LA JUSTICIA DEL ODIO.
No es una historia más de aparecidos, ésto me lo contó la muerte la noche del 1° de noviembre que fui al viejo cementerio a encender una vela por los difuntos. Sentada estaba a la orilla de una olvidada tumba, me dijo: amigo poeta, conozco tu pluma, demando que escribas esta historia, es una de las tantas que he tenido que apadrinar; me apuntó con su escuálido dedo índice, sonrió con la sorna que le encanta y apoyada en su guadaña, empezó su relato: La gran hacienda “La bonita” del viejo Pedro Ríos estaba a la orilla de la hermosa montaña que tutelaba su vasta extensión de potreros con ganado, con riachuelos que bajaban desde la sierra y con verdes cafetales en flor que eran el orgullo de la región andina.
Pedro, hombre de gran faena que a sus 70 años le entregó su corazón a Isabel López, joven que tenía el aroma del azahar, el clavel en los labios, la belleza del girasol, la dulzura del alba y la pasión del amor en su cuerpo. La conoció una tarde en tiempo de cosecha en la botica del pueblo donde trabajaba; el viejo le ofreció su corazón entre cantos de montaña al amparo de su hacienda, y así, al tiempo del verano siguiente la desposó en la iglesia del pueblo.
Isabel juró que lo quería, lo envolvió en la magia de su alcoba y Pedro saboreó la libido dormida de sus pretéritos años. Lo vi cantar, sonreír, amar al crepúsculo y soñar en el ocaso, le hablaba al viento montañés y a su ganado le recitaba sonetos aprendidos en la escuela de sus años mozos. El viejo estaba enamorado.
Tobías Rivera, hombre del pueblo con 25 abriles en su espalda, era jugador de dados al recio sabor del aguardiente, apostador en palenques, bohemio empedernido de guitarra y cantor de amores falsos en todos los balcones. Era novio y amante de Isabel desde que ella apuntó sus 15 primaveras de mujer bonita. Los amantes seguían sus desvelos de amor en la casa vieja no muy lejos de la casona y que estaba medio oculta y rodeada de palmas de cera que oteaban el horizonte.
Cada vez que Pedro montaba su yegua alazana y galopaba al pueblo a la feria ganadera de cada domingo, Isabel y Tobías hacían un solo cuerpo. Vivían su amor desde distintos extremos del tiempo y del destino, una pasión tan fuerte, de esas pasiones voluptuosas que al primer error se convierten en tragedia. Allí los vi, la casa vieja del palmar abrazó sus amores jóvenes al arrullo de la paloma torcaz, fiel celestina desde su nido.
Tú florecerás como las flores abren sus pétalos recién mojados por la lluvia de abril – decía Tobías Rivera al oído de Isabel – y ella entregaba su alma como se ofrece el amanecer a la caricia del sol. El solaz de esos amores clandestinos era el rezo de las palmeras que escondían la casa vieja convertida en edén.
Pedro, por comentario de Hortensia –cocinera de la hacienda – se enteró de las salidas furtivas de la patrona, y así, simuló una vaqueada de varios días, alistó su bagaje, aperó la yegua, besó a su hermosa dama y enrumbó al norte por la huella veredal. Se ocultó esa noche al margen del camino, machete en mano dispuesto a matar al desventurado que le robaba el corazón.
Era esa noche de luna en menguante y de luciérnagas perdidas, noche de grillos tenores en ópera olvidada, de búhos de aquelarre y se oían lejanos ladridos de perros vagabundos; Tobías Rivera, al filo de las 12, montado en su caballo rucio, tomó la senda que del pueblo lleva a la hacienda “La bonita”, para embelesar de pasión a su ardiente patrona; llevaba medio trecho andado, cuando se encontró con cuatro personas que cargaban un ataúd y otras atrás con velas encendidas: ¿Quién es el muerto? – preguntó a los dolientes – es Tobías Rivera que lo acaban de matar, siguió el cortejo hacia el pueblo y Tobías quedó asustado por la respuesta que le dieron las ánimas solas; apretó espuelas al ijar del rucio hacia la hacienda; más adelante volvió a encontrar la misteriosa procesión del muerto que llevaban cuatro peones y otros con velas encendidas cantaban rezos lerdos: ¿Quién es el difunto? – preguntó Rivera a los cargadores – es Tobías Rivera que lo mataron a machetazos; así mismo volteó grupa a su caballo y a galope tendido volvió para el pueblo llevando sin saber la desgracia al anca de su montura.
En la cantina “El sabor” que a esa hora estaba abierta, se apuró un aguardiente doble y parado en la puerta vio llegar al viejo Pedro Ríos con el machete en la mano pintado de sangre y sin haberlo visto pasó de largo hacia la plaza gritando: Maté a Tobías Rivera el “mozo” de mi mujer y que el diablo lo reciba en el infierno; así lo vi llegar hasta la plaza del pueblo y el isócono de sus pasos arrastrando el machete hicieron eco con el dulce placer de la venganza..
Ahora después de tantos años, Tobías Rivera sigue cabalgando hasta la casa vieja del palmar sin saber que el infortunio aprendió a rezar entre los muros de la casucha en ruinas, y se escucha de los amantes la risa alcahueta de sus amores clandestinos, o el dolor de dos lágrimas que asoman al camino huyendo de la justicia del odio.
Ahora poeta, escriba que Tobías Rivera estará por mucho tiempo vivo sin estarlo y que la desdicha de la hacienda “La bonita” se acompaña con mi sonora carcajada que lleva el viento de la montaña acompañando el delirio de los amantes en la vieja casa abandonada y rodeada de esbeltas palmas de cera.
¿Isabel? - pregunté a la dama vestida de negro – tiene 100 años, vive vestida de luto en la casona de la hacienda llamando en las noches al fantasma de su amante que nunca llegó a la cita de amor; ¿y que fue de Pedro Ríos? – Pregunté de nuevo a la muerte – de Pedro Ríos… Estoy sentada sobre su tumba y aún lo oigo gritar desde el averno: Maté a Tobías Rivera…
Salí del cementerio oyendo el ulular del búho y ya en la puerta oí que la muerte me gritaba: Bardo, cada minuto del reloj hiere, la última hora mata… No lo olvides.
Gladius.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.