Era una noche de grillos y hasta la luna se ocultaba temerosa tras las nubes. Sobre uno de los túmulos del antiguo cementerio, Elisa y su hija Alviria aguardaban la llegada del joven Mirko y su tío. Aparecieron al filo de la medianoche. Portaban mochilas a la espalda e iluminaban con sus lámparas el sendero ascendente que discurría entre sepulcros. A Alviria se le dibujó una sonrisa en el rostro nada más verlos aparecer.
—El chico es agradable y ayuda a su tío con la tienda de antigüedades —murmuró la madre.
—No creo que sea el momento oportuno, mamá…
—Seguro que hasta has pensado en decírselo, ¿no es cierto?
—¡Mamá! —le recriminó entre dientes.
Mirko y el tío Ludwig alcanzaron finalmente el montículo en el que se encontraban Alviria y Elisa.
—Buenas noches, Alviria. Me alegro de verte de nuevo —dijo el chico con una sonrisa nerviosa—. También a usted, doña Elisa.
—¡Qué joven tan educado! —dijo la mujer guiñando un ojo a su hija.
—Sugeriría… un emplazamiento… más accesible… en otra… ocasión… —rebufaba el orondo tío Ludwig apoyado en una lápida mientras trataba de recuperar el aliento; a sus cincuenta y tantos años acusaba el esfuerzo del paseo nocturno.
Un repentino viento descorrió el oscuro velo nocturno y la luz de la Luna iluminó el camposanto revelando un sinfín de flores marchitas, estatuas desgastadas y mausoleos picudos. Mirko y su tío comenzaron entonces a descargar los pertrechos que portaban en las mochilas: un escudo redondo de metal, una pistola escupehumos de última generación, una ristra de ajos…
—Muchas de estas cosas no van a ayudarnos. Necesitamos armas —exclamó Elisa y acto seguido escogió un bastón con la empuñadura plateada que hacía juego con la cadenilla que portaba.
—¡Pardiez!, siento discrepar —respondió Ludwig mientras se echaba la ristra de ajos al cuello a modo de collar—. No hubiese traído todo lo que he traído de haber considerado innecesario traerlo. ¿No ha oído nunca eso de que la pluma es más poderosa que la espada?
Elisa puso los ojos en blanco ante las palabras del anticuario.
Entretanto la joven pareja se cedía el turno a la hora de elegir entre el conjunto de cachivaches del tío Ludwig.
—Después de ti, insisto —decía él.
—De ninguna manera. No me corresponde elegir en primer lugar —respondía ella.
Las campanas del pueblo anunciaron la medianoche y en ese instante los cuatro apuntaron la mirada hacia la descomunal fortaleza von Adakast. Ningún habitante del condado dirigía la mirada a aquel castillo sombrío sin que un escalofrío recorriera todo su cuerpo.
—De una cosa estoy seguro —dijo Mirko tragándose el miedo—. No será tarea fácil recuperar el libro.
Optaron por atravesar el cementerio. Llegaron al bosque y allí siguieron el sendero que llevaba hasta la espeluznante propiedad de la condesa Lila von Adakast. Mirko cargaba con una rodela metálica a la espalda y lideraba la marcha con las lámparas. Elisa, Alviria y Ludwig lo seguían portando respectivamente un bastón, un juego de ganzúas y una enorme ristra de ajos.
Alcanzaron el puente de piedra que sorteaba el foso del castillo y allí no pudieron creer lo que veían sus ojos: una multitud acudía en tropel a la fortaleza. Con la singularidad de que los que desfilaban ante ellos no eran personas al uso, sino espectros, cientos y cientos de espectros. El grupo contemplaba atónito la escena, a excepción del tío Ludwig al que no dejaban de temblarle las piernas.
—Podríamos entrar camuflándonos entre ellos —propuso Alviria.
—¿Y no sería de mala educación presentarse sin una invitación? —intervino el tío Ludwig—. Mejor lo dejamos para otro día.
