El viento cambió de pronto de dirección y la embarcación redujo su velocidad.
En el pequeño bote viajaban cinco personas, sentadas por parejas en las bancadas. Una figura enorme y solitaria dominaba la popa. Erlend, un hombre vigoroso de torso ancho y tan alto que sus acompañantes habían de ponerse de puntillas para aguantarle la mirada, escrutaba las aguas con ojos de marinero experto. Poco podía averiguarse de él además de su gran tamaño, pues se cubría con una capa gris con capucha que apenas dejaba entrever su rostro.
El bote levantaba su proa más de lo normal debido al gran peso del hombre, quien sujetaba sobre su regazo un pequeño bulto envuelto en una manta al que acunaba con un cuidado impropio de alguien de su condición física.
Era de noche y el mar estaba en calma. A duras penas conseguían ver dos metros por delante de la embarcación gracias al farolillo de aceite que colgaba de la proa. Dos hombres remaban, ayudados por la pequeña vela central que habían construido de forma improvisada con un trozo de tela remendada. Sólo los valenos, gracias a sus grandes dotes de navegación, eran capaces de aquel tipo de gestas.
A lo lejos vieron varias luces alineadas. Erlend ordenó cambiar el rumbo para seguir su dirección. Una pequeña neblina cubrió el bote y la luz que desprendía el farolillo se difuminó suavemente. Empezó a dibujarse en el horizonte la silueta de un gran barco de guerra, con las anclas echadas y farolillos encendidos por todos sus costados. En el bote, uno de los tripulantes tapó la luz de proa con una manta y la destapó varias veces. A bordo del barco devolvieron la misma secuencia de parpadeos.
Se situaron a un costado del buque. Desde arriba desenrollaron una pequeña escala por la que todos subieron a bordo. De la manta que sostenía Erlend surgió el llanto de un bebé, que apaciguó con premura destapando la carita del niño y haciendo una caricia circular sobre ella.
—¡Bienvenidos a bordo caballeros! —dijo el capitán del buque, un hombre alto tocado con un sombrero de ala
Los recién llegados hicieron una pequeña reverencia.
—Saludos, capitán —dijo Erlend a la vez que descubría su cabeza. Su rostro quedó iluminado un momento y pudieron apreciarse las dos profundas cicatrices que surcaban sus mejillas; tenía nariz aguileña y los ojos de un verde claro muy marcado que brillaban profundamente.
—Veo que ha cumplido su misión —sonrió y tomó entre sus manos al niño que Erlend sostenía, arrullándolo con cariño.
—No ha quedado nadie, capitán. La ciudad ha sido devastada. Sólo encontramos al niño. Estaba con su madre pero ella no logró escapar. Dispararon flechas contra nosotros y la alcanzaron. Lo siento mucho, capitán —carraspeó—: su mujer ha muerto.
Se hizo un silencio incómodo. El capitán siguió arrullando al niño como si no hubiera oído las palabras de Erlend, se dio la vuelta y empezó a caminar hacia el puente de mando. Nadie pudo ver que una lágrima resbalaba por sus mejillas.
—Pueden descansar, caballeros. Gracias por traer con vida a mi hijo a bordo. Se lo agradezco de corazón. —Subió las escaleras de acceso al puente y desapareció bajo el umbral del marco que daba acceso al mismo.
Erlend permaneció unos segundos en silencio hasta que finalmente ordenó a sus compañeros que fueran a descansar. En segundos la cubierta quedó desierta. Se dirigió al puente de mando y encontró al capitán sentado y pensativo. Éste se levantó cuando Erlend entró; se miraron a los ojos y se fundieron en un abrazo. El niño dormía plácidamente en una mecedora.
—Tenemos que arrasar su ciudad, no podemos dejar que esto quede impune de ninguna manera. Hoy ha sido ésta, mañana será otra…
—Todo ha terminado de una vez. Creen que el niño ha muerto; de hecho, encontrarán un cadáver abrazado a su madre.
El capitán volvió a derramar otra lágrima.
—Quizás fue un error hacer que se fueran al Norte. En Syros hubieran estado seguros; nadie se habría atrevido tan siquiera a acercarse a la costa.
—Capitán, ambos conocemos a los reyes de Syros. Por dos bolsas de oro los hubieran vendido como a perros.
—Tú sabes que yo la quería, ¿verdad, Erlend?
—Todos lo sabemos, capitán. Sólo intentó protegerla lo mejor que supo.
—¿Por qué querrían matar a mi hijo?
—Creen que él será “El Elegido”. Todos conocemos la profecía. Por eso su madre se alejó de ti, creía ciegamente que si ellos nunca llegaban a conocer que tú eras el padre se olvidarían del niño. Pero se enteraron. Tuvo que haber algún chivatazo, no podemos confiar en nadie.
—Sólo es un niño. —Miraron a la cuna y el niño sonrió plácidamente.
—Hoy sólo es un niño, pero si la profecía se cumple, dentro de unos años conseguirá unificar Syros para luchar contra Dortán. Syros perderá y será la primera expansión del imperio en siglos, lo que significará el comienzo de su decadencia. Sólo tú y yo conocemos el secreto, por eso ese maldito grupo de “protectores” lleva persiguiéndonos veinte años. Temen que su imperio se debilite y por eso evitan expandirse a toda costa. No pueden dejar que una absurda profecía, por no haberla sabido erradicar a tiempo, arruine todos sus planes. Tampoco pueden dejar que nosotros transmitamos su secreto. Sería el fin de su hegemonía.
El niño volvió a llorar otra vez y los hombres lo miraron con una mezcla de ternura y compasión.
Diez minutos después los gritos de la tripulación los alertaron. Salieron a cubierta y vieron cómo una de las velas estaba ardiendo en el palo mayor. El capitán ordenó levar anclas; el caos no tardó en extenderse entre la dotación, recién levantada. Una andanada de flechas asoló la cubierta derribando a los hombres que se interponían en su trayectoria. Se las oía silbar en la noche y no se sabía a ciencia cierta su procedencia. El capitán intentó ponerse a salvo pero tropezó y quedó tendido sobre la cubierta. En ese momento el palo mayor de la nave se partió en dos y una lluvia de astillas y madera ardiendo le sepultó.
Erlend cogió al niño y saltó sin pensárselo al bote; éste se levantó un metro de proa volviendo a chocar con brusquedad contra el agua. El niño rompió a llorar y Erlend intentó calmarlo con dulzura. Dos marineros más consiguieron escapar al asalto y saltaron también sin pensárselo. Cogieron los remos y se alejaron adentrándose en la noche. Desde la lejanía el barco parecía una gran bola de fuego, venciendo incluso a la niebla.
—¿A dónde iremos ahora, Erlend? —dijeron casi al unísono los dos hombres mientras remaban al máximo de velocidad que sus fuerzas le permitían.
Miró al niño con ternura y lo acarició una vez más.
—A dónde jamás puedan encontrar a este pequeño.
El bote se perdió en la niebla dejando tras de sí una pequeña estela en el agua.
Un arranque dinámico. Todavía es pronto para ver qué dirección tomará, pero apunta bien: no nos has sepultado a nombres, se perfila tranquilamente el escenario. Quizás la acción transcurre demasiado deprisa.
En cualquier caso, seguiré con atención la serie.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.