El grito de la hormiga
El campesino torturado caminaba por el sendero. Lo hacía despacio, con precaución, temeroso de no ser capaz de volver a ponerse en pie si tropezaba y caía. Apenas lograba arrastrar la pierna derecha. La rodilla estaba rígida, la pantorrilla se apreciaba torcida bajo el pantalón. No se había atrevido a levantar la pernera, pero el color y la hinchazón del pie no prometían nada bueno. Ya poco importaba, en cualquier caso. Una hora más, por favor, tan sólo una hora, le pedía a los dioses. Habían ignorado todas las súplicas anteriores, pero quizá con esta, más modesta, por fin se mostrarían generosos.
Faltaba poco para el amanecer. En el campamento enemigo no tardarían en descubrir su ausencia. El hombre confiaba en que los soldados no fuesen capaces de seguir su rastro, o quizás ni siquiera se molestasen en salir a buscarlo; sabían que no podría llegar muy lejos en su estado.
Pero no necesito ir lejos, pensaba él.
El camino era empinado y tortuoso. Aún estaba oscuro. Tenía los ojos tan hinchados que apenas podía abrirlos, pero eso no le impedía orientarse. Había recorrido la sierra, y aquel brazo montañoso en particular, miles de veces.
Aquellos monstruos lo habían roto, por fuera y por dentro, le habían arrebatado muchas cosas, pero aún conservaba su memoria. Lo recordaba todo. Y a todos. A su mente acudió, una vez más, la imagen del rostro de su madre iluminado por las antorchas. El resplandor anaranjado en la piel, los ojos brillantes. El orgullo en la voz de la mujer mientras esta narraba las leyendas de su pueblo. Allí, en ese mismo sendero, el campesino había aprendido la historia de N’Gar-Ezzim, la gran montaña. La historia de la cueva sagrada.
Cada vez le costaba más respirar. Temblaba. Apretó los puños.
Está justo ahí, a unos pasos. Solo un poco más.
No era fácil encontrar la entrada a la caverna, oculta entre árboles y maleza. Tras superar la barrera de vegetación era necesario sortear una hilera de estalactitas y estalagmitas que, contempladas de cerca, revelaban tratarse en realidad de columnas talladas por manos expertas mucho tiempo atrás. El campesino acarició aquellos relieves desgastados.
Nunca dudó de las historias de su madre, por mucho que sus vecinos las despreciasen. Para él nunca fueron «cuentos». Ese pueblecito de agricultores era el vestigio de una nación que en otra época fue grande y poderosa; aquellas tierras habían sido el escenario de batallas colosales, de luchas entre dioses, de héroes y villanos extraordinarios y muy reales; esos signos esculpidos en la piedra eran runas mágicas. Magia, sí, magia que habría sido capaz de defenderlos frente a la invasión enemiga, pero por desgracia su pueblo había renegado de su herencia y lo pagó caro.
Ahora, al menos, que sirva para vengarnos.
Se irguió todo lo que le permitió su maltrecha columna e intentó aparentar más determinación de la que en realidad poseía. Los espíritus de sus antepasados lo observaban. Entró.
No era, ni mucho menos, la única cueva sagrada de la región, pero sí la única que aún conservaba su poder. Según le había explicado su madre, el paso del tiempo o, con más frecuencia, la acción irresponsable de buscatesoros y expoliadores había destruido o inutilizado al resto. También existían cavernas corrientes que fueron decoradas con relieves y esculturas en tiempos más próximos, pero eran simples imitaciones. N’Gar-Ezzim era auténtica y permanecía intacta.
En el interior la negrura era absoluta. Olía a humedad, a moho. El hombre caminó con los brazos extendidos frente a él. El suelo era irregular, con multitud de charcos. Podía oír el silbido del viento a su espalda, el chapoteo de sus pies y el eco de sus jadeos. Tardó más de lo esperado en toparse con el muro y, cuando lo hizo, apoyó su peso en él por completo, agachó la cabeza y lloró.
