Bruma

Imagen de Carrie

Un relato de espada y brujería ambientado en Rémula

Niebla. Gris. Amarga. Nido de quimeras. Manto para asesinos. Había subido reptando desde el río Tiberio con la determinación de una víbora traicionera y, en aquella hora tardía, anegaba todas las callejuelas de la vieja Rémula. Una ciudad como aquella, en general ya insegura, podía convertirse en una trampa letal en condiciones como las de esa noche. Sin embargo, no era ese el motivo por el que la estratega, Martia Gratia, había dado orden a las ediles de reforzar las guardias, sino por el escándalo acaecido aquella misma tarde en el Coloseo, el cual parecía un tema de conversación inagotable en boca de sus guardias.

—He oído que medía diez codos —insistía Lucio Crapulo, el más joven de la patrulla, que no había podido asistir a los juegos y ansiaba recrearlos aunque fuera en su imaginación.

—Sí, hasta la punta del cipote —se burló Nero Quinto, un veterano de las campañas contra los piratas del Marenostro que tampoco había visto el espectáculo, pero sí los suficientes minotauros en Cnossos para saber que aquello no era posible.

El optione, Cayo Corvo Tirreno, hizo una mueca parecida a una sonrisa, pero siguió sin intervenir. Lo hastiaba la discusión, aborrecía deambular por aquellas tinieblas húmedas, detestaba seguir las órdenes de aquellas ediles que jamás ponían un pie en el lodo de las calles sin empedrar. Le importaban una mierda el minotauro y la gladiadora que lo había envenenado, qué pudieran hacer de ella o de la jodida lanista que la había presentado, y no les hubiera dedicado ni un pensamiento si no fuera porque, a causa de sus desmanes, se encontraba en aquel momento pateándose rincones donde las autoridades ni siquiera podrían ver que cumplía con las órdenes a rajatabla. Ni gloria ni beneficio, pensó sombrío.

—Era una criatura impresionante —terció Buio Marco, el más viejo del manípulo, que hablaba siempre con tanto aplomo que era difícil saber si había presenciado el combate o solo daba su opinión de experto en todo lo que tuviera que ver con la lucha y la muerte—. Pero más impresionante es que esa Gorgonia Magna fuera capaz de plantarle cara. No es particularmente grande ni robusta, la muchacha, pero sabe manejar bien un arma.

—Al final, eso es lo que cuenta —lo secundó Balo Craso, un hombretón que había servido con el viejo en la Séptima Legión antes de haberse reciclado como guardias de la ciudad en Rémula—. Todo lo que cuenta.

Cayo Corvo levantó un puño para que se detuviera la patrulla y sus hombres respondieron al unísono. Eran buenos soldados. Disciplinados. En un parpadeo, ya no se oían más que los pasos de aquellos que se acercaban y el furtivo acechar de las ratas.

Una luz se fue perfilando en el extremo de la calle. Envuelta en el sudario de la niebla, parecía un resplandor de ultratumba, irreal. El optione se llevó a los labios, furtivamente, el amuleto con forma de falo que portaba para espantar el mal de ojo. En noches como aquella, uno no sabía con qué podía cruzarse. Larvae, fugitivos, lemures... nadie podía preverlo.

—¿¡Quién va!? —exigió saber cuando las sombras que se aproximaban bajo un bamboleante farol comenzaron a perfilarse como poco más que siluetas bajo capas y capuchas. Eran tres, como las Parcas, dos más robustas y grandes y una tercera, más menuda, pero que rápidamente tomó la iniciativa.

—Soy la senodar Septimia Viperia, optione.

El guardia dio un paso al frente para verla mejor bajo la luz del farol. En efecto, era ella: la conocía de vista, como a la mayor parte de las senodares de Rémula. No era el tipo de persona con la que descargar su frustración pero, al mismo tiempo, a Corvo le costaba morderse la lengua.

—¿Y qué hace por aquí a estas horas?

