—Miguel —gritó su madre desde el salón, donde estaba haciendo unos bordados—, tráeme las tijeras del costurero.
Miguel se levantó de la cama donde leía unos tebeos y salió de su cuarto. El costurero estaba encima del chinero de la cocina. Las tijeras reposaban sobre una mantilla que su madre había bordado, en lo alto de la canastilla. Al chico no le gustaban aquellas tijeras. Siempre que las cogía tenía una sensación extraña, pero no sabía decir de qué se trataba. En ocasiones, cuando las tenía en las manos, sentía que no era él, e incluso alguna vez se había desvanecido. Pero lo peor era el sonido. Cada corte producía un chasquido, y ese chasquido parecía hablarle, pidiéndole que las cogiese y metiese los dedos en sus dedales metálicos. Nunca lo había hecho. Le daban un miedo atroz. Para Miguel Fernández esas tijeras eran perversas.
Agarró la fría superficie de las tenacillas por el centro, y sintió un escalofrío. Estuvo a punto de dejarlas caer, pero apretó el puño y se dirigió al salón, donde su madre le esperaba con impaciencia. Le entregó las tijeras y, acto seguido, la mujer empezó a cortar un gran trozo de tela. Chas, chas, chas, chas, chas. El ruido del corte sonaba en los oídos del chico, pero él no oía chasquidos. Dentro de su cabeza, cada chasquido era una palabra, las palabras formaban frases y las frases oraciones. Miguel, úsame, cógeme, corta, mete tus dedos en los dedales. Una y otra vez, oía las mismas palabras. Chas, chas, chas, chas, chas. El ruido de las tijeras se hacía insoportable, así que abandonó la estancia rápidamente, ante la extrañada mirada de su madre.
Se apoyó en la pared del pasillo, recuperando el aliento. Todavía podía oír el ruido de las tijeras, pero la voz se había acallado. Con paso tembloroso se dirigió de nuevo a su cuarto. Miró un instante el tebeo que había estado hojeando sobre la cama, pero un momento después apartó la mirada. No estaba de humor para comics. En ese momento sólo tenía en mente las dichosas tijeras. Eran perversas, lo sabía. Habían causado más de un accidente, aunque esos accidentes no tenían cabida en los pensamientos de Miguel. Recordaba una vez en que su padre se había sentado en el sofá del salón después de un largo día de trabajo. Justo en el momento de posar el trasero sobre la superficie acolchada lanzó un grito de dolor. Se había sentado sobre las tijeras, que descansaban tranquilamente sobre el sofá. Aunque el corte no había sido de gravedad, fue lo suficientemente profundo como para tener que darle puntos. Eso había valido una reprimenda a Miguel. Según sus padres, había olvidado guardar las tijeras y se las había dejado en el sofá. Pero eso no era verdad. Estaba absolutamente seguro de que las había dejado en el costurero, como siempre.
Miguel miró por la entreabierta ventana. El sol se estaba ocultando tras la colina que veía todos los días cuando se asomaba por la ventana. El cielo anaranjado dio paso a uno oscuro. No sabía cuánto tiempo estuvo así, pero cuando se dio cuenta, el negro manto estaba plagado de estrellas. De repente, se sintió terriblemente cansado. Fue al salón, donde su madre seguía con sus bordados. Al verle entrar, la mujer alzó la mirada.
—Ah, Miguel —dijo—. ¿Serías tan amable de llevar las tijeras al costurero?
—Claro, mamá —respondió el chico sin dejar entrever la inquietud que le producían.
Agarró como antes el metálico objeto y lo llevó donde indicaba su madre. La misma sensación de antes le embargó, pero no se dejó manipular por el magnético influjo que parecía mantener sobre él. Dejó la cocina tan rápido como fue capaz y se fue a su dormitorio. Se tumbó en la cama, y se quedó mirando hacia el techo, pensando. Estaba totalmente asustado, pues otra vez casi había caído bajo el influjo de aquellas siniestras tijeras. Respiró hondo y cerró los ojos. A pesar de que la luz estaba encendida, se encontraba totalmente exhausto, y no tardó mucho tiempo en quedarse dormido. Pronto, su respiración se hizo regular.
