Un relato de Zabbai Zainib
Al principio pensó que se trataba de algún tipo de sugestión. Pero ya no. El caso es que tenía tanto que ver con el maldito libro... ¿cómo no pensar que se había sentido influido por él?
Luego pensó que podían ser las drogas. Últimamente se había pasado bastante, tenía que reconocerlo. Muchas veces no estaba totalmente en sus cabales.
O algún tipo de degeneración mental que le llevaba a olvidar cosas, a acometer empresas inciertas de manera automática, sintiendo esa especie de anestesia que parecía ir ganando espacio, centímetro a centímetro, en su cuerpo.
Pero de eso hacía ya días. Ahora estaba por fin completamente seguro de que la explicación era del todo distinta. Y esa reciente certeza le tenía sumido en el pánico más absoluto.
Se obligó a comer algo, aunque un estómago acalambrado debería haber sido suficiente advertencia en contra. Vomitó. Se acurrucó en la penumbra espesa del estudio, lo más lejos posible del objeto tétrico de sus pesadillas.
No quería mirar, pero tampoco podía evitarlo, nunca podía. Mejor tener al enemigo vigilado, ¿no? Aunque se sufrieran espasmos de terror ante su faz maldita. Aunque el sudor le bañara a uno la cara y el cuello y el corazón bombeara a ritmo de metralla.
Pero no era que su voluntad contase para nada, se recordó. Aquella producción infernal le tenía preso y amarrado como un inquebrantable cable de acero, lo quisiera o no.
Desde ayer apenas podía moverse. Desde antes de ayer no salía del estudio. Desde el miércoles no abandonaba la casa ni hablaba con nadie, ni siquiera conectaba la radio o la televisión o el ordenador.
Y lo peor de todo, desde el lunes no conseguía dormir.
Se forzó a recordar cuándo empezó todo. Y de pronto le pareció imposible que hubiera sido hacía tan solo una semana.
El día que entró en el estudio con la intención de continuar el trabajo donde lo había dejado la tarde anterior... y se encontró con aquello.
Era lunes, algo más de mediodía.
La noche anterior se había acostado muy colocado, después de una orgía de bourbon y pastillas con el ligue de turno, escuchando música electrónica oscura, de última generación, para aturdir aún más una consciencia abotargada hacía tiempo.
Le había costado despertarse, pero un buen chute de café puro y dos cápsulas color amarillo pálido siempre obraban maravillas, y consiguió arrastrarse hasta el deber con casi el uso completo de sus facultades.
El estudio parecía un islote de calma y sombra en medio de la ajetreada existencia exterior. En el centro, recibiendo toda la luz de una ventana cenital, se encontraba el cuadro inacabado que había prometido entregar el sábado.
Sin necesidad de mirarlo se lo representó nítidamente en la cabeza.
Había pintado un hermoso y ñoño mar de postal, con románticos tonos lilas tiñendo de serenidad la franja donde debía reflejarse el sol, un astro benéfico y esplendoroso que figuraba en el cielo entre azul y lavanda, elegido para armonizar la composición.
Delante del mar había apenas esbozado la silueta virginal de dos niñas que jugaban en la arena, envueltas en blancas gasas de vestidos que sugerían otra época. Un poco Sorolla pero más blando, más estético si cabe. Era lo que vendía, al menos en su entorno.
Qué lejos quedaba su otro yo. Cuando era un pintor debutante que iniciaba vida laboral en una pequeña galería, donde le dieron la primera oportunidad.. Pequeña, sí, pero con mucho prestigio, remarcaba siempre la dueña a quien quería oírla.
Un pintor transgresor y arriesgado, cuya marca de fábrica eran las pinceladas largas y sueltas, los contrastes rotundos y los temas afilados, al borde de la realidad, rayando incluso en otros mundos. ¡Una joven promesa!, ¡una revolución cultural en marcha!
Una mierda, pensaba él después de tantos años de comerse los mocos.
Tenía un don, le habían dicho profesores y críticos. Pero vivía como un becario, se decía él.
Si el Arte le había hecho su hijo predilecto, ¿dónde estaba la recompensa?, ¿dónde las mieles del éxito? Se cansó de esperarlas.
Consiguió que le montaran una exposición en una galería grande, de público amplio y poco crítico. Decoradores y aficionados con pretensiones artísticas.
Arrasó.
Luego solo tuvo que continuar en la misma línea.
Dinero, mujeres, un ático precioso en el centro, un estudio de diseño. Coches caros, drogas caras, juego, putas, emociones nunca probadas...