Los dos guardaespaldas de la senodar —porque eso eran, más que criados, los dos hombres que la acompañaban— dieron un paso al frente, amenazadores, pero su ama no necesitaba su ayuda para imponerse a un mero suboficial de la guardia.

—Vuelvo de las termas, de relajarme gracias a un buen baño caliente, como es prebenda de las ciudadanas libres —replicó alzando una mano para detener a sus esclavos—. Que yo sepa, Martia Gratia no ha establecido el toque de queda —añadió desafiante.

—En efecto —convino Corvo dando un paso atrás para dejarle el paso franco—, solo nos ha encomendado extremar la vigilancia y el control de las calles —gruñó en algo que se pareció demasiado a una justificación, para su gusto.

—Confío en que hayáis hecho un buen trabajo, optione: no me gustaría tener un encuentro desafortunado de vuelta a mi ínsula —concluyó la senodar poniéndose de nuevo en marcha.

Los guardias, firmes, los dejaron pasar haciendo un esfuerzo por ignorar las sonrisas sardónicas de los esclavos, que no tenían ningún reparo en mostrarse pendencieros. Sabían que tenían todas las de ganar si había una reyerta. Había que estar muy loco para valerse de armas contra los lacayos de Septimia Viperia y había pocos hombres capaces de hacerles frente con los puños desnudos. Su reputación como pugilistas era intachable, no así su moral.

—Malditas sean todas estas aristócratas estiradas —escupió Nero Quinto poniéndose al lado de su superior—. Así la visite un íncubo esta noche y le joda el sueño.

Cayo Corvo pensó que el único íncubo que podía perturbar a una mujer como aquella era una indigestión de la seguramente magnífica cena que disfrutaría en cuanto llegase a su hogar y que sus esclavos tendrían ya bien dispuesta. Aquel pensamiento acentuó su amargura, pero también lo obsequió con una punzada de hambre.

—Venga —dijo a sus hombres—, vamos a terminar la ronda hacia los embarcaderos de la vía Aelia. La bodega del aramita debe de estar todavía abierta y un vaso de vino especiado con un pastel de verduras nos vendrá bien a todos.

De camino a la taberna, el optione se mostró todavía más taciturno; su mutismo era tan marcado que estaba poniendo nerviosos a sus hombres. Por ello, Nero Quinto terminó por ponerse a su altura para distender el ambiente con un poco de conversación.

—Corvo, ¿realmente crees que habrá disturbios?

—¿Por un minotauro? —El optione se encogió de hombros—. Cosas más raras se habrán visto... y esos adoradores de Iset consideran a cualquier ser con cabeza de animal como una criatura tocada por las divinidades.

—Y si a eso sumas a los aficionados a los juegos, soliviantados por un combate amañado... —terció Buio Marco.

Corvo principió una réplica. Cultos orientales y plebeyos enardecidos por la sangre en la arena no eran mezcla sencilla ni habitual. No veía probable una suma. Y mejor que fuera así: Rémula era un crisol de cien culturas, de mil tradiciones, y quizás ese equilibrio cambiante y caprichoso era el que evitaba que se quebrase, como una marmita en plena ebullición que dejaba escapar por su tapa y sus grietas parte del vapor, del líquido bullente. Era una buena reflexión, pensó fugazmente, pero nunca llegó a esgrimirla. En aquellos momentos, frente a ellos, por el extremo de una callejuela, apareció la criatura.

No medía diez codos de altura, como había fantaseado Lucio Crapulo, pero no por ello era menos magnífica: sus músculos parecían pulidos en ébano y eran gruesos como rocas lavadas por un arroyo de montaña. Contenían, además, el mismo ímpetu latente que las aguas que funden en primavera. Y resplandecían, por todos los dioses: resplandecían con un halo verdoso que parecían exudar del Inframundo.

Los cinco guardias se detuvieron al unísono, sin palabras, ante aquella aparición cornuda. Llevaba las manos desnudas, tan solo la armadura braquial de bronce propia de un gladiador y un calzón sujeto por un cinturón de cuero tachonado, aunque aquello no le restaba un ápice de amenaza.

