Son como hojas quebradizas. Rehuyen el tacto pero, al mismo tiempo, evitan la soledad arañando en los oídos con su lúgubre lamento. Son como el polvo de los huesos, que asfixia a los vivos y embellece a los muertos. Son como la sombra que se intuye cuando la vela tiembla al iluminar el libro.
—Sabe que he venido a matarle, ¿no es cierto?
—Sí, por supuesto —replicó el anciano sin levantar la mirada de su escritorio—. Como también sé que es usted un hombre educado. Me hará el favor de esperar un instante, ¿verdad? Ya casi he terminado.
El asesino se apoyó en el dintel de la puerta. Todavía no había empuñado siquiera el cuchillo con el que había pensado eliminar a su víctima. A todas luces, el trabajo no apremiaba. Paradójicamente, pensó, tampoco hubieran tenido que esperar mucho para que el viejo muriera de causas naturales.
—Es algo importante, supongo —dijo intentando romper el intenso silencio que había en la oscuridad de la trastienda.
Su voz sonó extraña, como anegada o perdida en el fondo de un estanque. El viejo, antes de contestarle, continuó escribiendo sobre el grueso volumen que reposaba frente a sus ojos, casi tocándolo con su nariz aguileña. La caligrafía era elegante. Los trazos se deslizaban sobre el basto papel amarillento como volutas de viento. Suavemente.
—Es difícil juzgarlo. —El viejo, como un mecanismo oxidado, se giró hasta encararse con el intruso. En su rostro apergaminado no se leía temor alguno. De hecho, hubiera sido difícil descifrar la expresión que anidaba bajo aquella piel ajada—. Existen muchos libros en el mundo y cada uno es distinto. Éste lo leerán pocas personas, pero creo que es importante que sea escrito… hasta el final.
El asesino sonrió divertido. A pesar del empeño del anciano, no tenía la impresión de que fuera uno de esos hombres que se vanaglorian de lo que hacen. Era curioso que, a pesar de ello, estuviera tan convencido de la importancia de su tarea. Era curioso que, a pesar de saberse muerto, siguiera consagrándose a ella.
—Es usted un apasionado de los libros —comentó condescendiente. Entonces fue el turno de sonreír para el viejo.
—Hay libros sobre los que merece la pena oír hablar. Una vez llegó a mi conocimiento la existencia de un volumen en el que una familia consignaba sus pecados. Al parecer, el último vástago de la estirpe le prendió fuego junto al caserón familiar. ¡Imagina tamaño sacrilegio! Es escalofriante cómo puede tornarse en cenizas un trabajo tan minucioso…
Una corriente de aire atravesó la trastienda como un aullido. El viejo retomó su sonrisa misteriosa y, lentamente, se volvió de nuevo hacia el libro en el que estaba trabajando. El leve arañazo de la pluma sobre sus páginas susurró de nuevo en la estancia. Presa de una extraña aprensión, el asesino miró a su alrededor.
—¿Y en qué trabaja usted con tanta devoción? —preguntó con voz trémula, sorprendiéndose a sí mismo.
Sus ojos vagaron por la trastienda mientras esperaba una respuesta. Erráticos, se pasearon por los anaqueles repletos de viejos volúmenes tapizados en cuero, por los nervios de los libros, por sus letras de oro apagado. Luego siguieron por los misteriosos frascos y las cajas mal cerradas que engullían papeles macilentos. Cada vez más confusos, buscaron los cajones y sus cerraduras de hierro negro, intentando escapar de los animales disecados y los botes de formol que escondían formas siniestras.
—Sí, supongo que nadie le ha dicho en qué trabajo. Es normal —repuso el anciano como si hablara consigo mismo.
El asesino le observó por un instante que pareció alargarse hasta el infinito, suspendido en el silencio. Luego, el anciano dejó la pluma en el tintero y se volvió de nuevo hacia él. De sus ojos emanaba un insondable cansancio.
—Hay poca luz. ¿Le importaría encender la vela? —musitó con voz cascada sin contestar, todavía, a la pregunta. Su mirada cubierta de polvo señaló imperceptiblemente la estantería en la que la encontraría—. Gracias —concluyó con una extraña autoridad.
Como perdido en una ensoñación, el intruso se acercó al mueble que le había indicado el viejo y alargó la mano para coger la vela. Sin embargo, antes de acabar el gesto, algo le detuvo: allí donde esperaba encontrar una palmatoria se topó con una mano descarnada. La cera roja había resbalado entre las falanges creando una escultura macabra.
