El último niño en el mundo sonrió, por primera vez en días. En sus manos un robot de plástico cubierto de ceniza agitaba los brazos y canturreaba en un idioma extraño. Los ojos del héroe de alguna serie de dibujos que no recordaba del todo parpadearon con una luz azul muy intensa, el derecho algo atenuado por la fina capa de sangre reseca que lo barnizaba.
Carlos accionó el interruptor de la espalda del robot y el silencio repentino le caló hasta los huesos. Sacó las pilas del juguete, las guardó en su mochila y arrojó el cacharro al montón de escombros donde reposaría durante el resto de la eternidad.
Una corriente de aire frío azotó su espalda y casi le hizo tropezar. Se frotó los brazos.
—Abrígate, niño, o te vas a resfriar. Y no hay nada más triste que un niño enfermo.
—Un niño muerto —repuso él mientras giraba la cabeza en busca del origen de aquella voz.
Tuvo que usar su mano a modo de visera, pero la encontró: la silueta de la anciana se recortaba en la puesta de sol, con el humo de su cigarrillo perenne ondeando sobre su cabeza. Estaba sentada en el tramo más alto de una escalera que ya no conducía a ningún sitio.
—¿Has visto el robot, abuela? —dijo Carlos. Caminó hacia ella con torpeza. Hubo crujidos de madera y cristal bajo las enormes suelas de sus botas—. Creo... creo que era de uno de los vecinos, del más pequeño, ese que estaba todo el día llorando. Sí, estoy casi seguro. Nunca lo soltaba. Seguro que estaba abrazado a él cuando acabó todo.
La abuela dio una calada profunda a su cigarrillo. El brillo anaranjado de su extremo compitió durante unos segundos con el sol moribundo. Carlos sorteó el cadáver derretido de una bicicleta de montaña y subió nueve escalones para sentarse junto a la anciana.
—He buscado sus zapatos, pero no los he encontrado —se lamentó el chico—. ¿Te acuerdas de él, abuela? ¿Recuerdas a aquel llorón?
—Recuerdo el mejor día de verano que ha existido jamás: nublado, ventoso...
El niño bajó la cabeza. Cogió uno de los muchos trozos de cemento que había desperdigados a su alrededor y lo hizo volar. Acertó a golpear algo metálico, a juzgar por el sonoro «cling» que oyó cuando la piedra desapareció de su vista. Buscaba un segundo proyectil cuando se percató de que su abuela lo miraba a los ojos. Eso era buena señal.
—¿Le has preguntado? —susurró la vieja. Su voz era grave y áspera.
—¿Qué? ¿A quién?
—Al llorón. ¿Le has preguntado dónde guarda sus zapatos?
—No. El niño no estaba. Aquí no hay nadie.
—Estás tú.
Carlos suspiró.
—Recuerdo el mejor día de verano que ha existido jamás —repitió la anciana—: nublado, ventoso, gris... Diferente, en definitiva. Todo el mundo se quejaba y maldecía, pero a mí siempre me ha atraído lo diferente, ya lo sabes.
»Acabábamos de llegar a la ciudad y yo aún no conocía a nadie, pero las patrañas ya brotaban a mi alrededor, alimentadas por bocas perversas y orejas morbosas. Entonces uno de los «valientes», como yo los llamaba, gritó mi nombre y se acercó. No era el hombre más guapo que he visto, pero desde luego sí el más decidido. No se anduvo con rodeos estúpidos; sin saludar ni presentarse, el muy idiota, me zampó un «¿Es verdad que hablas con los muertos?» y esperó muy serio mi respuesta.
La mujer sonrió, dio otra calada a su cigarro y exhaló el humo por la comisura izquierda de sus labios. Este ascendió con lentitud, trazando eses, inmune al viento reinante.
—Le dije lo que a todos —continuó—. Que una bruja agonizante me había cedido su poderosísimo ojo de cristal, y que con él podía ayudar a la gente a comunicarse con sus seres queridos del más allá. Abrí mucho los párpados y él se acercó para verlo. Entonces le di una bofetada con todas mis fuerzas. «¡Ya puedes contárselo a tus amigos!», le grité, y me fui, haciéndome la ofendida. —Soltó una carcajada—. Me arrepentí un poco, ¿sabes? Ese hombre olía muy bien. Pero más tarde... Ay, ya te he contado esta historia muchas veces, ¿verdad, niño?