—¿¡Quién va!? —se forzó a gritar Cayo Corvo Tirreno.

La criatura, como toda respuesta, bramó hacia ellos. Y, en ese momento, el optione supo que su destino estaba sellado.

El minotauro cargó hacia la patrulla con la testa baja, la cornamenta por delante. Corvo tentó desenvainar su gladio, demasiado lento, mientras sus hombres bajaban escudos y lanzas en previsión del impacto. Este no tardó en llegar y el optione se encontró rodando por el suelo empedrado.

Desesperado, manoteó para quitarse el casco. No veía nada. Los gritos y las maldiciones se mezclaban con restallidos metálicos y él no veía nada. Consiguió ponerse de rodillas y palpó a su alrededor en busca de su espada, pero solo tocaba fría piedra y los vecinos, asomados a las ventanas, ladraban y protestaban.

—¡Marchaos al Hades, bastardos!

—¿¡Quién grita así!?

—¡No son horas!

—¡A beber al Tiberio!

Alguien se desplomó frente a él. Era Lucio. Su rostro imberbe estaba surcado por una línea bermellón, casi grana en la penumbra de la calle. Un asta había perforado sus tripas. Ya estaba muerto. Con un espanto que le impedía casi respirar, Corvo le arrancó la lanza de los dedos crispados por el dolor y buscó a su asesino. Este llenaba la calle, poseído por las Furias. Su puño cubierto de bronce tañía una y otra vez contra los escudos de Buio Marco y Nero Quinto, que resistían de espaldas a un muro, acogotados por la violencia de la criatura, incapaces de devolver los ataques. El primero, de hecho, había perdido la punta de su lanza y usaba el asta como un garrote. El segundo estaba tetanizado, apenas conseguía mantener el arma en ristre como una parca defensa.

Todavía sonado, Corvo dio unos pasos hacia la bestia y la llamó:

—¡Eh! ¡Eh! ¡Engendro hijo de puta! ¡Cara de buey!

El minotauro se volvió hacia él. Sus pezuñas arañaron el empedrado mientras se disponía a otra carga. Los vecinos habían entrecerrado las contraventanas, pero seguían espiando la escena. Balo Craso no era más que un bulto inmóvil en un rincón. Corvo supo que se acercaba su final, pero apretó los dientes y redobló sus insultos.

—¡Bastardo isleño cabrón! ¡Te voy a meter la lanza por el culo hasta que...!

El monstruo cargó de nuevo. Corvo perdió el aliento. Bajó la punta de la lanza hacia su enemigo y afianzó los pies en el enlosado mientras se encomendaba a aquellos dioses a los que nunca había rezado con entusiasmo. Les pidió que no resbalaran las suelas de sus sandalias. Les pidió que el asta resistiera el impacto. Les pidió que insuflaran fuerzas a sus brazos, a sus piernas, a sus manos. Que el dolor no se prolongase en exceso.

Entonces arrancó una lluvia de objetos que rápidamente degeneró en un torrente de cuencos, orinales, vasos, pequeñas ánforas e incluso sillas y mesas. Apenas hacían mella en el ser, el minotauro ni siquiera reparaba en ellos, pero perdió pie al pisar un plato astillado y su carga terminó sesgada.

Corvo intentó alancearlo, pero apenas logró arañar su espalda. Solo salvó el pellejo porque a la criatura le faltó el equilibrio suficiente para darle una cornada. Tras fallar el ataque por unas pocas pulgadas, el minotauro se incrustó contra una fachada, arrancando a la misma fragmentos de ladrillos cocidos y encalado. Cuando se volvió hacia el optione, resultó todavía más ominoso: un vapor denso y verduzco, pestilente, agrio, emanaba de su piel cubierta de sudor, y sus ojos brillaban con chispas de pura muerte.

En aquel momento, el líder de la patrulla comprendió que no podría acabar con él, que tan solo conseguirían retenerlo un tiempo, distraerlo. Se sintió como el venator que se destina a caldear el ambiente en el circo. Entonces, lanzando un grito de rabia, se abalanzó sobre la criatura y arrojó contra ella su lanza.

