En aquel bosque no había cerezos ni flores. Sólo bruma y zarzas allí donde las ramas hubieran debido tejer una amable techumbre. No era posible encontrar una brizna de vida, o de pura belleza, pues aquella arboleda marchita era la antesala de la ciudad de los gusanos. Una ceniza terrosa alfombraba el suelo. Un hálito fantasmagórico fingía ser viento. No era una tierra para los vivos. Tampoco para los muertos.
Fujiusi Tenka podía percibirlo sin valerse de sus sentidos. Olvidadas las numerosas señales de alarma que gritaban sus ojos, sus oídos e incluso su propio olfato, podía centrar su atención en la presencia maligna que las creaba, el demonio Yaitshiko. Era una técnica que había aprendido hacía algunos años y que resultaba ideal para ahuyentar el miedo: cerrar el espíritu a los estímulos de este mundo y abrirlo a los del otro.
Los crujidos siniestros de las ramas secas habían quedado ahogados por el viento puro de la tierra de los muertos. El paisaje desolador, de ruina consumida por una insaciable ansia de poder, se difuminaba ante los ojos del joven aventurero, desdibujándose en un cuadro vago pero tranquilo. Finalmente, el hedor a sangre fresca bebida y regurgitada había desaparecido de sus fosas nasales, dejando paso al aroma seco de los huesos molidos convertidos en polvo por el paso del tiempo.
Sin duda, cerrarse de este modo a los estímulos del mundo natural hubiera sido su perdición si se hubiera enfrentado a un enemigo de esta tierra. Sin embargo, el demonio Yaitshiko hacía tiempo que había dejado de serlo, pervertido por sus incesantes maldades y sacrilegios. Contra él tendría que funcionar. Si no, le esperaba una eternidad de torturas atrapado entre sus ardientes fauces.
Intentando apartar esa terrible perspectiva de su cabeza, Tenka se arrodilló frente a un árbol de espino especialmente grande. Palpó con sus dedos entumecidos la tierra y miró a su alrededor. Hacía tiempo que los numerosos rastros de lobos encontrados en las montañas habían desaparecido. En aquel valle recóndito no entraban. Sin embargo, allí había una pista diferente. Otro depredador que se movía. El demonio.
Con pasos ligeros, siguió el rastro hasta un cúmulo de rocas de gran tamaño. Un pequeño riachuelo se despeñaba entre los cuerpos de los gigantes líticos que lo conformaban. Tenka supo de inmediato que aquella era la entrada a la guarida del demonio, a la ciudad de los gusanos, y dirigió una plegaria a los dioses para que le diesen fuerzas para el enfrentamiento.
Se acercó sigilosamente a las rocas y, entonces, vio la hendidura. Era un agujero angosto y lúgubre que daba paso a un estrecho corredor de tierra. Las ramas de los espinos asomaban por las irregulares paredes hasta donde alcanzaba la vista. No se podía vislumbrar mucho a la incierta luz del atardecer, pero lo que quedaba al descubierto no podía ser más aterrador. Tenka era consciente de que nadie hubiera puesto en duda su valentía si se hubiera dado la vuelta en aquel momento. Muchos bravos guerreros lo hubieran hecho acertadamente. Sin embargo, si quería recuperar su honor, tendría que enfrentarse a la bestia. Al darse cuenta de que prefería una eternidad condenado en sus fauces a una breve vida mancillada por la falta de honor, esbozó una sonrisa cansada y emprendió de nuevo la marcha. No tenía sentido demorar el final si la decisión ya estaba tomada.
El suelo del pasadizo, a pesar de ser simple tierra apisonada, se mantenía firme bajo sus pies. Sin duda, el demonio lo usaba con frecuencia. Las paredes, por el contrario, se deshacían al más leve roce, al igual que el techo, y a los pocos metros de caminata subterránea estaba cubierto de humus y otros detritos del bosque de espinos. Lo peor, no obstante, eran los gusanos que del mismo escapaban y que ahora se retorcían por sus cabellos y los pliegues de sus ropas.
Controlando el asco y la inquietud, continuó su descenso hasta llegar a una pequeña caverna solitaria. En ella se abrían las bocas de varias grutas más, de las cuales se desprendía un vago resplandor sulfuroso. No había rastro del demonio, pero sí de su presencia: mil olores y escenas sangrientas acosaban los sentidos del joven Fujiusi. Apabullado por sus mil gritos de horror, el aventurero se arrodilló y centró todas sus energías en la concentración. Tenía que desterrar todos esos sentimientos de su mente si quería salir victorioso. Tenía que entrar en la negrura absoluta antes de que viniera el demonio.