Pero Mirko enseguida contestó:
—Ha convocado a estas almas desde el más allá con un fin malvado, no tengo la menor duda. Trataré de detenerla aunque tenga que ir solo.
—El muchacho también es valiente… —dijo Elisa a su hija guiñando un ojo.
—Ahora no, mamá… —susurró Alviria.
—¡Pardiez! No abandonaré a mi único sobrino —respondió el tío Ludwig.
Y en ese momento el anticuario se dio cuenta de que ningún miedo, por grande que fuera, iba a impedir que acompañase a Mirko hasta las mismísimas puertas del infierno.
—Un momento —dijo a continuación el tío—, ¿no es ese de allí Sigfrid? ¡Vaya que sí! Me hizo un encargo y el muy canalla se murió antes de pagármelo.
Los cuatro abandonaron el cobijo boscoso y se unieron a la procesión fantasmal. Mirko, Alviria y Elisa marchaban acompasados, en silencio, sin apartar la vista del camino. Ludwig, en cambio, discutía con el difunto Sigfrid sobre las pérdidas que le había ocasionado su encargo y posterior impago.
Paso a paso la turba condujo a los cuatro hasta las inmediaciones de la fortaleza. En los jardines aledaños, diversos sabuesos de mirada flamígera olfateaban el aire en busca de un rastro humano. Por suerte, fueron incapaces de detectar la presencia de los intrusos, quizás a causa del intenso tufo que desprendía la ristra de ajos del tío Ludwig.
Como fuere, el grupo culminó la infiltración y logró atravesar la puerta de entrada al castillo. El salón principal era majestuoso a la par que oscuro. Tenía preciosos cortinajes en tonos carmesí, ostentosos muebles de ébano… En el centro de la sala colgaba del techo una vieja y gigantesca lámpara de araña. Era literalmente una lámpara de araña y aunque su movimiento era lento, daba señales de estar muy viva. Con sus cuatro pares de ojos vigilaba a los congregados que llegaban desde todo el condado a aquella estancia iluminada por un millar de luciérnagas atrapadas en su tela.
—Por aquí, antes de que nos descubran —dijo Alviria empleando una ganzúa para abrir una puerta lateral que llevaba fuera del salón.
Los cuatro abandonaron el lugar sin ser vistos pues, a pesar de tener ocho ojos, la vista de la vieja centinela no era la misma de antaño y, al parecer, adquirir lentes arácnidas suponía un dineral que la condesa no había estado dispuesta a asumir.
Deambularon por un interminable pasillo en cuyas paredes colgaban los retratos de la dinastía von Adakast: Rot von Adakast, el más sangriento de todos ellos, del que se decía que devoraba chuletones cocinados vuelta y vuelta; Scharwz von Adakast, que por ironías de la vida murió calcinado en un incendio; o Braun von Adakast, que se vio obligado a hacer frente a las deudas dejadas por sus predecesores… Al final del pasillo contemplaron el último de los cuadros, el de la actual condesa: Lila von Adakast.
—Es ella, no hay duda —explicó Mirko—. Puede que lleguemos demasiado tarde y no podamos recuperar el libro y detenerla.
—¡Eso está por ver! —dijo Elisa agarrando con fuerza el bastón y agitándolo en el aire—. No será la primera von Adakast que pongo en su lugar.
Elisa y Alviria avanzaron hacia la siguiente sala, pero Ludwig detuvo a su sobrino un instante antes de continuar.
—Esa mujer tiene un temperamento extraño. ¿Cómo dices que la conociste?
—Cuando me percaté del robo del libro, seguí a Lila hasta el castillo, pero me dio con las puertas en las narices. A la vuelta, regresé por el sendero del cementerio para acortar y empezaron a salir todos esos espectros de sus tumbas. Hui de allí a toda prisa y terminé perdido en mitad del bosque. Pensé que iba a morirme de frío, o de miedo, pero entonces aparecieron Alviria y su madre. Les expliqué lo ocurrido y me ayudaron a llegar al pueblo.
—¿Y después? —preguntó el anticuario.