Y cuadros cada vez más bellos y armoniosos. Nada demasiado comprometido, o demasiado estridente, ni siquiera demasiado llamativo. Obras que no llenaban el alma pero sí la cuenta corriente. La buena vida es cara, se decía con un guiño de autocomplacencia. Y seguía adelante.
Alejó de sí aquellos recuerdos ácidos. Se acercó al cuadro y contempló lo que había hecho el día anterior. Pero... pero no... ¿qué estaba pasando allí? Se había producido un error... una anomalía... Por un momento se preocupó seriamente.
En el cuadro había algo que él no recordaba haber pintado. Y nadie más tenía acceso a su estudio.
Sumergido en el mar en calma de su cuadro inacabado había una especie de borrón pardo, con sombras negras y grises que le daban volumen y la forma aproximada de una cabeza humana. Parecía tratar de emerger con esfuerzo, lentamente, desde las profundidades del fondo marino, para romper la superficie y salir a respirar.
No tenía rasgos definidos pero las sombras se las arreglaban de algún modo para sugerir una expresión de sufrimiento atroz, de desesperada agonía, como si aquel algo se estuviera ahogando y tratara de abrir desmesuradamente la boca para poder respirar.
Era aterrador ya el simple hecho de que estuviera ahí, en medio de su cuadro apacible, sin que él tuviera siquiera un fugaz recuerdo de haberlo hecho. Y era aterrador por sí mismo. La angustia devoradora que emanaba de la pintura se le clavó en el alma como un mástil de hierro candente perforando sin problemas el caparazón de su cuerpo; la coraza que le protegía del mundo exterior y también de las demandas del interno.
Estudió detenidamente los trazos. Aquello era bueno, sin duda. Era mejor que todo lo que había pintado hasta el momento. Indudablemente mejor que lo que había sido capaz de crear en la última década.
Aquellas pinceladas desgarradas e hirientes podían hablar. Podían zarandear la conciencia de cualquiera y herirle como un arma mortal.
De súbito, empezaron a temblarle las manos y un frenesí destructor se apoderó de él. La rabia le cegaba hasta hacerle casi escupir espuma por la boca.
Agarró un pincel grueso y el bote de blanco Gesso y se dispuso a condenar al olvido la monstruosa aparición.
Pero no fue capaz.
Cuando el pincel húmedo de pintura opaca y nívea se acercó al lienzo algo lo detuvo. Sintió que los miembros no le respondían, la mano se le quedó muerta en el aire y las piernas se le doblaron haciéndole caer, arrastrando al mismo tiempo, con estrépito, pinturas y tarros, botes, paletas... derribando incluso la pequeña mesa auxiliar que estaba al lado.
Se levantó como pudo en medio de la confusión y abandonó el estudio como si las almas de mil condenados le persiguieran para devorarlo.
Se preparó un trago y se lo tomó de golpe, para intentar tranquilizarse, y entonces fue cuando recordó el libro.
¿Cómo se llamaba la chica de anoche? ¿Mona, Nina...? Era una especie de diminutivo estúpido, de esos que se ponen las chicas que viven la noche. ¡Lily!, eso era. Bueno, la tal Lily le había contado, sin que el entendiera por qué creía que podía venir a cuento, que estaba leyendo un libro de miedo acojonante. Era uno antiguo, le dijo, El retrato de Dorian Gray. Se empeñó en contarle de qué iba y, enseguida, él recordó que también lo había leído, aunque hacía al menos mil años.
Iba de un hombre joven y guapo, retratado por un pintor que se admira de su belleza, que por no envejecer hace una especie de pacto para mantenerse siempre igual, y el que envejece y va estropeándose es el retrato, que sería como su alma. Luego, encima, se pone a hacer maldades y a meterse en vicios y su retrato se va convirtiendo en un monstruo irreconocible.
El libro era genial, en eso le daba la razón. Aunque anoche lo que menos le apetecía era ponerse a hablar de literatura. Pero ahora... el recuerdo de la conversación le golpeó como un mazazo. La asociación fue instantánea: la cara es el reflejo del alma, el retrato ha de mostrar el carácter... el borrón del cuadro ¿un alma atormentada?
Entonces soltó un largo suspiro de alivio. El recuerdo del tal libro le había sugestionado de tal modo que, drogado como estaba, había entrado en el estudio y había plasmado en el lienzo su propia interpretación de la obra de Wilde.