Respiró hondo y, entonces, se hizo la oscuridad. Yaitshiko había llegado.
Arrodillado en mitad de la gruta, el muchacho no vio la marea de gusanos blanquecinos que, retorciéndose como zarcillos, avanzaban hacia sus rodillas. Tampoco vio los tentáculos de oscuridad que envolvieron la techumbre justo encima de su cabeza, ni el cuerpo retorcido y humeante del demonio. Únicamente escuchó su voz de azufre.
—¿Quién osa entrar en mis dominios?
Tenka sintió la oleada de temor que pugnaba por inundar sus sentidos, pero se mantuvo firme. Las palabras salieron de su boca sin el más mínimo temblor.
—Mi nombre es Fujiusi Tenka, y soy un aventurero errante, señor Yaitshiko.
Una estentórea carcajada carente de humor salió de la descomunal boca del demonio. Sus colmillos níveos contrastaban con la oscuridad reinante, destilando crueldad.
—¿Te has cansado de tu errar por este mundo, ronin, que vienes a mi casa a servirme de alimento?
El joven se mantuvo impertérrito. Guardó la educación que corresponde a todo huésped y contestó con mesura.
—No vengo a serviros de alimento, señor Yaitshiko, sino a anunciaros vuestra muerte.
El demonio rió de nuevo, pero una nota distinta se notaba en su voz. No era temor, sino desconfianza. Como ser que se alimentaba de la violencia y de la muerte, había aprendido a analizar todas las señales de su entorno, especialmente las que pudieran advertir de algún peligro.
—Debes creerte muy hábil con la espada para lanzar bravatas como ésta, niño —aventuró hiriente la criatura. Tenka no se dejó perturbar.
—Mis aptitudes no son las de los guerreros, señor Yaitshiko —replicó con frialdad.
—¿¡Y cuáles son, gusano!?
La criatura, enojada, pareció crecer en tamaño, llenando con su presencia sulfurosa toda la gruta. Los gusanos se retorcían por todos lados, retozando enloquecidos en una danza demente. Se percibía el trágico desenlace, su inminencia.
—Soy un espiritista, señor Yaitshiko.
El demonio aulló, entre divertido e inquieto. No sabía muy bien cómo responder a aquella declaración. No sabía todavía qué pretendía el muchacho que tan ciegamente había perturbado la paz de sus dominios. Entonces, sin saber muy bien por qué, la imagen de su hermano le vino a la mente.
—Entonces podrás darme noticias de mi hermano. ¿Has hablado con él últimamente? —preguntó con sorna.
Tenka contuvo una sonrisa antes de responder.
—Sí, señor Yaitshiko. Su hermano me pidió que le dijera que ya no le guarda rencor por haberle asesinado. También me dijo que no temiera traerle esta noticia, pues ya es tiempo de que se reúnan, y de que terminen las muertes en esta triste floresta.
El joven aventurero sintió cómo la bestia demoníaca crecía y se calentaba alimentada por un descomunal odio, por una irritación sin límites. Sabía que todo su poder se descargaría sobre él para hacerle pagar esa osadía. Sin embargo, mantuvo la cabeza vacía y sus sentidos apagados. Su espíritu permaneció en una paz absoluta.
Yaitshiko, pronto a dar el golpe mortal, percibió una vez más la calma absoluta de su emisario, y, en un momento de duda, el miedo reclamó aún más energía a su ser. Ésta bombeó desbocada a través de su corazón intentando sobreponerse a la certidumbre que traía el mensajero, a la aparente llegada de su muerte, y cabalgó por sus venas totalmente enloquecida. Fuego, fuego puro desencadenado. Entonces, algo se rompió en su interior. El exceso de poder concentrado, llamado para frustrar al destino, había abrasado algo en su espíritu. Sintió cómo las fuerzas le abandonaban disipándose por la caverna, y después su derrota. Había apurado demasiado el cáliz de su propia ambición.
Tenka percibió vagamente cómo el subterráneo se enfriaba y cómo los gusanos iban muriendo, poco a poco, disolviéndose en inmundos charcos de limo. Una sonrisa enigmática se dibujó en su rostro. Su juramento había sido cumplido.
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