El clítoris palpitó enrojecido en una contracción que detuvo la rotación de la Tierra durante una milésima de segundo. Allí, en el pañol de la jarcia, empapada en un sudor aceitoso que le daba fulgor a su piel de ébano, apretó esfínteres y rebañó a su amante de los pies a la cabeza en un chorro a tres tiempos con aroma de bacalao. Un alarido extasiado le rasgó la garganta, más fuerte que los chirridos del tonel donde apoyaba las lumbares, lo suficiente para atravesar la madera del casco y silenciar la rabia del ciclón que zarandeaba la goleta.
La tripulación de la Uña Pintada, cuarenta hombres hacinados en ciento veinte pies de eslora, tenía prohibido envidiar la estridencia de aquel placer. No era para menos. A su amante, el capitán Doe, le perseguía la fama por las latitudes desde que el azar biológico le había concebido en algún puerto sin bandera. Atesoraba tantos detalles exóticos como para afirmar que no tenía una madre, sino cuarenta, que no tenía un padre, sino cuatrocientos. Imposible explicar de otra forma el verde de su ojo derecho y el ocre del izquierdo, el rojizo ensortijado de su cabello, la bemba de un carmesí hipnótico, el bronceado perfecto adornado con cicatrices y la empuñadura desproporcionada que le colgaba entre los muslos.
—Una vez le tiraron un cañonazo y la paró de pecho —afirmó un gaviero en la cocina con su ración de grog volando en las escoradas.
Nadie conocía la edad del capitán, ni siquiera él mismo, pero todos le suponían una madurez de dudosa correspondencia con su lozana juventud. De algún modo, los años y los rumores le embutieron un sinfín de hazañas en el cuerpo. Hundió naves de todos los reinos y de todas las repúblicas, desbalijó bodegas, degolló casacas sin discriminar colores y asaltó fortalezas inexpugnables.
—Uma vez afundou uma fragata montando um tubarão —agregó el carpintero antes de colocar una mosca muerta en su boca desdentada.
Decir que Doe comenzó de niño a saborear la alegría del contrabando junto a Hezekiah Frith, y que creció robando, mintiendo y embreando las rebabas de los listones hasta que cayó en los grilletes de los portugueses a pocas millas de las Azores, es algo que ya se sabe. Decir que se escapó al embaucarles con la promesa de un tesoro escondido en las entrañas podridas de un buque encallado en los arrecifes de la Concha de la Lora, es algo que también se sabe. Ahora bien, decir que dio la vuelta al mundo cien veces, que naufragó diez y que fornicó con todas las putas del mundo, ya es algo que no se sabe tanto. Hay quien sostiene que fueron más vueltas y menos naufragios.
Sin embargo, a Lope, el más apestado de los grumetes, poco le importaba la convicción acrítica del resto. Subió a cubierta para volver a sopesar la intensidad de la borrasca. A menudo, el clima daba treguas, si así puede considerarse a un chaparrón transformado en llovizna, a un ventarrón transformado en brisa. Ni lo uno ni lo otro, la Uña Pintada se bamboleaba entre agujas de agua que caían de un cielo marrón, mientras el timonel persistía aferrado a las cabillas empapado y con una palidez tísica que derogaba de su apariencia cualquier vestigio de humanidad.
Una vez más, el gemido femenino se abrió paso desde las tripas de la goleta. Lope trató de ignorar las chispas que brotaban en su pecho, al roce del corazón con las costillas, y divagó la vista por los cabos adujados. Dejó que la gelidez le abrazara y fingió para sí la calma de los sordos. Le duró unos pocos segundos; otro grito carrasposo, de factura alcohólica y tabaquera, entró a sus oídos por la amura de babor. Varios pasos acelerados derraparon a pocos centímetros de la borda. Murmullos y un gran esfuerzo por descifrar la posición exacta, hasta que al rato apareció el capitán Doe sobre la toldilla, catalejo en mano, con el cabello flameando en una antorcha de carne maciza y desnuda por encima de unas botas altas de cuero.
—¡Zafarrancho de rescate! —ordenó.
El contramaestre no acababa de repetir la frase cuando un puñado de marineros emergió a cubierta. Halaron brazas y giraron vergas con el brío extra que provoca el sobrepeso de un aparejo pasado por agua. Timón a barlovento para quedar al pairo y través de babor encarado a los chillidos de angustia que la mar aproximaba.
