Haciéndome solito la cama
Esto no tiene nada que ver con llegar a una cierta edad ni con aprender modales cívicos en casa, sino con tenderse trampas uno solo cuando juega, por primera vez, a un juego de rol distinto
Ya perdonaréis que haya utilizado esta expresión para empezar la batallita, pero entre lo que ocurrió y el carácter misterioso de la misma (¿alguien sabe explicar claramente qué quiere decir en pocas palabras?), no ha dejado de asaltarme la cabeza desde que he decidido escribir la historia. Después de todo, la anécdota tiene que ver con “La llamada de Cthulhu”, así que misterio tiene un algo.
Sí, hubo un tiempo en el que no había jugado nunca a este juego de rol de investigación y terror, una época en la que el horror para mí se relacionaba con Drácula y el fantasma de Murdock, y lo cósmico únicamente con los marcianos y Luke Skywalker. Luego llegó un chaval, que incluso tenía por OcioJoven algunos artículos publicados, que me hizo descubrir este juego. Y, como solía suceder por aquella época, lo hizo con el famoso módulo de “La casa encantada” (que luego Chaosium rebautizaría como “El encantamiento de la Casa de los Norbitt” para evitar confusiones con otra de sus aventuras publicadas).
Lo cierto es que a mis tiernos doce años ya estaba bregado en el tema de los juegos de rol. Habíamos probado unos cuantos (incluso de los de verdad) y ya había hecho mis pinitos dirigiendo partidas. Así que, por ese lado, no tenía mucha novedad el empezar una nueva partida ni un nuevo escenario.
Sí que es cierto, a pesar de ello, que “La llamada de Cthulhu” nos fascinaba en gran medida. Se trataba de cambiar los bárbaros cubiertos de cuero y acero y a los hechiceros sin escrúpulos por unos tipos algo más sutiles pero igualmente dispuestos a cumplir sus metas en la vida, esta vez erradicar el mal.
Como todavía no conocíamos muy bien la ambientación -los jugadores, que no el máster- nos creamos los personajes y nos pertrechamos más como un grupo de cazavampiros que de auténticos investigadores de la Llamada de Cthulhu. En concreto, mi personaje tenía algo de Indiana Jones (al menos en mi cabeza) y un buen surtido de cepos loberos. Sin duda era uno de los elementos de la lista de material más sugerente junto a la inaccesible thompson (que luego nunca valía más que para traer problemas) y la cámara de fotos (no sé por qué nos interesaba tanto; quizá creyéramos que fuésemos a desvelar algún secreto inenarrable en el Times con unas buenas fotos de cabecera).
Y bueno, así fue como empezamos aquella aventura. Como teníamos muchas ganas de acción y prisa por salvar al mundo, nos metimos de cabeza en la casa encantada. Seguramente nos movía la inercia de otros juegos más directos (como el Stormbringer, en el que hasta los demonios usan hachas) y ese complejo de arqueólogo de acción. Yo, en cualquier caso, me hubiera agenciado un látigo si no hubiera sido por mi temor a resultar algo hortera en mitad de Massachussets.
Para los que no conozcan la aventura, la resumiremos diciendo que se trataba de investigar una casa en la que ocurrían sucesos “paranormales”. Cualquiera que haya jugado a la Llamada de Cthulhu sabrá que es importante investigar esas cosas raras muy a fondo antes de acercarse a ellas. La cordura y la salud en general de los personajes dependen de ello.
Pero nosotros no habíamos jugado nunca a La llamada de Cthulhu. Fue por ello que el grupo se separó: yo hacia el piso superior, mis compañeros hacia la cocina. En plan comando, intentamos cercar a quien fuera el habitante de la casa antes de que se pudiera escapar. Cómo si los malos de La llamada de Cthulhu tuvieran algún interés en escapar de un profesor universitario, un anticuario y un arqueólogo…
Tan ingenuos éramos que creíamos que el miedo no nos iba a tocar (no a nosotros, parecían decir nuestros personajes, que tenemos la habilidad de Ciencias Ocultas). Las cosas cambiaron cuando el cuchillo de la cocina empezó a volar hacia la primera mitad del equipo. No sé qué mecanismo mental activan los cuchillos voladores que nadie encuentra nunca jamás tácticas efectivas para detenerlos. Armados con cazuelas y tablas de cortar embutido, mis compañeros investigadores se enzarzaron en una batalla campal con el pérfido instrumento de cocina.
Mientras, convencido de que ese dantesco espectáculo del cuchillo volador sólo podría detenerse matando a un hechicero (reconozco que he leído mucho Conan), mi personaje corría escaleras arriba pronto a acabar con el susodicho. En ese momento, y gracias a su preciso oído de arqueólogo, oyó un ruido en uno de los dormitorios y, sin pensárselo dos veces, saltó al interior.
En la habitación había un armario, una cama y una ventana que acababa de abrirse violentamente. Usando mis grandes dotes de deducción y una gran dosis de estúpido coraje, envié a mi personaje a asomarse directamente por la ventana, pistola en mano, pronto a dar el alto a cualquier siniestra aberración. Fue el momento que utilizó la cama para embestirme por la retaguardia y enviarme en caída libre al exterior de la casa. Mi emulación de Indiana Jones acabó con el cuello roto en sus primeros cinco minutos de partida. Creo que no falto a la verdad al decir que más que morir tan rápido, me dolió en el orgullo verme derrotado por ¡una cama!
Desconozco las estadísticas sobre jugadores precipitados que se hacen embestir por la cama en la mansión de los Norbitt, pero, ahora que me he hecho con el libro de reglas y he leído la aventura, sé que lo que dijo mi máster no era una exageración. Efectivamente, era una tontería de manual (una de esas acciones tan tontas que quien escribe el módulo se molesta en describir) el acercarse corriendo a la ventana.
Creo que ha sido muerte más fulgurante que he conseguido con un personaje. Y, sin duda, el momento en el que me di cuenta hay que ir descubriendo las nuevas ambientaciones poco a poco. No todos los juegos son tan piadosos como el Star Wars de d6.
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