Chas, chas, chas, chas, chas, chas. Miguel dio una vuelta en la cama, incómodo. Gruñó un poco y su respiración volvió a ser uniforme. Chas, chas, chas, chas, chas, chas. Esta vez entreabrió un ojo. Se desperezó y se irguió en la cama. No sabía si el ruidito que había oído había sido real o no, pero había cesado al despertarse. Seguramente no habría sido más que un sueño. Sin duda, la culpa la tenía la luz encendida. Se levantó del lecho y se dirigió al interruptor, pero detuvo su paso bruscamente: encima de su mesilla de noche estaban las tijeras. No tenía ningún sentido. Él las había guardado en el costurero, estaba seguro de ello. Era imposible que esas malditas tijeras estuviesen encima de su mesa. Entonces, un pensamiento atroz atravesó su cerebro, y lo dejó paralizado por el miedo. Las tijeras no podían estar sobre su mesilla, a menos que…
—Estás viva, ¿verdad? —dijo al objeto inerte—. No sé lo que pretendes, pero no te saldrás con la tuya. No caeré bajo tu influjo, ¿me oyes? ¡No caeré!
Como respuesta a las palabras del chico, las tijeras abrieron sus pinzas y las cerraron. Chas, el chasquido estalló en los oídos de Miguel, pero lo que oyó él fue corta. Miguel se alejó asustado. Observó el objeto metálico, que permanecía otra vez inmóvil. Esperó un momento, y al no ver más cambios en su estado, se acercó para cogerlas y tirarlas fuera de su cuarto. Pero en cuanto estiró la mano para agarrarlas, las tijeras empezaron a moverse de nuevo, en su rápido flujo de corte. Chas, chas, chas, chas, chas, chas, parecían gritar de nuevo, pero Miguel oía las mismas palabras de siempre. Miguel, úsame, cógeme, corta, mete tus dedos en los dedales. Miguel, úsame, cógeme, corta, mete tus dedos en los dedales. Miguel, úsame, cógeme, corta, mete tus dedos en los dedales. Una y otra vez oía lo mismo. Aterrorizado, se metió en la cama y se tapó los oídos con la almohada, pero era incapaz de acallar la voz metálica que le hablaba incesantemente. A pesar de que no lo esperaba, acabó por quedarse dormido, y no se despertaría hasta la mañana siguiente.
Se despertó cuando los rayos del sol incidieron en sus párpados cerrados. Se dio cuenta de que había olvidado cerrar la persiana, pero eso era lo menos importante para él. Dirigió rápidamente la mirada a su mesita de noche, pero no vio ni rastro de las tijeras. Giró la cabeza de un lado al otro, temeroso de que se hubieran acercado a él durante la noche, pero tampoco las encontró. Se levantó de cama, todavía llevando la ropa de ayer, y se dirigió al salón. No encontró a su madre allí, pero la localizó en la cocina. La buena mujer estaba tomando un desayuno consistente en café solo y tostadas de mantequilla y mermelada. Alzó la mirada y saludó brevemente a su hijo. Éste le devolvió el saludo y se acercó al costurero. Las tijeras descansaban sobre la mantilla en lo alto del cesto, como siempre habían hecho. Miró un rato las tijeras y se acercó a su madre.
—Mamá, ¿cogiste tú las tijeras de mi habitación? —le preguntó.
—¿Yo? —exclamó la mujer—. No, claro que no. Cuando me levanté ya estaban en el costurero. ¿Por qué? ¿Las llevaste a tu habitación?
—No —dijo Miguel—. Anoche las dejé en el costurero y me fui a dormir. Entonces, a eso de las cuatro de la mañana, me levanté al oír un ruido, y creí que era un sueño. Cuando fui a apagar la luz, las vi encima de mi mesilla de noche. Y empezaron a abrirse y a cerrarse por sí mismas.
