Saqueador de tumbas
A Cyrielle Rothé
¡Que pena tan insoslayable! Escuché cuchichear repetidamente como un eco lejano a la sarta de hipócritas reunidas con vulgar curiosidad, alrededor del austero ataúd que aprisionaba a mi amada. ¡Nadie!, fuera de mi lacerante corazón sabe la carga de este sufrir. -Me dije en silencio-.
Al transcurrir la noche, al sonar las ruidosas esquilas anunciando la entrada de la madrugada, el último par de beatas a quienes no identifiqué -fastidiadas seguramente de recitar incontables rosarios- se despedían con una efusiva tristeza un tanto desusada. ¡Diantre de religiosas, qué bien saben aparentar! -Pensé con enojo-.
Las acompañé a la salida de la casa y cerré prontamente la puerta con doble cerrojo, apagué las luces del portón con la idea de disuadir a algún inoportuno personaje dispuesto a venir a darme el pésame, y me quedé en la oscuridad meditando por pocos segundos. ¡Por fin sólo! -Exclamé en un susurro-.
Mi estado anímico se debatía entre la fatiga y el desengaño, me opuse a ese malestar del espíritu como pude, y decidido me dirigí con pasos cortos y lentos como si tuviera cuidado en no despertarla a la antesala donde se encontraba la razón de mi desdicha. En el breve recorrido, la cruel nostalgia invadió mi ser haciendo flaquear mis piernas. Me detuve por un instante apoyando mi cuerpo en el respaldo de un sillón del corredor, al voltear a mi rededor cada mueble y espacio me recordaba a ella. Mis cansados ojos se cristalizaron por un momento pero ninguna gota logré derramar, pues ya había llorado bastante. Continué mi andar temeroso, y al cruzar el umbral de la habitación, cuatro cirios consumidos con sus diminutas y tristes flamitas aleteando al viento me dificultaron mirar. Encendí la luz y me acerqué al féretro ciñendo con fuerza el borde de un color oscuro aterciopelado. De frente a ella, no pude evitar emitir un profundo suspiro al contemplar su tersa piel y finas facciones brillar con coloridos reflejos, un perfecto arco iris producto de los candiles. Inicié un recorrido con una mirada alerta el cuerpo inerte de Cyrielle y sin causa aparente me detuve en su escotado pecho sintiendo una agradable excitación. Ignorando el tiempo observé deleitado, después, tomé con mi titubeante mano derecha el fondo de su vestido violeta de luengos pliegues, y al subir lentamente el atavío rozando mis dedos contra sus torneadas y suaves piernas, sentí un escalofrío singular. Súbitamente, ignorando mi conciencia tomé con mis brazos el flácido cuerpo sacándolo de su celda mortuoria. Corrí de prisa hasta lo que fue una vez nuestro jardín secreto y junto al viejo olmo ornado de flores, bajo la observación de las candentes estrellas, arranqué sus prendas sin vacilar. En mutua desnudez, incapaz de contener mi lujuria, sin fe ni temor de Dios, tomé el cadáver hasta sodomizarlo. Al terminar, no presenté ningún remordimiento, de lo contrario, me sentí totalmente liberado. Algo fuera de este mundo.
A los pocos días del entierro, fuertes deseos de posesión carnal hacían turbulentas mis noches. Fui a recorrer varios prostíbulos fuera del pueblo para evitar rumores y lograr tranquilizarme, pero la sensación no era nada semejante a lo antes experimentado. Así que, con cierta desconfianza, al depurarse la mañana del rocío, me dirigí al camposanto municipal y con un buen soborno en monedas de oro, logré llegar a un acuerdo con el muertero. El arreglo era simple, el velador me dejaría ver cada día en casa, el obituario del panteón en donde venía información detallada de las personas que serían enterradas. Toda esta novedad me producía una emoción estimulante.