¿O no?
El segundo impacto llegó solo dos días después. Entró en el estudio con involuntaria aprensión, despacio y a tientas, como el que teme despertar a la fiera. Se acercó al lienzo y se quedó petrificado.
Era aún peor.
El rostro, pues a estas alturas no podía haber dudas de que lo era; que le contemplaba desde el cuadro había logrado de algún modo abrirse paso hasta la superficie, y el agua del mar circundante no velaba ya de ninguna forma aquella piel cenicienta y mortecina que definía con contornos nítidos a la criatura.
Era real. Fuera lo que fuera, aquel ente parecía capaz de materializarse delante de él en cualquier momento. Y no era un ser agradable, no. Aquella criatura de pesadilla tenía que surgir necesariamente de algún infierno olvidado donde los horrores cobran forma.
Quiso huir de esa silueta amenazadora. Quiso esconderse en cualquier parte donde esas cuencas vacías no pudieran seguir taladrándole. Pero estaba clavado en el sitio. No había huida posible.
No había forma de escapar de la mirada despiadada de la cosa.
Porque sabía que le miraba.
A él.
Buscando, hurgando en su cabeza, arañando sus tripas...
Una especie de opresiva parálisis se apoderó de él. La respiración se hizo angustiosa, como si el diafragma no lograra cumplir su cometido y los pulmones no fueran ya capaces de contraerse y expandirse...
Con un alarido salió del trance. Con tres zancadas desesperadas se puso fuera de su alcance. Abandonó la casa. Corrió por la calle como un loco, sin parar, hasta que se le gastaron las fuerzas y el resuello.
Ahora ya sabía que no era él quien había pintado nada de aquello.
Ya no podía dormir. Apenas podía comer. La noche del jueves se obligó a enfrentarse de nuevo con lo que fuera que le estaba atormentando. Se tomó un par de copas, para hacerle compañía al par de Tranxilium que iban por delante. Se llegó hasta la obra maldita y se obligó a mirar. Esta vez fue menos malo... al menos al principio.
El rostro de la cosa se parecía extrañamente al suyo. Apreció el hecho con envidiable templanza. Sí, tenía que reconocerlo, era él mismo. Un poco más sombrío y desdibujado, en graduaciones de blanco y negro; más siniestro y mucho más desgarrado y doliente... Aunque si se mirase a un espejo en aquel momento preciso, comprendió con un escalofrío de aprensión, seguro que el parecido sería notable. Bien, ¿y qué?, ¿qué quería aquella cosa de él?
Recordó a Dorian. El alma... ¿era su alma atormentada la que clamaba en ese grito desgarrador, tratando de zafarse de la prisión del lienzo y emerger...? Emerger adónde. Y sobre todo, ¿cómo? ¿Robándole la vida? ¿Era por eso por lo que las fuerzas le iban abandonando mientras aquel alma torturada se hacía más fuerte, más real?
La pintura era buena. Aquello era arte. Arte con mayúsculas. Eso que él había prostituido por dinero. ¿Por eso su alma se ahogaba?
Había recibido un don, ¿y qué había pagado por ello, qué había devuelto?
Y así habían pasado los días. Hasta el momento presente.
Agazapado en la oscuridad, se movió con sigilo y se arrastró hasta ponerse de pie ante el lienzo. Ya no quedaba nada del primer esbozo. Ni serenidad ni armonía. Ni lavandas estéticos ni astros benévolos derramando optimismo.
Había llegado la hora. Era tiempo de pagar.
Se encaró con su destino con toda la decisión que fue capaz de reunir. Era lo justo.
El rostro del cuadro se transformó ante sus ojos. Era como si una mano invisible, con calculadas pinceladas, le diera forma y vida.
La boca se le volvió abismo.
Y un grito como el de Munch surgió de aquella sima robándole al mismo tiempo su propio aliento.
Se asfixiaba.
Sentía la vida abandonándole, doloroso a doloroso latido, huyendo de sus venas, vaciando su pulso. Vida exhalada esta vez sin resistencia, restituyendo al alma lo que se había recibido de ella: Eternidad. Pura Eternidad.
Desangrándose en arte para vivir por siempre.
Me ha encantado. Un relato potente, que va creando más y más tensión. Me ha gustado mucho cómo discurre y cómo presentas la mutación del cuadro. Del título me había olvidado, pero no sé si no es demasiado revelador (en mi caso no lo ha sido, pero por despiste propio).
En cualquier caso, un placer leerte.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.