Lope bajó al sollado a cumplir con su única responsabilidad durante las maniobras de rescate. Desplegó el último coy arrinconado, lo escurrió y sacudió. Ajustó extremos sobre puntales y lo tensó a la altura usual para un náufrago del que aún no se conocía estatura. Tan rápido ejecutó la tarea, que le sobró tiempo para barrer y detenerse en el montículo de polvo mezclado con moscas muertas al borde de la pala. Hincó las rodillas frente a ese diminuto cementerio con la mandíbula exaltada y el estómago crujiendo al vacío. Observó detalles; las pelusas amañadas en volturas, la exudación de un monte poroso plantado de alas transparentes y patas, la postura fetal de los insectos como perlas negras de un pastel descompuesto. Lope estiró la mano y alcanzó un cadáver con la uña larga de su índice. Lo giró para recostarlo sobre la cara cóncava y lo elevó hacia su lengua. A medio camino, una fragancia de bacalao acarició sus fosas nasales.
—No solo la muerte alimenta la vida.
El pulso de Lope aceleró, podría reconocer aquella voz aún con los tímpanos escocidos. La mujer avanzó desnuda, embadurnada con el brillo de una noche estrellada, y con la cintura tiritando en el balanceo de unas caderas turgentes. Al grumete le desbordó la sorpresa más que el deseo. Tardó una exhalación en verse a sí mismo a merced de aquella fuerza imponente a la que no sabía regalar siquiera una mueca de gratitud. Nada le dotaría mayor dignidad a su insulsa escualidez, ni su cloaca bucal abierta en una sonrisa gobernada por la caries y la piorrea, ni el artificio de su pecho mal inflado en un suspiro, ni la pantomima de su barbilla alzada para engalanar un rostro carcomido por verrugas y huellas de varicela.
La mujer le tomó por el índice y le arrebató el cadáver de la uña con el grosor de sus labios. Saliva en el dedo, perfume de un abismo inexplorado. Acto seguido, le devolvió la mosca con un beso. Un calor espantaba la humedad y las goteras cuando el náufrago, abrigado con cuatro capas de lana, entró escoltado por varios marineros. Lope suspendía su cara oblicua sobre el aire, solitario, en una posición de la que cualquier mortal se avergonzaría de ser descubierto. Abrió los ojos y la buscó sin éxito, petrificado junto a la pala y la escoba.
—Pepe, encantado. —Echó un vistazo fugaz con los mofletes encogidos hasta que le pudo la sinceridad—: Hubiera preferido morir ahogado antes que dormir en este nido de inmundicia.
Sin embargo, Pepe durmió, incluso cuando no correspondía. Ante la ausencia del capitán, entretenido con deportes de contacto, la disciplina se volvía más laxa. A pesar del hambre, el delicado flujo de grog aseguraba la observancia de las tareas más básicas. Por lo menos, los gemidos que escapaban de un pañol o de otro proveían de una temperatura agradable al interior de la goleta. La falta de estos, cuando el capitán se dejaba ver, incitaban el regreso de un frío pegajoso que, por fortuna, no solía abarcar las horas de sueño.
Lope pasaba las noches como si estuviese junto a una estufa. El fiero mecer en las mareas bravas le habrían hecho dormir igual que a un bebé, si no fuese por aquellos gritos de placer. Algunos contaban con tapones de corcho, otros sabían a la perfección cómo abstraerse al somnífero crepitar de las cuadernas. A Pepe, por el contrario, ningún ruido le quitaba el sueño, si bien una vuelta se despertó de golpe en mitad de la noche, no por lo que entraba por sus orejas, sino por lo que entraba por su nariz. Un tufo a bacalao lo sacó del coy a tirón de arcadas. En plena huida, se topó con Lope besando la nada en la misma postura con la que ya le había visto hacer el ridículo.
Pepe prefería afirmar en lugar de preguntar. No por arrogancia. A diferencia de los demás, tenía la terrible costumbre de hilvanar razonamientos. En ejercicio de su mala manía, concluyó que una plaga de estulticia debía de estar asolando la embarcación. Más allá de las tentativas onanistas de Lope, la tripulación mostraba síntomas de padecerla. Entre tropezones y enredos, instrucciones mal tomadas por errores conceptuales, gazas chapuceras que un manco degollado podría superar y la incapacidad para escapar de las cascadas torrenciales que rompían sobre ellos.
Albergando estos saberes, y celoso incluso para exhibirlos, nadie llegó a explicarle que navegaban las tormentas en misión de rescate, que ni llevaban ya la cuenta de los meses deambulando por los mares sin tocar tierra y que ninguno jamás había zarpado a bordo de la Uña Pintada, pues a todos los trajeron las aguas turbulentas, todos eran náufragos asimilados por compasión del destino. El primero, el mismísimo capitán.