Mi vida transcurría apacible mientras lograra satisfacer mis excesos, seguí atendiendo el prospero negocio de medicamentos y cada domingo sin falta pasaba la tarde entera en los cafés de los portales del pueblo, observando a las joviales señoritas coquetear en el kiosco de la plaza. Pero cuando escaseaban las difuntas, siendo lo más común en un lugar con unos cuantos miles de habitantes, la ansiedad me desquiciaba. Para poner fin a ello, me aproveché de mi buen nombre y mis dotes de galán para acercarme a las indefensas jóvenes, seducirlas con palabrería absurda e invitarlas a tomar un agua fresca, o en su caso, a las más desenvueltas ofrecerles un aromático café con su respectivo vaso de leche. Avanzada nuestra agradable tertulia aguardaba el momento ideal para atacarlas a su vanidad. Las tomaba de las manos y con una voz cálida les aconsejaba ir al tocador a sonar su nariz. En el momento de su ausencia, sin perder ni un instante aprovechaba para vaciar dentro de la bebida un poderoso veneno a base de digitalina que gracias a mis profundos conocimientos de botánica y química había perfeccionado. Una vez ingerido el polvo de fácil disolución, a las cuarenta y ocho horas aproximadamente hacía efecto en la víctima, ocasionando un instantáneo cese brusco de la función del corazón y de la respiración, con ello la muerte. La pena me embargaba por desperdiciar la vida de futuras promesas pero mi obsesión mórbida era mayor.
Varias mujeres perecieron en un corto periodo de tiempo, lo que despertó la preocupación de los habitantes de la ciudad. De ahora en adelante la prudencia y el cuidado imperarán -Me decía cada mañana al verme en el espejo-.
Mi fausta situación no duraría por mucho tiempo, pues a pesar del cuidado sistemático en el proceder, la dependencia de un tercero causaría la desgracia.
Mi última víctima, Victoria Kurse, hija de un acaudalado comerciante inglés, de acuerdo con la información escrita en el libro de entierros, sería sepultada un día después de la fecha en que yo regularmente exhumaba los cadáveres. Las cosas sucedieron así de simple, el muertero, un bruto bebedor empedernido, cometió la terrible falta de equivocar la fecha del sepelio de la joven en la bitácora en una de sus muchas borracheras. ¡Que fatalidad!
Visité el cementerio esa madrugada lúgubre, escarbé la sólida tierra con total tranquilidad y logré rescatar de la penuria el cuerpo fresco y luminoso de Nana; la dulce Annabel. Vestida con un corpiño tan blanco como la pureza de la joven. Chorreando de sudor, jadeante, con los brazos ciñendo el esbelto cuerpo, la posé sobre el cálido césped. Mi respiración se oía entrecortada y anhelante. Con mis manos ardientes la desvestí, acaricié sus muslos y su torso, succioné sus tiernos y pálidos pechos con delicada sutileza y besé con frenesí su muy pequeña boca con su labio inferior saliente y bondadoso. En un paroxismo total, me entregué a la inconsciencia y con ello al profundo sueño.
Un fuerte golpe en la cabeza me hizo despertar, al hacerlo, la alterada muchedumbre con trinches y palas en mano me cercaban el paso. Gracias a la presencia de la autoridad, me libré de ser linchado. Me encarcelaron, posteriormente, atando cabos entré en razón. La justicia junto a la ardida muchedumbre interrumpió en mi hogar en donde encontraron el pequeño diario donde narraba con detalle la selección de mis víctimas: el acercamiento, la exhumación y mí esperada consumación. El día de la audiencia, así terminaba la sentencia del juez:
“…por causar la muerte de más de una mujer y faltar a la memoria de los muertos, habiendo violado los sepulcros y profanar más de un cadáver abusando de ellos. Y por ofender el recato del alma y el pudor del cuerpo. Esta justa corte lo condena a la pena capital.”
Después de reconocer ante Dios, la sofocante urbe se abría paso hacia la explanada. Mientras yo, inerte bajo los ásperos maderos, veía el mimbre verderón de los canastos. El murmullo ya se hacía una voz estruenda, la multitud había llegado al caos: maldiciones, befas, insultos y aullidos de la más pura barbarie. Guiados los presentes por la batuta de la muerte, al unísono se oía esta perenne petición: “¡guillotina, guillotina, su suerte!” De reojo vi un obeso hombre con un negro y puntiagudo capuchón jalonear de un mástil. Después…
Iván Medina