—Miguel, hijo mío —dijo su madre con calma—, sabes que eso no es posible. ¿Estás seguro de que no lo has soñado? Teniendo en cuenta que nunca te han gustado esas tijeras, no sería raro que hayas tenido una pesadilla.
—Eso es lo que creo que ha pasado —respondió Miguel—. Sí, definitivamente fue un sueño, pero fue muy real, terriblemente real. Gracias por escucharme, mamá. Que aproveche.
Salió de la cocina hacia la salita, no sin antes echar una fugaz mirada a las tijeras que tanto despreciaba. Se puso a ver la televisión para relajarse durante un rato. Realmente, había sido una pesadilla terriblemente real, pero nada más que eso, una pesadilla. Esto tranquilizó un poco al chaval. Pensó en ello mientras echaban una serie anime por el viejo televisor que tenían. Cuando llegó su final y pusieron los títulos de crédito, fue al baño, se duchó y se cambió de ropa. Después de comer con sus padres, a eso de las cuatro de tarde, salió de casa para ver a sus amigos y no volvió hasta la noche. Bastante más relajado que antes, cenó, jugó un poco al ordenador y se fue a dormir.
Pasadas unas tres horas desde que se había quedado dormido, soñó de nuevo con el siniestro chasquido de las tijeras. Se despertó sobresaltado y confuso. El corazón le latía tan rápido que casi podía oír los latidos. Cuando comprendió que todo había sido un sueño, se tranquilizó un poco. Estiró un brazo para encender la lamparita de la mesita junto a su cama. Cuando el pequeño haz de luz alumbró parte de la colcha de su lecho, le dio un vuelco al corazón. Descubrió aterrado que las tijeras estaban encima de su cama, y que una de sus manos estaba sobre ellas, y que los dedos estaban a punto de introducirse en los dedales. Apartó la mano con rapidez, haciendo un esfuerzo para no gritar. Contempló el cuerpo de metal del afilado objeto, y pronto empezó de nuevo a abrirse y cerrarse, chasqueando siniestramente. Las palabras que oía dentro de su cabeza le taladraban el cerebro. Las tijeras seguían pidiéndole que metiera los dedos en los dedales, y que cortase, sobre todo que cortase. Miguel se resistía, pero sentía que su voluntad empezaba a ceder. Lentamente acercó una mano, como hipnotizado por las tenacillas, que no cesaban en sus insistente chas, chas, chas, chas, chas. Miguel meneó la cabeza, intentando resistirse. Alejó la mano bruscamente, mientras se le originó un creciente dolor de cabeza. Las sienes le palpitaban al ritmo de los chasquidos. Se dio cuenta de que su mano se había dirigido de nuevo a los dedales. La apartó de nuevo, esta vez gimiendo con desesperación. Pero su fuerza de voluntad estaba cada vez más mermada. Finalmente, ante la atroz insistencia de las tijeras, metió los dedos en los dedales del objeto.
Al día siguiente, encontraron tres cadáveres en la casa. Los padres de Miguel yacían juntos en el salón. Ambos tenían desgarradas las gargantas, pero eso no era lo que había hecho vomitar al forense. La piel de sus caras había sido cortada, y se encontraba junto a sus cuerpos como sendas máscaras macabras. El cuerpo sin vida de Miguel lo encontraron en el baño. Tenía clavadas unas tijeras en el corazón, y las manos del chico todavía asían el mango, con los dedos todavía metidos en los dedales. El inspector Javier Gómez, que se llevaba a la boca un pañuelo para calmar las náuseas, echó una ojeada a todos los cadáveres y luego ordenó guardar las tijeras en una bolsa como prueba y, después de precintar la casa y llevarse los cuerpos, volvieron a la comisaría.
