Cuando los demonios se te llevan
Pequeño homenaje a mis endemoniados jugadores de Stormbringer y a sus improbables sirvientes traídos de las más recónditas esferas y dimensiones donde reina el Caos.
Una de las particularidades que hace tan especial al Stormbringer es su sistema de magia. Al contrario que en la mayoría de los juegos de rol fantásticos, en los Reinos Jóvenes los hombres no pueden acceder a la magia directamente, sino que los hechiceros deben obligar a ciertos entes mágicos, o rogarles cuando estos son demasiado poderosos, para que utilicen sus poderes.
Este concepto, que en principio podría convertir la magia en algo mucho más romántico y misterioso en contraposición a los magos lanza rayos, terminó provocando situaciones de lo más hilarante en mi saga.
Por supuesto éstas no venían ni de los dioses ni de los elementales ni de las virtudes de la ley, bien delimitados por las reglas, sino por los demonios menores, precisamente la criatura más requerida por todos los brujos del caos.
El problema es sencillo: cuando el hechicero se puede volver más tonto, más torpe, más débil, ¡o incluso más pequeño!, quiere un rendimiento máximo en su invocación. ¿Para que ponerle piernas a un demonio cuando éste ya tiene garras? ¡Qué se arrastre! ¿Ojos? Bah, ya lo lanzaremos en una batalla en que estén todos muy prietos; total, aunque sea ciego puede seguir mordiendo.
Aquellos conocedores del juego diréis que mientras el demonio no sea de nivel 5 el máster puede adjudicarle un tanto por ciento de su valor del caos. Bueno, pues aun asumiendo que mis jugadores hubieran continuando invocando demonios de niveles inferiores a partir de la tercera vez, ¿por qué debe ser el máster quien gaste dichos puntos complementarios? ¿Para satisfacer su propio sentido de la estética demoníaca? No. Me ocurría como a los presidentes americanos de las películas de acción: si cedes una vez se te suben a las barbas. Puestas unas patas de araña, ¿por qué no lo iba a hacer más veces? Así que ningún brujo gastaba un sólo punto de valor del caos en algo que no fuera inmediatamente útil al grupo de personajes.
Este punto puede resultar molesto cuando se trata de poderes, ya que resta majestad y variedad a los demonios. Siempre he pensado que una armadura demonio con tentáculos resulta mucho más impresionante que una que sólo es dura como las puertas del Infierno. No obstante resulta crítico cuando se trata de características.
¿Así que poder ya está incluido y el demonio sólo necesita inteligencia y constitución? Pues 1d8 por barba son seis puntos de valor del caos. ¿Qué mis demonios no han pasado la E.G.B. y están todos tísicos? Bueno, para escupir chorros de llamas no hacen falta tantas finezas.
Imaginaos los engendros horribles que nacían en mis partidas, y no me refiero a que estuviesen cubiertos de púas y de nubes sulfurosas. No. Me refiero a razas tan hirientes para mi propia ambientación como la “Insecto”: el sólo nombre era un insulto al resto de los demonios y a la improbabilidad del caos, pero su falta de tamaño y su función de transporte constituían una auténtica afrenta al máster. Al ser tan diminuto y tan fuerte, el demonio podía llevar a un guerrero cargado hasta los topes y con armadura de placas, ¡pero colgado!; y cuando digo colgado, me refiero a que iba como agarrado a la barra de un autobús, vamos, como un chorizo. Desde luego no era muy épico, aunque algo de epopeya si tuviera mantenerse agarrado a más de dos mil kilómetros por hora a un ridículo insecto rojo… El único consuelo que me quedaba era su poder de sangre ácida: un flechazo y el gancho con alas se convertiría en una ducha bastante molesta.
Sin embargo, la peor de todas las razas demoníacas, la mejor según mis jugadores, era “Yongüs”, cuya descripción, basada en sus poderes y características, era “especie de salchicha negra asexuada con alas de águila. No tiene sentidos ni patas para aterrizar”. Esto último era una especie de cláusula para instarles a crear demonios más “clásicos”. Implicaba que los jugadores (con 13d8 de fuerza y 3d8 de tamaño cabían una buena ristra) debían descender en marcha, por lo que el demonio se aproximaba al suelo decelerando y era exiliado a su propio infierno cuando los jugadores empezaban a hacer pie. Todo un espectáculo, aunque no de clase y dignidad.
Fue en estas partidas cuando entendí el auténtico sentido del Caos. Mis demonios con piernas y ojos hubieran sido aterradores pero ordenados; hubieran sido seres sujetos a la Ley aunque con apariencias coloridas. Los improbables demonios de mis jugadores, al final, participaban del extraño influjo del Caos a través de su propio pragmatismo y avaricia. ¿Qué modo más sutil puede tener la Entropía para introducir las más extrañas y deformes criaturas en las partidas de Stormbringer?
Exorcizados mis demonios de máster ultrajado en lo que más duele, el tono que se le quiere dar a la crónica, me despido por el momento. Para otro artículo dejaremos las coacciones al director de juego. Tal vez entonces pueda contar aquella vez en que tuve que firmar que las ondinas pueden separar el agua del mar de la sal que contiene. Otra historia, en cualquier caso, que no atañe a este artículo infernal.
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