaciones. Aunque pueda resultar un tanto tópico, creo que tenemos que romper, yo el primero, con esas barreras que nos impone lo lógico o establecido, y dar tintes de realidad a nuestras fantasías, hacer lógico lo ilógico. Tomar plena conciencia de que el límite es nuestra imaginación, y que la imaginación es algo ilimitado, algo que hay que dejar elevarse y volar, como una cometa... pero sin soltar todo el hilo.
Ángel Vela (palabras)
Pues no sé qué decirte, compañero. Algo de razón no te falta, pero yo creo que vivimos un tiempo de obsesiones con romper y avanzar cuando lo que quizás deberíamos hacer es una síntesis de todo lo que ya se molestaron en romper el siglo pasado y que todavía no hemos digerido.
Veo autores como Lewis Carroll y me doy cuenta de que algunas de sus aventuras ni siquiera las tenemos presentes (¿no te valdría como autor que aborda otro tipo de fantasía y que da esos requiebros al lenguaje?), o como José Carlos Somoza en "La Dama Número 13", que hace un buen uso, precisamente, de la ruptura de algunos moldes.
Ahora, por ejemplo, estoy con "La feria de las tinieblas" de Ray Bradbury y me fascina cómo siembra de poesía una narración que podría haberse enfocado como una simple novela de aventuras fantástica. Y tiene ya unos cuantos añitos la obra.
Supongo que, en estos momentos, estoy menos preocupado por romper que por desenterrar todos estos huesos olvidados.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.