Mientras una furgoneta transportaba los cadáveres al edificio de la sala de autopsias, Javier se dirigía a la comisaría de policía. Durante el transcurso del viaje, el inspector meditaba sobre el caso. Parecía claro que el joven Miguel había asesinado a sus padres con unas tijeras, y que luego las había usado para suicidarse. Esto le llevó a pensar en los motivos. Conocía a la familia Fernández Fraga desde hacía mucho, y sabía que eran todos buena gente, los padres y el hijo. Aquel terrible asesinato no tenía ningún sentido, y no entendía por qué les había cortado las caras. Miró distraídamente por la ventanilla, mientras su compañero se dirigía a los aparcamientos de la comisaría, y echó un profundo suspiro.
Dejaron la bolsita con las tijeras en un archivador de una sala de la comisaría. Un agente se encargó de custodiar la sala, esperando en frente de la puerta, sentado en una butaca. Para entretenerse, miraba películas en un portátil. Al día siguiente, el inspector Gómez se pasó por el cuartelillo. Saludó con la mano al agente que vigilaba la sala de pruebas y entró en ella. Se acercó al archivador y lo abrió. Dentro había varios saquitos con objetos, la mayoría eran cuchillos, aunque también había pruebas de otro estilo. Cada uno de los recipientes tenía una etiqueta que indicaba a qué caso pertenecía. Javier rebuscó entre las bolsas, pero no daba encontrado las tijeras. Eso significaba que alguien se las había llevado. Decidió salir y preguntarle al vigilante.
—No, inspector Gómez —respondió el policía ante la pregunta de Javier—. Aquí no ha venido nadie. Las tijeras tienen que estar dentro. ¿Está seguro de que buscó bien?
—Sí, Juan —replicó Javier—. Prácticamente he quitado todas las pruebas del archivador. Las tijeras no están. Confío en que no te habrás quedado dormido y que alguien haya entrado y se las haya llevado.
—Le aseguro que no —dijo Juan—. Estuve aquí toda la noche, viendo películas. Y no vino nadie, créame.
—¿Y qué ha ocurrido? —preguntó Javier, visiblemente irritado—. ¿Las tijeras se han ido a dar un paseo hasta una mercería? Venga, Juan, no me jodas. Es imposible que hayan desaparecido así, sin más.
—Lo siento mucho, inspector, pero yo no sé nada del tema. Le digo que estuve toda la noche viendo películas. Tiene que creerme.
Javier miró un rato al agente que tenía delante. Desde luego, parecía convencido de sus palabras. Suavizó el enfadado gesto de su rostro y le miró con una cara más amable.
—Está bien —dijo—. Creo que dices la verdad, pero también es cierto que esas tijeras no pueden haber desaparecido por sí solas. Tú espera aquí, mientras yo y otros agentes buscamos dentro de la sala de pruebas.
El inspector salió de la estancia y, llamando a dos policías más, empezó a registrar las salas contiguas. Antes de nada, la habitación donde se guardaban las pruebas había sido inspeccionada a fondo. Juan se levantó de la butaca y observó al minucioso registro que llevaban a cabo sus compañeros. Ayudó un poco él mismo buscando en su propia estancia, pero fue incapaz de encontrar nada. Miró un rato más a los tres policías que estaban poniendo patas arriba la comisaría y se acercó a la butaca sin mirarla, así que no vio el objeto metálico y de doble filo que descansaba sobre el almohado asiento. Miró un momento la pantalla del portátil que se apoyaba en la mesa frente la butaca. Mostraba una escena de una película de terror, pero en ese momento Juan no estaba para películas. Apagó el ordenador y se acercó más a la silla. Estaba rendido, pero le daba la impresión de que todavía faltaba bastante para que pudiera irse a dormir. Detrás de él, el objeto pareció abrirse, y sus dos filos se alejaron más. Con un suspiro de resignación, el agente dejó caer el trasero sobre la butaca.
El relato está entretenido, pero creo que es demasiado plano. Además hay como una ruptura entre las alucinaciones del chico -o visiones- y el cierre policíaco. Creo que podrías haber explotado mejor los momentos de tensión, como los pasos previos al asesinato, para aumentar el suspense y el mal cuerpo en el lector.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.