—Les dije que sospechaba que el tomo de la familia von Adakast había provocado la aparición de todos aquellos fantasmas y que me disponía a recuperarlo. Ellas se ofrecieron a ayudarme. Y esa es toda la historia.
El anticuario se encogió de hombros y a continuación siguieron los pasos de sus compañeras.
Alviria iba en cabeza y advertía al resto de las patrullas que rondaban por los pasillos. Mostraba una habilidad sorprendente para encontrar rincones en los que esconderse, puertas secretas y escaleras que subían y bajaban por todo el castillo. De esa manera, el grupo alcanzó la última planta sin ser visto.
—La habitación principal, el libro aguarda allí —dijo Alviria señalando una puerta doble que custodiaban dos armaduras de caballero.
—¡Qué mal! No podremos entrar sin una distracción —expuso Mirko.
Meditaron durante unos segundos y entonces Ludwig dijo:
—Ha llegado la hora.
Ante la atónita mirada de sus compañeros, el anticuario deshizo la ristra de ajos que cargaba y los tiró al suelo. Después, retrocedió un par de metros y llamó la atención de los guardas:
—¡Eh! ¡Cabezas huecas! No distinguiríais un guantelete de una greba.
Los caballeros fantasmales desenvainaron sus respectivas espadas y corrieron en dirección al anticuario que los esperaba con una sonrisa burlona. Estaban a punto de alcanzarlo cuando resbalaron con las cabezas de ajos diseminadas por el suelo. Las armaduras cayeron y se descoyuntaron provocando un gran estruendo: un casco salió disparado en una dirección, una codera por allí, un quijote por allá…
El hombre miró satisfecho a sus compañeros ante el resultado que había logrado su ardid, y con una reverencia teatral dijo:
—Os lo dije: la pluma es más poderosa que la espada.
—Y los ajos, al parecer, también —concedió Elisa.
Alviria se apresuró entonces a abrir la habitación. Ante ellos se alzaba un atril y sobre él descansaba el antiguo tomo, sus páginas estaban abiertas como las alas de una mariposa. Al acercarse descubrieron en ellas escrito un conjuro. Según la descripción, se trataba de un hechizo para traer al mundo de los vivos las almas de los difuntos y someter su voluntad.
El grimorio mágico había pasado de generación en generación en la familia von Adakast. Muchos años atrás, Braun von Adakast lo había vendido para liquidar parte de la deuda del castillo. Por azares del destino, había terminado en manos del anticuario Ludwig hasta que la última descendiente del linaje von Adakast decidió robarlo de su tienda.
Mirko recogió el libro y lo cerró. En la portada una «V» y una «A» se entrelazaban formando un rombo, el símbolo de la familia.
—No tan rápido —dijo una voz detrás de ellos—. Ese libro devolverá la gloria de mi familia. Además, los hechizos que contiene solo pueden realizarlos miembros del linaje von Adakast.
—Tú robaste el libro a mi tío, no tienes ningún derecho sobre él.
—¡Ja! Por supuesto que tengo derecho. Pronto mi ejército de fantasmas dominará la comarca y todo lo que hay en ella será mío —dijo desenvainando una espada afilada.
—¡Atrás! —dijo Elisa sosteniendo el bastón a modo de estoque ante Lila—. ¡Corred, ahora!
Mirko, el tío Ludwig y Alviria huyeron por una puerta secreta trasera. ¿Cómo lo hacía la muchacha para adivinar siempre dónde se ocultaban? Bajaron escaleras, cruzaron pasillos, evitaron guardias… Y finalmente llegaron al gran salón donde los espectros aguardaban órdenes de la hechicera que los había retornado a la vida.
—¡Intrusos! —gritaron al descubrir a Mirko con el libro entre las manos y acto seguido se abalanzaron sobre él.
Mirko entregó entonces el tomo a Alviria y le dijo:
—No dejes que caiga en malas manos. Los distraeremos para que puedas escapar.
Mirko y Ludwig se vieron enseguida rodeados de fantasmas. El escudo con el que se protegían él y su tío no les iba a servir de mucho. Estaban a punto de ser engullidos por la turba espectral cuando escucharon una dulce voz familiar que recitaba… ¿un poema?
