«Cuando tuve fe en Dios no temí a la muerte,
Ni siquiera a la idea de morir para siempre.»
« ¿Puedes acaso experimentar la quietud de la nada? ¿Puedes percibir la abismal sensación del desvanecimiento? ¿Cuándo llegamos a saberlo? ¿En qué momento nos percatamos de la magnífica realidad?... No importa, ahora que estamos unidos nada importa…»
Cada jornada, cuando oscurecía, el cansancio más exhaustivo me empujaba por la espalda a golpes, acelerando mi paso, mientras me adentraba en los callejones del pueblo, sumergiendo mis zapatos en el fango. Esa lasitud, que dividía a mi cuerpo en dos partes, equivalía a una saturación mental de imágenes constantes: seniles, jóvenes e infantes, todos muertos, todos sanguinolentos, todos putrefactos…
Nunca ha sido el nosocomio un buen lugar para hipocondríacos, mucho menos en estos últimos tiempos en que la tuberculosis parece estar comiéndose a la dignidad humana. Aun con esto, o tal vez por esto, me he acostumbrado a presenciar el sufrimiento o, mejor dicho, a resignarme a su carácter irremediable. Es que no se trata de un asunto nuevo para mí: vengo practicando la resignación y experimentando el sufrimiento desde hace cinco meses, cuando falleció mi madre. Con ella se me fue ese hilo de sentido vital que suele el hombre tener y sólo me quedó una fina nervadura de espíritu, a la cual me aferré quizá por subsistencia. Nervadura tal la que tejió mis días posteriores, confinándome a la soledad de mi habitación.
Poco era el trato que comencé a mantener con mis colegas en el hospital, escasas las palabras que intercambiaba con mis allegados… Y nula quedó la relación amorosa que con Julia había forjado. Porque en esos días la vida no era otra cosa más que conservar la consciencia únicamente para que los recuerdos me atormentasen.
¡Ay, Julia! ¡Pensaba en ella tan a menudo como la penuria cruzaba el portal de mi memoria! Añoré sus labios todos estos meses. Recordé la tarde en que juntos consumimos la vergüenza erótica; recordé sus dedos investigando mi cuerpo, mi cuerpo abrigándose en el suyo… Su voz, hablando entre besos acerca del futuro y todas aquellas ilusiones de felicidad que gestamos una vez.
Hace tres semanas me informaron sobre el deceso de sus padres. Asistí con gran dolor al sepelio aquella lluviosa noche. La gente del pueblo, congregada para una misma despedida, procuraba un silencio que, en lo particular, me invadió de dolor e inquietud. Pregunté por Julia a muchos de ellos, debido a que no la había visto en la ceremonia. De la mayoría no obtuve respuesta, pero me enteré, gracias a algunos familiares, que por alguna extraña razón había decidido no concurrir. Desde entonces, y al no recibir noticias sobre su estado, me embargó una desesperante preocupación por su bienestar. Era muy probable que estuviera enferma ella también. Quería verla. Necesitaba saber que estaba sana, que aún fulguraba su cálida alma en el brillo de sus ojos, que no había caído víctima de la consunción… No soporté más de tres noches con el desasosiego.
Fue la misma incertidumbre quien me guió hasta la puerta de su cabaña la otra madrugada. ¿Pudo, asimismo, el destino común haberme impelido a encontrarme con ella? Hacía frío. Mis manos golpeaban. La puerta no abría. Sudaba mi rostro sumido en la angustia… Caía el rocío en la casa marchita. Volvía el sonido de mi puño ligero a copar por completo el vacío nocturno. Pero la única habitante actual de la residencia no salía. Así fue que decidí irrumpir e ingresé sin permiso.
La lobreguez imperaba en el interior de la casa. El comedor estaba vacío; sobre la mesa había comida en plena descomposición que, supuse, llevaba días pudriéndose. Julia no estaba en la planta baja. Subí por las escaleras, esperando hallarla en su recámara.
Cuando ingresé en su cuarto sombrío, noté cómo un trozo de tela, puesto sobre la ventana, se tragaba la luz albar casi cabalmente. El suelo estaba cubierto de polvo, la cama deshecha. Un hedor penetró en mi nariz, un hedor que me recordó el mismísimo aroma del pudrimiento. Entre tanta oscuridad, a penas discerní la delgadez de su efigie al encontrarla. Se desvanecía su rostro sin tono; sus ojos, en cuyas cuencas marcadas se ennegrecía su propia imagen, observaban el reflejo que de un espejo recibían. Mientras, con debilidad se paseaban sus manos por la cabellera, acicalándola. Julia parecía estar a punto de desvanecerse sobre el suelo y quebrarse en mil pedazos.