Lope se daba el lujo de hibernar al estilo Pepe para hacer borrón y cuenta nueva de la frustración que le fermentaba en las gónadas. En esas andaba cuando un rayo de sol le dio casi horizontal por una de las troneras mal selladas. Despabilado por la emoción, salió disparado hacia cubierta.
Obvió a los torpes que ascendían por la flechadura, a los que cazaban las escotas e izaban juanetes y tendían el foque. Ignoró a los que largaban la cangreja y encapillaban penoles bajo la voz del capitán, cuyas órdenes hacían carambola en los eslabones de la cadena de mando. Diecisiete nudos con todo el trapo y viento por aleta de babor. Caminó en dirección a proa con la reverencia de quien estima la luz de un bello día. Le llevó varios minutos apreciar el paisaje. La celajería iridiscente aplastaba un horizonte tapizado de masas continentales. Miró alegre, colmado por la gracia de un abrazo que se alargaba por las dos costas del estrecho de Bab al-Mandab, mientras se dejaba peinar por la sal y la libertad. La calma se le fue de repente por culpa de un sonido que tremoló a su lado con una gravedad desafinada y espasmódica de trompeta descompuesta.
—Sí… —dijo el capitán haciendo equilibrio a su lado para embocarle a la única letrina de la embarcación—. Sí, sí… El Mar Rojo, la vagina de la madre tierra. Casi siempre menstruando la muy zorra.
Lope le miró con una sumisión impostada, sin caer a la cuenta del gesto absurdo donde trababa media cara y que bien valía para expresar la más completa ignorancia o la más completa erudición.
—¿Qué? ¿Nunca habéis visto un planisferio? —preguntó el capitán tras un esfuerzo sobrehumano que le dejó los ojos en blanco—. ¡Es un coño bien grande!
El suceso pasó desapercibido para Pepe y el contramaestre no dudó en despertarle a trompadas, tampoco dudó en mandarlo a la cofa. Pepe marchó dócil, pero la responsabilidad de sus verdades le dieron valor para desviar hacia el castillo de proa. No vio mejor jugada para zafar del trabajo que compartir sus conclusiones con el capitán.
—Sabed, mi señor, que este barco es un nido de imbéciles. Empezando por este —señaló al grumete—, que se piensa que tiene una novia imaginaria.
Prosiguió exponiendo las causas del mal con una argumentación académica que relacionaba el olor a pescado con las alucinaciones auditivas provocadas por las fuertes rachas que pasaban por los imbornales. El capitán ordenó que le ataran al bauprés a modo de mascarón. También el chismerío estaba prohibido, aunque tremendo castigo hubiese sido motivado en realidad por la indiscreción de sugerir un buen par de cuernos en público.
De todas formas, se abstuvo de arrancar la cabeza del grumete. Su negra era muy suya y solo suya, la idea de verla disfrutar con un adefesio de pura cepa le volvió a colocar de puntillas en la letrina, el tiempo necesario para pensar en cómo deshacerse de un posible competidor. Hizo un gesto al contramaestre.
—A ese —señaló al grumete, que de espalda sostenía un cabo a la vera del trinquete— me lo mandáis derechito a limpiar la sentina a primera hora y me lo dejáis bien encerradito hasta nuevo aviso.
La orden se llevó a cabo en tiempo y forma, al menguante de una noche adornada con los berridos femeninos de costumbre. Lope descendió armado con un candil. Desplazó su ansiedad por las escaleras que le condujeron a la obra viva, a la trampilla junto a la base del palo mayor. Podría ser que su apertura le tumbara de bruces por los malos aires estancados. La bomba de achique fallaba desde no se sabía cuándo, y era de esperar un estado lamentable de ese agujero cargado con lastre de rocas y arena apelotonado en derredor a un claro donde a duras penas cabían cuatro personas de pie. Nada impidió que bajara. Escudriñó el vacío claustrofóbico y extrañó a la mujer que gozaba a lo lejos, alumbrado por el candil y ensombrecido por la esperanza, escéptico ante una soledad tan empírica. Sin verlo venir, la trampilla se cerró abrupta con un rechinar de cadenas amortiguado por la tabla.