Lo hizo más por enfurecerla que con la esperanza de herirla y, aunque la punta se hincó en uno de los brazos de la bestia, apenas consiguió más que enfadarla. Y captar su atención. Suficiente, pensó mientras se alejaba en franca carrera, calle abajo, lejos de sus compañeros. El minotauro mordió el cebo y se lanzó tras su estela.

El plan estaba funcionando, pero Corvo estaba agotado tras las emociones y la breve confrontación, dolorido y entumecido, y las largas patas del minotauro devoraban la distancia tras él, a grandes trancos. Hizo sendos requiebros en un par de ocasiones, obligando a la bestia a derrapar en los giros, a que perdiera velocidad, pero no se atrevía a intentar perderla por completo antes de haber puesto más distancia de por medio con sus hombres.

Era un juego peligroso. Cada vez le costaba más retomar resuello y sentía las piernas pesadas, los músculos ardiendo. Pero se obligó a una última provocación.

—¡Ven aquí, bastardo real, abominación sin nombre!

El minotauro respondió a la pulla y, con una energía que parecía inagotable, cargó de nuevo contra el guardia. Este enfiló la que, esperaba, sería su última carrera. Era un callejón estrecho, una ratonera ideal para tentar a su oponente, y al final del mismo había un muro no demasiado alto. Bastaría con que trepase por él, con que pasara al otro lado. Los toros no están hechos para escalar, no tienen sangre de simio, demasiado pesados, demasiado torpes.

Apuró todas sus energías, dio un primer salto sobre el tonel que estaba contra el muro y su pie hundió la tapa. Trastabilló y chocó contra la tapia. Había volcado la barrica y su cara se había estampado con tal fuerza contra la pared que su nariz había reventado. Sentía arder todo su rostro, no veía más que chiribitas y negrura, pero su mano derecha se había aferrado a algo y tiró, y tiró, tiró con todas sus fuerzas hasta que consiguió alzarse y, sin saber muy bien cómo, se encontró en la parte superior de la tapia. Sin atreverse a mirar, adivinando un resoplar furibundo, se dejó caer al otro lado.

El aterrizaje casi no le dolió.

Sin aliento, molido, dejó resbalar su mirada por el muro, tan quieto, tan sólido. Hasta que el minotauro lo atravesó en una lluvia de cascotes y argamasa pulverizada. Su bramido de victoria hizo que Corvo solo acertara a abrir todavía más los ojos. Solo podía pensar en lo magnífico que resultaba aquel enemigo. Descomunal, terrible, hermoso. Con cada bramido, el aire se llenaba de aquel vaho verde, espectral. Era una criatura digna de las leyendas. E iba a acabar con él.

Cayo Corvo Tirreno y el minotauro. Se preguntó si alguien se acordaría de su nombre, si sus compañeros honrarían adecuadamente su memoria.

Se aprestó a morir.

Entonces, el callejón se llenó de siluetas blancas, como aparecidos, manes que se hubieran ausentado de su hogar, pero con extraños rostros aquilinos, máscaras de bronce con forma de halcón en el lugar donde hubieran debido de estar las caras. El optione se preguntó si no habría naufragado en algún sueño, si no estaría ya en los dominios de Aïdēs. Y una voz cálida le habló:

—Aférrate a mi mano y vive.

Tenía una extraña melodía, un acento que era como un regusto de miel en un vino agrio. Obedeció. Le tendió la mano y notó su suavidad y su firmeza cuando tiró de él, lejos de ahí, hasta un refugio que se fue convirtiendo en sombras mientras lo vencía la bruma y el cansancio y el minotauro, hermoso, continuaba su última batalla.

Sí, en aquel momento entre el desfallecimiento y la lucidez, Corvo lo comprendió: aquella era una noche para los puñales, para los tributos de muerte, y en una ciudad como Rémula ni siquiera los hijos de los dioses estaban a salvo.

 OcioZero · Condiciones de uso