—¿Acaso me estás viendo? — interrogó.
Yo no hice caso. Corrí hasta ella y la tomé entre mis brazos por temor a que cayese. Inspeccioné el color de su piel; observé con detenimiento sus labios, su ropaje y las sábanas rogando no encontrar restos hemoptísicos. Miré su piel una vez más, oí su respiración. Todo aparentaba estar bien. Sin embargo, se veía moribunda…
—¿Qué te ha pasado, Julia? —Ella no respondía a ninguna de mis preguntas.
Le señalé el espejo que tenía en frente con el objeto de que observase su demacración.
—¡Pero mírate, Julia, por favor…! ¡Estás pálida!
Ante esto sólo dijo: « No es de extrañar… siendo que estoy muerta.»
Había amado a Julia profundamente, cuando la mocedad empezó a hacer brotar sus frutos en nuestros cuerpos, cuando la epidemia no era más que una idea en nuestras cortas vidas y su fuerza letal no había tocado jamás a un ser querido. Amé a Julia como nadie, cuando su lozanía jugueteaba aquellas mañanas que solíamos compartir sin saber a cerca del dolor, sin ocuparnos en él. Amé una vez a Julia, la misma mujer que ahora yacía entre mis brazos, afirmándome la negación absoluta.
Su declaración fue elocuente; no hubo palabra que yo pudiese pronunciar. Al fin y al cabo, ¿quién era yo para contradecirla si miraba sus ojos y éstos se mostraban vacíos? ¿Quién era yo para confirmarle que su corazón aún latía? ¡Por amor a Dios, ¿quién era yo para asegurar aun mi propia existencia?! ¡Si la tuberculosis había acabado con todos y ahora todos estaban muertos! Tal vez Julia no caminaba muy lejos de la realidad. Y mirando sus pupilas me cuestionaba a mí mismo: «¿Quién soy?»
Regresé a mi casa con la salida del Sol, preso en una severa confusión. Quizá Julia era en verdad un alma en pena que había perecido víctima de la más macabra tisis. O quizá había sufrido una especie de trauma a raíz de lo acaecido con sus padres. La duda entre aceptar lo que me había anunciado o fiarme de lo que hasta el momento consideraba lógico fue tomando minuto a minuto cada uno de los espacios de mi mente, hasta terminar por cubrir todo en mi ser. Ése era mi dilema: su vida o su óbito. Yo, por miedo, preferí oscilar entre ambos y no me atreví a volver a visitar su hogar.
Hoy llegó a mis oídos que un grupillo de niños había visto el cuerpo inerte de una joven en el camposanto. Supe entonces que se trataba de ella. Me compadecí de mi propia carne cuando llegué al cementerio y hallé su cuerpo reposando sobre el frío césped., con el rostro hacia arriba y acomodada entre las recientes tumbas de sus padres. No fue por ella que lloré, sino por mí…
Está anocheciendo. Nadie ha venido aún. La quietud comienza a invadirme. La sensación es extraña… Ya no hay recuerdos de mi madre, ni imágenes de enfermos.
Resulta difícil creer que algún día vamos a morir. Tengo sabido que el fúnebre sendero se hace más sencillo si uno lo mira de lejos, preparándose si se acerca, distendiéndose levemente si se lo contempla y está a la distancia. Pero cuando vives cerca de él, lo mejor es adentrarte en él, porque todo camino se torna más corto cuando se lo comienza a transitar.
Julia lo supo siempre, el nesciente fui yo. Mas debo confesar ahora, mientras el cielo del cementerio se tiñe en púrpura y me recuesto al lado de ella lentamente, que nunca me fue ajena la idea de pensar que podía estar muerto.
Nota del autor.- El síndrome de Cotard o delirio nihilista es una anomalía de carácter psicopatológico por la cual la persona que lo padece aduce estar muerta o simplemente no existir.
Un relato muy correcto, muy decimonónico y melancólico, como cabe imaginar que te proponías. Me ha llamado la atención lo específico del lenguaje. Rara vez me encuentro palabras que me sean desconocidas, y menos usadas adecuadamente. Me apunto lo de nesciente.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.