— N’Gar-Ezzim sólo entiende un lenguaje secreto. Un lenguaje complicado y casi, casi olvidado. Yo te lo enseñaré —había dicho su madre, solemne, treinta años atrás. Luego colocó sus manos sobre los hombros del niño y, con gesto preocupado, añadió—: lo haré porque es un tesoro que merece ser preservado, porque algún día tú deberás transmitirlo a tus propios hijos. Pero, antes de nada, te explicaré por qué nunca has de utilizarlo.
Pero ya no tengo hijos, Madre. Los soldados los han matado, pensó él.
Sacó del cinto un pequeño guijarro afilado. Cortó las palmas de sus manos. Sintió la calidez recorrer sus antebrazos y gotear desde los codos.
Habló en voz alta:
—Levántate, N’Gar-Ezzim. Ponte en pie y venga a tu pueblo.
Su voz resonó por toda la estancia. Creyó percibir ecos extraños, tenues, de voces ajenas. Comenzó a dibujar símbolos en el muro con su sangre.
—Levántate, N’Gar-Ezzim —repitió en ese lenguaje que moriría con él—. Quiero que los aplastes a todos. Aplástalos, como si fuesen hormigas.
Se le formó un nudo en la garganta. Respiró hondo. Continuó escribiendo. Trazos firmes, decididos.
—Aplástalos a todos —insistió.
El silbido del viento se volvió más intenso. El aire le revolvió el cabello, le erizó la piel.
Lo rodeó entonces un estruendo grave, un rugido de tierra y de roca que le retumbó en el pecho. Los símbolos en el muro resplandecieron con un brillo rojizo.
Nunca fueron «cuentos».
El campesino torturado se dejó caer. Al fin, descansó.
***
El general del ejército invasor abandonó su tienda de campaña. Lo hizo malhumorado, como era habitual, aunque en esta ocasión sumaba además un ligero desconcierto. Era demasiado temprano, lo habían despertado varios alaridos y el relincho nervioso de los caballos. Se frotó los párpados y miró en derredor, pero no consiguió localizar el origen del alboroto. Bostezó.
Se tratará de otro numerito de alguno de los prisioneros, dedujo. Esos malditos paletos seguían sin colaborar. El ejército llevaba ya diez días malgastados en esa región de mierda y todavía no habían encontrado ni rastro de esos supuestos tesoros que ocultaban los nativos. Se me está empezando a agotar la…
Recibió un empujón en el muslo que estuvo a punto de derribarlo. Uno de los perros del campamento corría enloquecido, sin rumbo aparente, y gimoteaba sin parar. Un recluta muy joven lo perseguía y gritaba órdenes que el chucho ignoraba. A pocos metros, otro soldado dejó caer la espada al suelo y se llevó las manos a la cabeza. Estaba pálido, con los ojos muy abiertos.
Él no entendía nada. Se acercó al soldado pasmado y lo agarró del brazo, dispuesto a soltar la primera bronca del día.
El suelo comenzó a vibrar.
—¿Pero qué cojones está pasando aquí? —exclamó.
Su subalterno no respondió, se limitó a señalar hacia el este con un dedo trémulo. El general giró la cabeza.
Más allá de los límites del campamento, en esa dirección, había una montaña. El sol despuntaba ya en el horizonte, justo sobre la cumbre.
La montaña se movía.
El temblor del terreno se hizo más feroz. El general perdió el equilibrio y cayó de rodillas. El aire se había llenado de polvo. Sobre el coro de voces aterradas del campamento se impuso un ruido ensordecedor, un gruñido grave salpicado de chasquidos de piedra. La montaña prosiguió su transformación: su nueva silueta, recortada contra el amanecer, se volvía cada vez más reconocible, más imposible. Ya había duplicado su altura inicial.
El general miró a la cima, allí donde brotaron dos llamaradas rojas e inmensas.
La montaña le devolvió la mirada.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.