—Nunca me la has contado entera —respondió Carlos—. ¿Era verdad, abuela? Lo de la bruja y el ojo de cristal.
—No. Aunque todos picaban, claro que sí. Porque mucho antes de que me llegasen las arrugas y las cataratas fui una jovencita con un ojo verde y otro azul. —Tocó sus párpados con suavidad—. Pero siempre es mejor que la gente crea que tu rareza es un don y no una monstruosidad heredada. La gente puede ser muy cruel.
El chico se encogió de hombros.
—Ya no hay gente.
—Estás tú.
Permanecieron varios segundos en silencio. El sol casi había desaparecido, la única luz provenía de su reflejo en las nubes más lejanas del horizonte.
—Más tarde volví a ver a aquel hombre —prosiguió ella—. Pensé que venía a disculparse... Nada más lejos de la realidad. Estaba enfadadísimo. Y no por la bofetada.
»Verás, niño, muchos de los «valientes», la gran mayoría, acudían a mí para hacer su pregunta. Aunque afirmasen no creer en estas cosas. Algo en su interior, algo más fuerte que la lógica y la razón les empujaba a buscar una respuesta. Tu abuelo, porque sabes que hablo de tu abuelo, ¿verdad? No hace falta que siga con los rodeos. —Dio una calada, esta vez corta—. Tu abuelo necesitaba desesperadamente su respuesta, y en ese segundo encuentro yo se la di sin esperar a que me la pidiera.
»El espíritu de una chica con medio rostro precioso y medio rostro aplastado y sangrante le había seguido esta vez. Su difunta novia, fallecida el año anterior en un accidente de tráfico. Él conducía.
»Se lo conté todo. Lo que veía y lo que escuchaba. Tu abuelo palidecía a cada palabra, porque aunque una parte del corazón de los «valientes» busque la respuesta, otra la teme. Él, a diferencia de la mayoría, la soportó.
»Podría haberme insultado, o haberme llamado «mentirosa». Solía pasar. Podría no haber vuelto nunca tras aquella bofetada, e incluso podría, qué se yo, haber pasado de largo cuando se cruzó conmigo esa mañana, y habría pasado el resto de su vida con la duda y la culpa carcomiéndole las entrañas. Los cobardes eligen esa tortura. Pero él de cobarde no tenía nada; tuvo el coraje suficiente para venir a preguntar. Y después, a pesar de que la respuesta que obtuvo no fue del todo la que ansiaba, tuvo el coraje de seguir adelante. De vivir. Mereció la pena, te lo aseguro. ¿Entiendes lo que quiero decir?
El niño asintió.
La anciana metió la mano en su abrigo y sacó un par de zapatos que colocó en las rodillas de Carlos. Comenzó a llover.
—Abrígate, niño, o te vas a resfriar. Y no hay nada más triste que un niño enfermo.
El niño desató los cordones de sus viejas botas con dedos ansiosos y las arrojó lo más lejos que pudo. Se colocó ambos zapatos. Eran de su talla. Se puso en pie, eufórico.
—Gracias, abuela.
La anciana tenía la mirada perdida. Las gotas de agua la atravesaban sin mojarla; su cigarrillo perenne se iluminaba de forma periódica en la negrura que ahora los rodeaba.
—Recuerdo el mejor día de verano que ha existido jamás; nublado, ventoso...
Carlos bajó los escalones. No se despidió, sabía que ya no serviría de nada. Quizás al día siguiente, o al otro, pudiera conversar de nuevo con ella. Tal y como esperaba, al llegar al suelo y mirar atrás la anciana había desaparecido.
Sacó las pilas nuevas de su mochila y se las colocó a su linterna. Se separó el flequillo que había empezado a pegársele en la frente y protegió el aparato con la manga de su abrigo. Caminó tras el halo de luz, esta vez sin tropiezos.
Relato admitido a concurso.