Y entonces bacalao. Apareció apenas levitando sobre una alfombra de moscas tiesas, envuelta en el vapor de su propia traspiración, con los pezones hinchados y las estrías de las nalgas aceitadas, con sus rastas por velo pellizcándole las vértebras. Lope ni se molestó en comprender la lógica absurda de su omnipresencia, podía verla allí mismo y oírla deleitarse en el camarote del capitán. Cayó de rodillas, abatido por el temblor de sus piernas, y la observó tanto que le ardieron las pupilas. Sacerdotisa de felicidades ignotas, señora de las euforias, emperatriz de los más bajos instintos. Todavía más le dolió admitir sus pasiones sujetas a la carne etérea que estiraba la lengua y le ungía la frente. Cruzaron miradas; ella, amapola inalcanzable de valles oceánicos a medio palmo de distancia; él, enclenque desgarbado en la dulce espera de un milagro.
Y entonces sucedió. Ambas bocas encajaron; ni la mejor de las mieles. Ríos de babas desbordaron sus cauces y jadeos huracanados les templaron la piel. Sometido y resignado al caos de los cuerpos, la memoria se abrió paso. Recordó su voz embriagadora de mil acentos, las únicas palabras con las que ella eligió presentarse la primera vez. Aquella afirmación reverberó en su cabeza, al punto de considerar oportuno saciar también el apetito de la duda.
—¿Por qué no solo la muerte alimenta la vida?
La mujer se tomó su tiempo. Prefirió antes agarrarlo por el mango rígido que le escapaba de la órbita de las ingles. Prefirió antes ceñirlo en el horno de su vulva. Prefirió antes amasarlo con la danza suave de su pelvis.
—Porque también la vida alimenta a la muerte.
Y entonces lo envainó de lleno. Una respuesta tan idealista no podría sabotear la pragmática del deseo. El ritmo aceleró el repiqueteo de los senos, campanadas de un templo submarino anunciando el fin del mundo. Las aguas turbias de la sentina comenzaron a hervir. Cada pelo se calcinó, en cada poro se deflagró la sangre de los vasos sanguíneos. Embrutecidos frente con frente, entre feroces embestidas, se amarraron en abrazos nerviosos con los dedos anclados al esqueleto, respirando el uno del otro, mordiéndose como animales en un trance rabioso de amantes de cotolengo. Un amanecer crematorio parió mástiles de humo y al poco diluvió el alquitrán derretido de las junturas. Los maderos crujieron chamuscados entre carcajadas de mujer. Hilos de vísceras se tensaban y destensaban en la frenética fricción del coito, y aún podía reír en la agonía del éxtasis, mientras el alboroto de los tripulantes llenaba la goleta de pasos huecos.
El capitán no dio crédito. Pepe rezó lo que pudo colgado del bauprés. Cedieron vagras y baos, se abrieron boquetes en el forro que regaron de oxígeno los pétalos de una hoguera inextinguible. La base del mayor acabó por astillarse y del resto se encargó el viento fresco del alba. Reventaron los obenques y saltaron las drizas; el palo cayó como un hacha encima del combés. La goleta cabeceó con la violencia de mil toros cuando la llamarada alzó sus dedos al cielo atravesando el buraco que dejaba al descubierto la sobrequilla. No tuvo más que hundirse.
Muchos se vieron tentados a lanzarse al mar, y lo habrían hecho si los modestos haces que regalaba el horizonte no hubiesen revelado la rojez enfermiza de las aguas. El capitán se llenó de coraje para inaugurar el salto por la borda. Los indecisos, en cambio, se dejaron arriar por la providencia para saber que el infierno no estaba hecho de azufre ni de témpanos de hielo con traidores guardados. Bajo la superficie del Mar Rojo, el órgano inconmensurable de una bestia insatisfecha.
Fusionados en una pasta bermellón, Lope ya no supo diferenciar cuáles pensamientos eran los suyos. En su feliz tormento, vio sobrevivir a Doe durante el naufragio de un negrero en una tempestad, y a la Uña Pintada con su patrona al rescate. Vio las artes de la mujer para engatusarlo, para salvar las vidas de los bellacos que más tarde entregaría en holocausto a la madre tierra, que solo sabe comer por donde pare y lo mismo le da si la carne está cruda o chamuscada. Vio a la mujer alimentándola con soldados egipcios de Ramsés II, vio huesos disueltos, lubricidad y digestión. Vio a su difunta predilecta rascar las olas.
Una esfera deforme de luz resistió el peso de las aguas, paró en el lecho que se fundió al tacto y perforó placas tectónicas en un viaje sin retorno para fecundar el centro de la Tierra. Lope aún vivió para ver en todos los fuegos el fuego.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.