De repente, la gran araña del salón empezó a agitarse. Todos los presentes miraron al techo donde el gigantesco arácnido había empezado a emitir un brillo intenso a intervalos regulares como el latir de un corazón: pum-pum, pum-pum, pum-pum.
La enorme bestia se descolgó provocando que los espectros gritasen horrorizados y corrieran en todas las direcciones posibles. Mirko y su tío Ludwig también gritaron abrazándose el uno al otro cuando la araña se plantó ante ellos.
—No os preocupéis, Bernadette es inofensiva —dijo Alviria acariciándola.
El anticuario se rascó la cabeza tratando de dar sentido a aquella situación tan extraña. Sin embargo, no había tiempo que perder, tenían que salir de allí y poner el libro a salvo. Siguiendo las instrucciones de Alviria, montaron sobre Bernadette que empezó a trepar por una de las paredes.
Al alcanzar al último piso, siete pares de ojos contemplaron la competición de esgrima que Lila y Elisa mantenían en el pasillo con estoque y bastón respectivamente. Ambas demostraban ser buenas espadachinas. Mientras reculaba, no obstante, Elisa resbaló con una de las cabezas de ajos que Ludwig había esparcido por el suelo. ¡Qué mala suerte!
—Prepárate para convertirte en uno más de mis fantasmas —dijo Lila von Adakast mientras apuntaba a su rival con la espada—. Ja, ja, ja —empezó a reír a carcajadas como una auténtica malvada de cuento.
—¡Pardiez! La pluma es más poderosa que la espada —clamó el anticuario.
En ese instante, Elisa agarró uno de los dientes de ajo y lo lanzó a la bocaza abierta de Lila. ¡Dentro!
Lila empezó a atragantarse con el ajo. Dejó caer la espada y se llevó ambas manos a la garganta.
—¡Vamos! —gritó Alviria.
Elisa corrió hasta la araña y saltó sobre ella. Entretanto el rostro de Lila se había puesto lila ya que seguía atragantada con el ajo y no podía respirar.
Los cuatro amigos y Bernadette alcanzaron la azotea de la fortaleza. Allí la araña tejió una escalera que aprovecharían para abandonar el lugar para siempre. Pero antes de hacerlo, Alviria abrió el libro y leyó unas palabras. Los espectros que corrían en círculos por los alrededores ascendieron hacia la noche estrellada convertidos en luz como si de un espectáculo de fuegos artificiales se tratase. Después de aquello, la muchacha devolvió el viejo tomo a Mirko y Ludwig, sus legítimos dueños.
Faltaba poco para el amanecer cuando los cuatro se preparaban para la despedida en el antiguo túmulo en el que se habían reunido horas antes. Elisa le había regalado al tío Ludwig el colgante de plata que portaba como símbolo de agradecimiento por haberle enseñado que en ocasiones la pluma puede ser más poderosa que la espada. El anticuario observaba con detenimiento aquel símbolo en forma de rombo que le resultaba tan familiar…
Entretanto, los jóvenes disfrutaban de un momento de intimidad.
—Gracias por todo. No lo habría conseguido sin vuestra ayuda —dijo Mirko.
Alviria se acercó a él y lo besó en la mejilla. El muchacho se llevó la mano al moflete arrebolado.
—Somos nosotras las que debemos estar agradecidas. Cuando nos volvamos a ver, te explicaré algo que deberías conocer…
Poco después, el anticuario y su sobrino iniciaban el regreso al pueblo tras aquella noche inolvidable por diversos motivos. Madre e hija los acompañaban con la mirada desde la altura del túmulo.
—¿Y bien?
—No se lo he dicho aún, mamá…
—Pero es un chico listo, así que alguna idea debe de tener ya —dijo guiñando un ojo.
Madre e hija se dirigieron a una cripta cercana y traspasaron el umbral siendo engullidas por la oscuridad interior. Poco después, despuntaban los primeros rayos de luz del nuevo día sobre el camposanto.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.