Se volvió hacia el viejo, pero éste continuaba su tarea sin prestarle atención. Alargó entonces la mano, dispuesto a romper ese ensueño cada vez más pesado, y, nuevamente, algo le detuvo. Un enorme milpiés negro recorría la superficie amarillenta de los huesos de aquella mano cadavérica. Finalmente, encendió un fósforo y prendió el cabo sin más ceremonia. La luz espantó al inquietante insecto.
—Los muertos prestan extraños servicios, ¿no le parece?
El asesino se apoyó en el marco de la puerta sintiéndose extrañamente cansado. Tenía la impresión de que cada vez hacía más calor en aquella sala. Al mismo tiempo, la luz de la vela se le antojaba excesivamente viva, demasiado roja. Deseando terminar aquel trabajo de una vez por todas, extrajo el puñal de su funda. Sin contestar al anciano, se acercó hasta situarse justo a su espalda.
Frente a sus ojos apareció el manuscrito en el que trabajaba el viejo. Sus trazos eran como extraños arabescos, intrincados diseños que recorrían las páginas como una voraz hiedra. Tenían algo vivo, palpitante.
—Supongo que no podrá decirme quién le contrató para acabar conmigo —aventuró el anciano cuando ya se alzaba sobre su espalda el arma homicida—. ¿O tal vez no se acuerda?
El asesino se sintió sacudido por una desagradable sensación de déjà vu al escuchar aquello. Casi sin poder evitarlo, sus labios, repentinamente secos, desgranaron la respuesta.
—El Diablo —dijo como en un ensueño—. Fue el Diablo.
—Claro —confirmó el anciano antes de seguir escribiendo sobre el grueso volumen.
No prestó atención al temblor repentino que dominaba la mano armada que pendía sobre su cabeza. Tampoco al desfallecimiento que mostraba el intruso. Parecía interesarse únicamente por los caracteres que, como pequeñas víboras, iban llenando sin descanso aquellas páginas carcomidas. Sin embargo, sus palabras denotaron que era bien consciente de lo que ocurría a su alrededor aunque no le dedicase un solo vistazo.
—¿No querría sentarse un poco mientras espera? Le aseguro que ya me queda poco… —su rostro se distendió en una sonrisa cínica al escuchar el chirrido de las patas de una silla a sus espaldas. En un susurro maligno añadió-: Al menos eso fue lo que a mí me dijeron.
La oscuridad se hizo más intensa en la trastienda cuando se extinguió la vela en su lecho de huesos. Las telarañas parecieron crecer y la oscuridad de los rincones extendió sus tentáculos hasta el escritorio del viejo. Fue entonces, finalmente, cuando el constante arañar de la pluma se detuvo. Luego, el eco de la cubierta al cerrarse sobre las páginas anunció el trabajo terminado.
—Sin duda la revelación del siniestro contratante es uno de los momentos culminantes del libro. Sencillamente espeluznante. —Comentó el viejo con una extraña satisfacción, levantándose de la escribanía.
El cuerpo momificado que reposaba en una silla, a sus espaldas, no respondió. Desde sus ojos cubiertos de telarañas observó silencioso al anciano con un cierto aire de reproche. Apenas se reconocían ya los rasgos del asesino, pero el puñal que asomaba entre sus ropas convertidas en harapos delataba su identidad.
El anciano, con ojos brillantes, se detuvo a su lado, repentinamente serio. Entonces depositó el grueso volumen sobre aquel regazo polvoriento y se acercó al oído corrompido por el paso del tiempo.
—Me sostendrá el libro hasta que le encuentre un hueco en las estanterías, ¿verdad? —Susurró al cadáver—. Hay tal desorden en esta trastienda que resulta complicado archivar adecuadamente los volúmenes que se van terminando.
Sonriendo de nuevo, el viejo se fue alejando. Parecía dominado por un curioso buen humor que contrastaba con su aspecto sombrío. Entre dientes, como ausente, iba murmurando.
—Por suerte están los muertos para darnos servicio entre tanto sueño olvidado. ¿Quién podría encontrar nada, si no, en este desorden?
Estilo preciosista, elegante, sobrio y cuidado al detalle que desde luego le hace justicia a un texto del que se puede extraer una brillante metáfora del tiempo como asesino implacable.
Mi más sincera enhorabuena. Espero que tengas mucha suerte compañero
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